samuel beckett: murphy: páginas iniciales
murphy
traducción de gabriel ferrater
editorial lumen
1938
de la edición en lengua española:
editorial lumen,1970
1
El sol brillaba, no teniendo otra alternativa, sobre lo
nada nuevo. Murphy lo evitaba, sentado, como si estu-
viera libre, en un pasaje del West Brompton. Allí, du-
rante algo así como seis meses, había comido, había
bebido, había dormido, se había vestido y desnudado, en
una jaula de tamaño mediano orientada al noroeste y que
dominaba un ininterrumpido panorama de jaulas de ta-
maño mediano orientadas al sudeste. Pronto tendría que
arreglárselas de otro modo, porque el pasaje estaba con-
denado a la demolición. Pronto tendría que empaquetar
y empezar a comer, a beber, a dormir, a vestirse y des-
nudarse, en un ambiente del todo extraño.
Estaba sentado desnudo en su mecedora de teca sin
barnizar, garantizada contra grietas, torceduras, encogi-
mientos, putrefacciones y crujidos nocturnos. Era suya,
nunca la dejaba. El rincón en que se sentaba estaba pro-
tegido por una cortina del sol, el pobre viejo sol situado
en Virgo por billonésima vez. Siete bufandas lo mante-
nían en posición. Dos le unían las pantorrillas a las cur-
vas de la mecedora, una los muslos al asiento, dos el
pecho y el vientre al respaldo, una las muñecas a la
barra de detrás. Sólo eran posibles los movimientos más
locales. El sudor manaba de él, apretando las ataduras.
La respiración no era perceptible. Los ojos, fríos y sin
estremecimientos como los de una gaviota, se fijaban
en una iridiscencia extendida por el moldeado de la cor-
nisa, que se encogía y se esfumaba. En algún lugar, un
reloj de cuco, después de tocar entre las veinte y las
treinta, se convirtió en eco de un grito callejero, que al
penetrar en el pasaje se oyó directamente, Quid pro quo!
Quid pro quo!
Eran visiones y sonidos que no le gustaban. Le rete-
nían en el mundo al que ellos pertenecían, pero al que;
él esperaba con anhelo no pertenecer. Se preguntó vaga-
mente qué era lo que rompía la luz de su sol, qué mer-
cancías se pregonaban. Vaga, muy vagamente.
¡Estaba sentado en su mecedora de aquel modo por-
que le daba gusto! En primer lugar le daba gusto al cuer-
po, le apaciguaba el cuerpo. Además le dejaba libre el
espíritu. Porque hasta tener el cuerpo apaciguado no lo-
graba vivir en el espíritu, según se describe en el capí
tufo sexto. Y vivir en su espíritu le daba placer, un place
tal que placer no era la palabra.
Murphy había estudiado recientemente con un hom-
bre de Cork llamado Neary. Este hombre, en aquel en-
tonces, sabía detener su corazón más o menos cuando
quería y mantenerlo detenido, dentro de razonables lí-
mites, durante el tiempo que quería. Aquella rara facul-
tad, adquirida tras años de aplicación en algún lugar si-
tuado al norte de la Nerbudda, la ejercía con frugalidad,
reservándola para situaciones tan molestas que no se
podían soportar, como por ejemplo cuando quería tomar
una copa y no la obtenía, o caía entre gaélicos y no lo-
graba escapar, o sentía el aguijón de una inclinación se-
xual sin esperanza.
El propósito de Murphy al tomar a Neary de maestro
no era lograr un corazón neariano, que pensó que pronto
resultaría fatal para un hombre de su carácter, sino sim-
plemente investir su propio corazón con un poco de
aquello que Neary, por entonces pitagórico, llamaba la
Apmonía. Porque Murphy tenía un corazón tan irracional
que ningún médico sondeaba su fondo. Inspeccionado,
palpado, auscultado, percutido, radiografiado y cardiogra-
fiado, era un corazón que no dejaba nada que desear.
Una vez revestido y en libertad de funcionar, era como
Petrushka en su jaula. En un momento dado tan oprimido
que parecía a punto de calarse, y al instante siguiente
en tal ebullición que parecía a punto de estallar. El punto
medio entre tales extremos era lo que Neary llamaba la
Apmonía. Cuando se cansaba de llamarlo Apmonía lo lla-
maba Isonomía. Cuando le daba asco el sonido de Isono-
mía lo llamaba el Acorde. Pero lo llamara como lo llama-
ra, dentro del corazón de Murphy no quería entrar. Neary
no sabía mezclar los opuestos en el corazón de Murphy.
Su adiós fue memorable. Neary salió de uno de sus
sueños muertos y dijo:
—Murphy, la vida entera es figura y fondo.
—Pero un vagar en busca del hogar —dijo Murphy.
—La cara —dijo Neary—, o el sistema de caras, con-
tra la inmensa floreciente y zumbante confusión. Pienso
en Miss Dwyer.
Murphy hubiera podido pensar en una cierta Miss
Counihan. Neary apretó los puños y los levantó ante su
cara.
—Ganar el cariño de Miss Dwyer —dijo—, incluso
por una breve hora, me produciría un beneficio incalcu-
lable.
Los nudillos blanqueaban bajo la piel del modo usual:
era aquélla la posición. Después las manos se abrieron
muy correctamente hasta el límite extremo de su alcan-
ce: aquello era la negación. Entonces le parecía a Murphy
que había dos maneras igualmente legítimas con las que
podía concluirse el gesto, y efectuarse la sublación. Las
manos podían golpear la cabeza en un elegante gesto de
desesperación, o podían dejarse caer lacias hasta las cos-
turas del pantalón, suponiendo que aquél hubiera sido
su punto de partida. Juzguen, pues, cómo se irritaría cuan-
do Neary estrechó los puños más violentamente que an-
tes y dio con ellos en el esternón.
—Media hora —dijo—, quince minutos.
—¿Y luego? —dijo Murphy—. ¿De vuelta a Tenerife
y a los micos?
—Puedes ponerte burlón —dijo Neary—, y puedes
ponerte sarcástico, pero queda el hecho de que es pro-
ducto residual, al menos provisionalmente, todo lo que
no sea Miss Dwyer. ¡La única figura cerrada en el desierto
sin forma! ¡Mi tetraquit!
Así era el amor de Neary por Miss Dwyer, la cual ama-
ba a un cierto teniente Elliman de la aviación, que amaba
a una cierta Miss Farren de Ringsakiddy, que amaba al
Padre Fitt de Ballinclashet, quien con toda sinceridad se
veía forzado a admitir una cierta inclinación por una tal
Mrs. West de Passage, que amaba a Neary.
—El amor correspondido —dijo Neary— es un corto-
circuito.
La salida provocó una centelleante demostración de
energías.
—El amor que levanta los ojos —dijo Neary— cuando
está en tormento, que anhela que la punta del meñique
de ella, teñido en laca, le refresque la lengua, este amor,
Murphy, a ti te es extraño, supongo.
—Chino —dijo Murphy.
—O dicho de otro modo —dijo Neary—, la mancha
simple, brillante, organizada, compacta, en el tumulto de
los estímulos heterogéneos.
—Eso, una mancha —dijo Murphy.
—Precisamente —dijo Neary—. Y ahora fíjate en esto.
Por la razón que sea, eres incapaz de amar… Pero, Mur-
phy, existe una cierta Miss Counihan, ¿verdad?
Muy cierto que existía una cierta Miss Counihan.
—Ahora supongamos que se te invita a definir tu di-
gamos comercio con Miss Counihan. Venga, Murphy.
—Precordial —dijo Murphy—, más bien que cordial.
Fatigado. Condado de Cork. Depravado.
—Precisamente —dijo Neary—. Ahora bien, por la ra-
zón que sea no eres capaz de amar a mi manera, y créeme
que no hay otra, y por la misma razón, cualquiera que
pueda ser, tu corazón está como está. Y también por esta
misma razón…
—Cualquiera que pueda ser —dijo Murphy.
—No puedo hacer nada por ti —dijo Neary.
—Que Dios me bendiga —dijo Murphy.
—Precisamente —dijo Neary—. Me atrevo a afirmar
que tu conario se ha encogido hasta la nada.
—No vas a volver nunca?
—Lo tengo dijo ella.
—Si lo sabré yo —dijo Murphy.
—No quiero decir esto —dijo ella. Quiero decir lo
que me dijiste…
—Ya se a qué te refieres —dijo Murphy.
—Encontrémonos en lo de siempre lo de siempre —di-
jo ella—. Lo llevaré.
—Imposible —dijo Murphy—. Espero a un amigo.
—No tienes amigos dijo Celia.
—Bueno —dijo Murphy, no es exactamente un amigo,
es un tío raro que me encontré, un vejete.
—Puedes sacudírtelo antes —dijo Celia.
—Imposible —dijo Murphy.
—Entonces te lo traigo yo —dijo Celia.
—No debes hacer eso —dijo Murphy.
—¿Por que no quieres verme? —dijo Celia.
—Cuántas veces tendré que decírtelo dijo Murphy . Yo…
—Óyeme —dijo Celia . No creo en tu vejete raro.
No existen esos bichos.
Murphy no dijo nada. La personalidad suya que quería
amar estaba cansada.
—Estaré ahí a las nueve —dijo Celia—, y lo llevaré
conmigo. Si no estas ahí…
—Si —dijo Murphy—. Suponte que tengo que salir.
—Adiós.
Escuchó un rato Ia línea cortada, dejó caer el receptor
al suelo, volvió a atarse Ia mano al barrote, elevó Ia mecedora.
Poco a poco se sintió mejor, ágil en Ia mente, en Ia libertad
de aquella luz y aquella negrura que no chocaban, que
no alternaban, ni se desvanecían ni se iluminaban, excepto
para entrar en comunión, según se describe en el capitulo sexto.
La mecedora iba más y más aprisa, el arco que describía era
más y más breve, la iridiscencia había desaparecido, el grito
en el pasaje había desaparecido, pronto su cuerpo estaría tranquilo.
La mayoría de las cosas bajo la luna se ponían más y más lentas
y luego se paraban, un vaivén se ponía más y más rápido y luego
se paraba. Pronto tendría el cuerpo en calma, pronto estaría libre.
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