Sharon Olds / Traducción de Natalia Leiderman y Patricio Foglia

   solsticio de verano,

   ciudad de new york

/La celda de Oro, 1987

 

 

 

 

 

Al final del día más largo del verano ya no pudo soportar más,

subió por las escaleras de hierro hasta el techo del edificio,

y caminó por la blanda supercie de alquitrán, hasta llegar al borde,

puso una pierna sobre el complejo estaño verde de la cornisa

y les dijo que si se acercaban un paso más, se terminaba todo.

Entonces la enorme maquinaria del mundo empezó a funcionar para salvar su vida,

los policías llegaron con sus uniformes azules grisáceos como el cielo de una tarde

nublada,

y uno se puso un chaleco antibalas, un

caparazón negro alrededor de su propia vida,

la vida del padre de sus hijos, por si

el hombre estaba armado, y otro, colgado de una

soga como un signo de su deber,

apareció por un agujero en lo alto del edicio vecino

como la brillante aureola que, dicen, está en lo alto de nuestras cabezas

y empezó a acercarse con cuidado hacia el hombre que quería morir.

El policía más alto se acercó hacia él sin rodeos,

suave, lentamente, hablándole, hablando, hablando,

mientras la pierna del hombre colgaba al borde del otro mundo

y la multitud se juntaba en la calle, silenciosa, y la

inquietante red con su entramado implacable fue

desplegada cerca de la vereda y extendida y

estirada como una sábana que se prepara para recibir a un recién nacido.

Después todos se acercaron un poco más

donde él se acurrucaba al lado de su muerte, su remera

resplandecía un brillo lácteo como algo

que crece en un plato, de noche, en un laboratorio y de pronto

todo se detuvo

mientras su cuerpo se sacudía y él

bajaba del parapeto e iba hacia ellos

y ellos se acercaban a él, pensé que le iban a dar

una paliza, como una madre que ha perdido

a su hijo y le grita cuando lo encuentra, ellos

lo tomaron de los brazos y lo sostuvieron y

lo apoyaron contra la pared de la chimenea y el

policía alto encendió un cigarrillo

en su propia boca, y se lo dio a él, y

después todos encendieron sus cigarrillos, y

las colillas rojas, radiantes ardieron como

las pequeñas fogatas que encendíamos de noche

en el principio de los tiempos.

 

 

 

 

Sharon Olds / Traducción de Natalia Leiderman y Patricio Foglia

summer solstice,

new york city

/The gold cell, 1987

 

 

 

 

By the end of the longest day of the year he could not stand it,

he went up the iron stairs through the roof of the building

and over the soft, tarry surface

to the edge, put one leg over the complex green tin cornice

and said if they came a step closer that was it.

Then the huge machinery of the earth began to work for his life,

the cops came in their suits blue-grey as the sky on a cloudy evening,

and one put on a bullet-proof vest, a

black shell around his own life,

life of his children’s father, in case

the man was armed, and one, slung with a

rope like the sign of his bounden duty,

came up out of a hole in the top of the neighboring building

like the gold hole they say is in the top of the head,

and began to lurk toward the man who wanted to die.

The tallest cop approached him directly,

softly, slowly, talking to him, talking, talking,

while the man’s leg hung over the lip of the next world

and the crowd gathered in the street, silent, and the

hairy net with its implacable grid was

unfolded near the curb and spread out and

stretched as the sheet is prepared to receive a birth.

Then they all came a little closer

where he squatted next to his death, his shirt

glowing its milky glow like something

growing in a dish at night in the dark in a lab and then

everything stopped

as his body jerked and he

stepped down from the parapet and went toward them

and they closed on him, I thought they were going to

beat him up, as a mother whose child has been

lost will scream at the child when its found, they

took him by the arms and held him up and

leaned him against the wall of the chimney and the

tall cop lit a cigarette

in his own mouth, and gave it to him, and

then they all lit cigarettes, and the

red, glowing ends burned like the

tiny campres we lit at night

back at the beginning of the world.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

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