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balconcillos 3
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Escúchalos aquí recitados por Tomás Galindo
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El problema (uno de los problemas) es que el recuerdo no es ordenado: ignora lo precedente
y lo subsiguiente; a veces se desprende y vive por su cuenta. Hace ya 50 años: la luz iba cambiando
del verde al púrpura y al rosa; la música era fuerte y vibrante. Rosalie era la mejor: sabía cómo
hacerlo, rugíamos cuando ella brindaba magia a los solitarios. Eras buena, Rosalie, suficientemente
buena como para recordarte ahora que la luz es amarilla y las noches son otras, muy lentas.
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Uno de los chicos que –dicho entre nosotros- es un poco neurasténico, quiso responderse a aquella
pregunta que dice: si tuvieras dos caras ¿estarías usando esta? En seguida supo que sus preferidas eran
las caras de mujer –incluso para llevarlas él-, pero no le servían. Desechó las caras de santos, filósofos,
boxeadores, incluso la de Dios padre: le pareció demasiado solemne. Acabó quedándose con su cara y,
de este modo, respondió que sí, sí, a la pregunta que se había hecho. De todas formas –y como era de
esperar en él-, enseguida comenzó con su retahíla: que los ojos se le habían licuado y su luz era oscura
y triste; que las arrugas a los lados de la boca eran como arcos o paréntesis y le hacían parecer un perro
viejo; que de perfil, la nariz le crecía groseramente y –sin saber por qué- se le encorvaba. Volvió entonces
a preguntarse: si tuvieras dos caras ¿estarías usando esta? Después de un minuto de reflexión contestó,
de nuevo, que sí, sin duda que sí.
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Otro de los muchachos ha descubierto el glíglico y se pasa el día, los días, diciendo cosas como: ella lo vio
de lejos; él llevaba en la cinfrosa un burtio de buen tamaño que, cada tanto, dejaba caer al suelo sin desatarlo.
El burtio, como iluminado de pronto, comenzaba entonces a discogar, despacio al principio, pero cada vez
con más cresiolos, bedrando peligrosamente con las implodesas traseras y con el amilón, que parecía una
sirena o una cesta llena de fresas. Como se acercaban a un corral de gallinas y agumios que él, vigilando
al burtio, no había visto, ella tuvo que grosarle con fuerza para evitar que el burtio, con un olfato físulo,
se apojagara contra las gallinas y, sobre todo, contra los agumios, casi recién nacidos.
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En estos balconcillos, como en casi todas partes, la realidad es veloz, impaciente, urgente, puro dinamismo.
Uno de los veteranos, charles, dice que si acompañamos con la vista cualquier movimiento de lo real –el paso de
un tren, la cuerda de una polea en acción, un burtio que sale disparado- el resultado óptico es momentáneamente
estático. Esa, esa es precisamente la estrategia, dice charles: detener lo dinámico, analizar el vértigo como si
fuera un objeto detenido. Los demás lo escuchan pero no le replican, lo que no es una buena señal.
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El bueno de césar (que siempre ha de dar la nota) pasa las tardes en las mañanas tristes, dando silbidos técnicos
con toda su maquinaria en marcha. Vive la vida, sólo la vida, así: cosa bravísima, dentro del orgullo grave de la
célula. Se alimenta de lo inexacto y muchas mañanas vuelve del bosque, desvelado y sin prisa, con un pequeño
rectángulo de eternidad entre las manos.
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Pero ¿quién no vuelca pequeños venenos azules? Los niños de managua sueñan con ser pelícanos y buscan un océano
y golpean sus rostros contra el agua hasta perder la vista. Los líquenes traen de la noche un verde mortal. Hay perros
románticos en todos los seres de cinco letras. Estando, ay, así las cosas, ¿quién no sueña con vengarse?
¡Me gustan mucho estos balconcillos!