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Seeing Stars
poems
Simon Armitage
alfred a. knoop
new york 2011
Cheeses of Nazareth
I fear for the long-term commercial viability of the new
Christian cheese shop in our neighbourhood. Poor old
Nathan, he’s sunk every penny of his payout from the
Criminal Injuries Compensation Board into that place,
but to me the enterprise seems doomed. Last Friday
he
had to make a trip across town to the opticians. “Will
you
mind the shop for me—I’ll pay you, of course?” he said.
“Nathan, it will be an honour to wear the smart blue
smock of the cheesemonger and to spend time
amongst
such noble foodstuffs,” I replied. But in eight hours only
three people crossed the threshold of his emporium:
some
knackered old dosser asking for a glass of water, a
young
villain in bare feet looking for the needle exchange,
and a
pregnant woman suddenly overwhelmed by a craving
for
Kraft Cheese Slices, a product Nathan refuses to
stock.
“Nathan, Nathan, Nathan, wouldn’t this business have
been better suited to one of the more fashionable
districts? Is it too late to relocate?” He blinked at me
through his new specs. “No, my work is here,” he said.
“Hope must put down its anchor even in troubled
waters.
Today a cheese shop, tomorrow a wine bar or
delicatessen, next week a community centre or a
playground for the little ones, until ye church be
builded.”
Then he went outside with a bucket of soapy water to
attack the graffiti scrawled across his front door.
I almost love Nathan for his dedication to the cause,
but
the hour of my betrayal draws ever nearer. How did it
come to this, unemployed and lactose intolerant,
surrounded by expensive and rude-smelling dairy
products in a fleapit of a council flat during the hottest
summer on record? Pretty soon I’ll have to turn my
back
on Nathan, slip away like the last visitor in the lamplit
oncology ward withdrawing his hand from the
weightless
grip of his mumbling mother-in-law. From up here on
the
third floor I can see Nathan right now in his ironed
apron
and starched hat. Nathan, oh Nathan, silent and alone,
presiding over the faceless faces of Camembert and
Brie,
the millstones of Buterkäse and Zanetti Grana
Padano,
the dried teardrop of San Simon, the uninhabited
planets
of Gouda and Chaumes, and the cowpat of Cornish
Yarg,
mummified in its drab nettle-leaf skin.
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Quesos de Nazaret
Temo por la viabilidad comercial a largo plazo de la nueva
tienda de quesos cristianos en nuestro barrio. Pobre viejo
Nathan, ha invertido cada penique de su paga de la
Junta de Compensación por Daños Criminales en ese lugar,
pero para mí la empresa parece condenada. El viernes
pasado tuvo
que hacer un viaje de un lado a otro de la ciudad por el óptico.
“¿Cuidarás
la tienda por mí — te pagaré, por supuesto?” -dijo-.
“Nathan, será un honor llevar la elegante bata azul
de los vendedores de queso y pasar tiempo
entre
tan nobles productos alimenticios” -respondí. Pero en ocho
horas solo tres personas cruzaron el umbral de su emporio:
un
viejo vagabundo, hecho polvo, pidiendo un vaso de agua, un
joven
delincuente descalzo que buscaba el centro de intercambio
de jeringuillas,
y una mujer embarazada de repente abrumada por un antojo
de
queso Kraft en lonchas, un producto que Nathan se niega a
abastecer.
«Nathan, Nathan, Nathan, ¿este negocio no sería más apropiado
para uno de los distritos más de moda? ¿Es demasiado tarde
para trasladarse?» Me miró con asombro a través de sus
nuevas gafas. “No, mi trabajo está aquí”, dijo.
“La esperanza debe tirar su ancla incluso en aguas
turbulentas.
Hoy, una tienda de quesos, mañana un bar de vinos o
un delicatessen, la próxima semana un centro comunitario o
un patio de recreo para los más pequeños, hasta que la iglesia
esté construida».
Luego salió con un cubo de agua jabonosa para
acometer el graffiti garabateado de un lado a otro de su puerta
principal.
Casi amo a Nathan por su dedicación a la causa,
pero la hora de mi traición se acerca cada vez más. Cómo
llegó a esto, desempleado y con intolerancia a la lactosa,
rodeado de productos lácteos caros y malolientes
en el tugurio de un piso del ayuntamiento durante el verano
más caluroso de los registros? Pronto tendré que volver la
espalda
a Nathan, deslizarme como el último visitante de la mal
iluminada sala de oncología retirando la mano de la
ingrávida
sujeción de la balbuceante suegra. Desde aquí arriba, en
el
tercer piso, puedo ver ahora mismo a Nathan con su
planchado delantal
y su sombrero almidonado. Nathan, oh Nathan, silencioso
y solo, que preside las caras sin rostro del Camembert y del
Brie,
las piedras de molino del Buterkäse y del Zanetti Grana
Padano,
la lágrima seca del San Simón, los deshabitados
planetas
del Gouda y del Chaumes, y la plasta de vaca del Yarg de
Cornualles,
momificado en su parda piel de hoja de ortiga.
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