stéphane mallarmé

 

 

cartas sobre la poesía

 

 

 

 

 

selección, traducción, prólogo y notas de rodolfo alonso

 

 

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Regresaba de Londres y París, cuyos anaqueles había saqueado. Pero fue en Bruselas, en una inolvidable librería de la Galería de los Príncipes, donde topé con lo que resultó para mí el mejor hallazgo de aquel viaje: la Correspondance de Stéphane Mallarmé (1842-1898). ¿Por qué será que ciertos textos que podrían considerarse tangenciales, incluso en alguna medida aparentemente secundarios, de grandes autores cuyas obras más logradas (aquellas que les dieron trascendencia y en las cuales sin duda por lo general aspiraron ellos mismos a verse reflejados) ya hemos leído, nos resultan sin embargo tan atrayentes y tan sugestivos?

 

Sin duda porque nos permiten, muy probablemente, ampliar nuestra percepción de la personalidad y la obra de semejantes escritores. Pero no sólo eso: acaso nos habilitan asimismo para intentar una aprehensión más profunda o un renovado ángulo de enfoque con respecto a sus textos primordiales pero también, por añadidura, nos permiten la fantasía de imaginarnos descubridores, cuando no buceadores, en la mismísima intimidad –de taller o de vida cotidiana– de esas altas personalidades, que ya nos habían seducido con sus libros mayores.

 

Claro que no sin cierto sentimiento de culpa. Mucho antes de que el asunto llegara a convertirse en un probable filón editorial, la correspondencia privada venía detentando con razón un aura esencialmente personal, si es que no íntima, secreta. Y bien sabemos que nadie encara la redacción de esos textos imaginándolos leídos por quien no fuera su específico destinatario. Fisgonearla, entonces, nos coloca de algún modo –a mi modesto entender– en una posición por lo menos, moralmente, vidriosa.

 

Pero, también, al mismo tiempo, ¿cómo negarse a la iridiscente expresividad de semejantes documentos, a su reveladora capacidad de evidencia? El mismo hecho de que Stéphane Mallarmé, siempre tan parco al respecto, sólo en muy pocos, escasísimos momentos de la enorme masa de correspondencia que escribió a lo largo de toda su existencia, haya hecho en gran medida explícitas no sólo sus originalísimas y peculiares concepciones sobre la poesía sino también, lo que no deja de volverse significativo y enfatiza al hacerlo su valor, ineludiblemente entreveradas con los entresijos más recónditos del hondo drama existencial que (tal vez para asombro de algunos) ello implicaba, y todo eso mezclado humanísimamente, al mismo tiempo, con inefables referencias a su vida familiar y diaria, constituye no sólo un testimonio de vigor incalculable sino que, a la vez, realza, refuerza, certifica de ese modo aquel valor.

 

Que no sería el mismo, al menos para mí, si se tratara de disquisiciones absolutamente teóricas, de tinte meramente intelectual, con aire de tribuna o de doctrina, ajenas a una experiencia realmente vivida. Si no fueran –como son– confesiones espontáneas, fruto de una pasión que lo desborda y lo compele a superar su natural retraimiento, con respecto a cuestiones semejantes, tan sólo frente a interlocutores de carácter muy próximo.¿Cómo no recordar que, casi para la misma época, en el mismo sintomático 1871 de la Comuna, Arthur Rimbaud –ese indeleble adolescente– escribía a su profesor Paul Demeny aquella misiva tan desenfadadamente reveladora como la luego canonizada Carta del vidente? ¿Y que fue, precisamente, Mallarmé, por otra parte devoto interlocutor de Verlaine, uno de los primeros contemporáneos capaces de enfocar al autor de Les Illuminations en su justa dimensión?

 

Frente a una biografía en comparación tan distinta, tan distante como la de Mallarmé, en apariencia tan calma y sosegada, se necesitaba compulsar a fondo, exhaustiva pero cálidamente la docena de voluminosos tomos que abarca su correspondencia integral (como lo hizo de modo magnífico Bertrand Marchal) para descubrir, con niveles semejantes de densidad y hondura, especialmente entre 1862 y 18713, en cartas dirigidas sobre todo a sus amigos cercanos Henri Cazalis y Eugène Lefébure, pero también en el período que va de 1872 a 1898, donde se escribe también con personalidades literarias y artísticas de Francia y de Europa –de Catulle Mendès a Mistral, de Swinburne a Villiers de l’Isle-Adam, de Valéry a Claudel, de Zola a Jarry–, esos arrasadores fragmentos (cuando no largos párrafos) de revelaciones e intuiciones, de incertidumbres y certezas, de angustiosos períodos de silencio y de enfebrecida indagación por encima de las limitaciones de su condición y de su cuerpo, que no desdicen la intensidad y la virulencia de un Rimbaud. Y que, al mismo tiempo, denuncian una reveladora tensión espiritual, la épica de un alma que sólo muy ramplonamente puede ser apenas percibida como la de un cerebral, la de un orfebre.

 

Pocas veces nos es dado internarnos, a este nivel, en un dominio semejante. Y mucho menos en esta época. En las contadas páginas que siguen, y en gran medida tras los pasos de Marchal, que también nos ha sido muy útil con respecto a muchas de las notas, siento que es posible tomar contacto con una experiencia de fondo de la gran poesía, en el momento mismo en que Mallarmé le descubría un nuevo y magnífico rostro, al que soñaba concretar en dos de sus más ambiciosos proyectos, Les Noces d’Hérodiade y L’Après-Midi d’un Faune, espléndida y trágicamente in- conclusos, como no podía ser de otro modo con ambiciones de ese alcance, de tal calibre, y cuando la muerte de Théophile Gautier le inspiraba uno de sus poemas más evidentes y tocantes, el gran Toast funèbre, donde no por casualidad se percibe “Magnifique, total et solitaire”.

 

Que yo sepa no existía, hasta el momento, una versión al castellano de estos textos imprescindibles, inefables. No me sorprende. Quizás la época, el contexto (“l’Art vorace d’un pays / Cruel”), no sepan hoy muy bien qué hacer con ellos. Pero por eso mismo se merecen sin duda resplandecer, relampaguear en nuestra admiración, devoción y respeto, al menos como un maravilloso –y fecundo– espejismo en el desierto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Correspondance complète (1862-1871) / Lettres sur la poésie (1872-1898),

de Stéphane Mallarmé. Edición establecida y anotada por Bertrand Marchal

(Gallimard, col. Folio Clasique, París, 1996, 688 pgs.)

 

 

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