un párrafo de Molloy, en el que Beckett describe su bicicleta y, 
a continuación, a su madre, con una crueldad extrema.

 

 

 

 

samuel beckett

 

molloy

 

 

 

autor/a : samuel beckett
traductor/a : pere gimferrer torrens
alianza editorial

 

 

 

Primera de las novelas de la gran trilogía que completan «Malone muere» y «El innombrable», publicadas también en esta colección, Molloy constituye el punto de arranque de la etapa en que, tras la Segunda Guerra Mundial, Samuel Beckett (1906-1989) abandona el inglés en favor del francés como lengua literaria y ahonda en la visión trágica del mundo contemporáneo a través de imágenes en las que lo grotesco sirve para potenciar al máximo el patetismo y desolación de la vida humana.

 

 

 

páginas 7-9

 

 

 

Lisiado y todo, en aquel tiempo yo montaba en bicicleta con cierta soltura.
Lo hacía del modo siguiente. Sujetaba las muletas en la barra superior de la armazón, una a cada lado, apoyaba el pie de mi pierna inválida (no me acuerdo de cuál era, ahora tengo inválidas las dos) en el extremo del eje de la rueda delantera, y con la otra pierna pedaleaba.

Era una bicicleta sin cadena, de rueda libre, si es que existe tal cosa.
Querida bicicleta, no te llamaré bici, estabas pintada de verde, como tantas bicicletas de tu promoción, ignoro por qué causa. Con qué gozo vuelvo a verla.

Me gustaría describirla. Tenía una pequeña bocina o trompeta en lugar de esos timbres que ahora os gustan tanto. Hacer sonar esta bocina era para mí un verdadero placer, casi una voluptuosidad. Diré más, si tuviera que establecer la lista de honor de las cosas que no me han dado demasiadas ganas de vomitar en el curso de mi interminable existencia, el bocinazo y trompeteo ocuparían un lugar de preferencia.

Y cuando tuve que separarme de mi bicicleta, le quité la bocina y la guardé. Creo que todavía la conservo en alguna parte, y si ya no me sirvo de ella es porque se me quedó muda.

Hoy en día, ni siquiera los automóviles llevan bocína, en el concepto que yo tengo de bocina, o la llevan muy raramente. Cuando yendo por la calle diviso una tras la ventanilla abierta de un coche aparcado, muchas veces me paro y la hago funcionar.

Habría que escribir otra vez todo esto en pluscuamperfecto. Hablar de bicicletas y de bocinas, qué descanso.

Por desgracia, no es de esto de lo que tengo que hablar ahora, sino de la que me dio a luz, por el ojo del culo si mal no recuerdo. Primer sabor a mierda. Me limitaré, pues, a añadir que aproximadamente cada cien metros me detenía para descansar las piernas, tanto la sana como la enferma, y no solo las piernas, no solo las piernas. En rigor, no me bajaba del sillín, me quedaba a horcajadas, apoyando los dos pies en el suelo, los brazos sobre el manillar, la cabeza entre los brazos, y esperaba a encontrarme mejor.

 

 

Mi madre me veía con gusto, es decir, me recibía con gusto, pues hacía mucho tiempo
que no veía nada. Haré lo posible por hablar de ella con serenidad. Éramos los dos tan
viejos, yo había nacido siendo ella tan joven, que parecíamos una pareja de viejos
compinches, sin sexo, sin parentesco, con los mismos recuerdos, los mismos rencores,
las mismas esperanzas.

No me llamaba nunca hijo, cosa que por otra parte yo tampoco habría soportado, sino
Dan, no sé por qué, no me llamo Dan. Quizá Dan era el nombre de mi padre, si,
quizá me tomaba por mi padre. Yo la tomaba por mi madre y ella me tomaba por mi padre.
«Dan, ¿te acuerdas del día en que salvé a aquella golondrina?» «Dan, ¿te acuerdas
del día en que enterraste el anillo?» Conque así era como me hablaba. Yo me acordaba,
yo me acordaba, quiero decir que más o menos sabía de qué me estaba hablando, y
aunque no siempre había participado personalmente en los acontecimientos que ella
evocaba, todo venía a ser lo mismo.

 

 

Cuando tenía que darle algún nombre, la llamaba Mag. Y la llamaba Mag porque,
aunque no hubiera sabido razonarlo, para mi la letra g abolía la sílaba ma, le
escupía en la cara, por así decirlo, mejor que cualquier otra letra. Y al mismo tiempo
así satisfacía un, necesidad, profunda y sin duda inconfesada, la necesidad de
tener una ma, es decir, una mamá, y de anunciarlo en voz alta. Porque antes
de decir mag se dice ma, es evidente. Y da, en mi tierra, quiere decir papá. Por
lo demás, aquello no representaba para mí un problema, en la época a través de
la cual ahora me estoy deslizando, quiero decir que no representaba un problema
el hecho de llamarla ma, Mag o condesa de la Caca, pues hacía una eternidad que
estaba sorda como una tapia. Creo que se hacía sobre ella misma sus aguas
mayores y menores, pero una especie de pudor nos inducía a soslayar este tema
en el curso de nuestras conversaciones, de modo que nunca pude llegar a adquirir
una certeza sobre el particular. Por lo demás, debía de ser muy poca cosa, algunas
cagaditas de chiva parsimoniosamente rociadas cada dos o tres días. El cuarto olía
a amoníaco, bueno, no solo a amoníaco, pero a amoníaco, a amoníaco. Ella me
distinguía por mi olor.

 

 

 

 

Su viejo rostro apergaminado y velludo se iluminaba, estaba contenta de haberme
olido. Articulaba mal, con un ruido como de astillero, y casi nunca se daba cuenta
de lo que decía. Cualquier otro que no fuera yo se habría extraviado en esta
cháchara chasqueante y chisporroteante, interrumpida únicamente por sus momentos
de inconsciencia. Aunque yo tampoco venía para escucharla. Me comunicaba con
ella golpeándole el cráneo. Un golpe significa sí; dos, no; tres, no sé; cuatro, dinero;
cinco, adiós. Me había costado mucho adiestrar a este código su entendimiento
arruinado y delirante, pero lo había conseguido.

Claro que podía ser que ella confundiera si, no, no sé y adiós, pero eso no tenía
importancia, porque yo también los confundía. Ahora bien, lo que había que evitar
a toda costa era que asociara los cuatro golpes con otra cosa que con el dinero.
Así, pues, durante el período de adiestramiento, al mismo tiempo que le daba los
cuatro golpes en el cráneo le pasaba un billete de banco por la nariz o se lo embutía
en la boca. ¡Hay qué ver lo ingenuo que era yo entonces! Porque ella había perdido
la noción de mensurabilidad, si no del todo, sí por lo menos la facultad de contar más
allá de dos. Hay que hacerse cargo, de uno a cuatro era demasiado para ella.

 

 

 

 


Cuando llegábamos al cuarto golpe creía que era el segundo, los dos primeros se
habían borrado de su memoria tan rápidamente como si no hubiesen existido nunca,
si bien no acabo de comprender cómo una cosa que no ha existido nunca puede
borrarse de la memoria, aunque es algo que vemos todos los días. Debía creer todo
el rato que yo le iba diciendo que no, cuando nada estaba más lejos de mis intenciones.
A la luz de tales razonamientos. me dediqué a buscar, y acabé encontrando un medio
más eficaz de insuflar en su espíritu la idea de dinero. Consistía en sustituir los cuatro
golpes dados con el índice por uno o varios (según mis necesidades) puñetazos en el
cráneo.

Esto sí que lo comprendía. Por lo demás, no iba a verla por dinero. Me llevaba dinero,
pero no venía para esto. No le guardo demasiado rencor a mi madre. Sé que hizo todo
lo posible para que yo no naciera, salvo lo principal, y si no consiguió deshacerse
de mí fue porque el destino me reservaba otra letrina peor. Pero con que haya tenido
tan buenas intenciones me doy por satisfecho. No, no me doy por satisfecho, pero
siempre le tendré en cuenta a mi madre los esfuerzos que hizo por mí.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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