t.s. eliot
la aventura sin fin
ensayos
criticar al crítico
La aventura sin fin. Ensayos
T.S. Eliot
Edición de Andreu Jaume
Traducción de Juan Antonio Montiel Rodríguez
Lumen
criticar al crítico
776-822
Para qué finalidad o finalidades sirve la crítica literaria es una pregunta que vale la pena hacerse una y otra vez, aunque no encontremos una respuesta satisfactoria. Puede que la crítica no sea sino aquello que F. H. Bradley dijo de la metafísica: «el hallazgo de malas razones para lo que creemos por instinto; si bien la búsqueda de esas razones es también un instinto». En todo caso —y dado que me propongo hablar de mi propio trabajo crítico—, la elección de mi asunto precisa una justificación ulterior. Confío en que echar un vistazo a mi propia crítica literaria de los últimos cuarenta y tantos años me permita extraer algunas conclusiones, algunas generalizaciones plausibles y ampliamente válidas o, cuando menos, motivar a otros a que hagan lo propio, cosa que valdría aún más la pena. Por otra parte, espero dar pie a confesiones similares por parte de otros críticos.
No encuentro justificación mejor para mi elección que el hecho de que no existe ningún otro crítico, vivo o muerto, sobre cuyo trabajo esté yo tan bien informado como sobre el mío propio. Conozco más de la génesis de mis ensayos y reseñas que de los de cualquier otro crítico; conozco la cronología, las circunstancias bajo las que cada uno de mis ensayos fue escrito y qué motivó su redacción, lo mismo que los cambios de perspectiva, gusto, intereses y opinión que los años trajeron consigo. No dispongo de información tan completa ni siquiera en el caso de los maestros de la crítica inglesa que más admiro. Me refiero en especial a Samuel Johnson y a Coleridge, aunque sin demérito de Dryden o Arnold. Sea como fuere, llegado a este punto me siento obligado a hacer una distinción entre los distintos tipos de crítica literaria, con el propósito de recordarles a ustedes que las generalizaciones que pueden extraerse del estudio de la obra de un crítico pueden no ser aplicables en el caso de los demás.
En primer lugar, entre aquellos tipos de crítico distintos de mí mismo, debo situar al crítico profesional: el escritor cuya crítica literaria supone el puntal último, quizá incluso el único, de su fama. Este crítico podría también recibir el nombre de Súper Reseñista, porque con frecuencia es el crítico oficial de alguna revista o periódico y sus contribuciones suelen responder a la publicación de algún libro nuevo. El epítome de esta clase de crítico es, desde luego, el francés Sainte-Beuve, autor de dos libros importantes: Port-Royal y Chateaubriand et ses amis, pero cuya obra consiste, en su mayor parte, en un volumen tras otro de ensayos que previamente habían aparecido, semana, tras semana, en el feuilleton de un periódico. El crítico profesional puede ser, como ciertamente fue Sainte-Beuve, un fallido escritor creativo y, en el caso de Sainte-Beuve, sin duda vale la pena echar una mirada a sus poemas, si uno es capaz de conseguirlos, como un modo de entender por qué valoraba más a los escritores del pasado que a sus propios contemporáneos. El crítico profesional, sin embargo, no es necesariamente un poeta, dramaturgo o novelista fallido: hasta donde sé, mi viejo amigo el estadounidense Paul Elmer More, cuyos Shelburne Essays comparten algo de la monumental apariencia de las Causeries du lundi, nunca ensayó ningún tipo de escritura creativa. Otro viejo amigo mío, que fue crítico profesional lo mismo de libros que de teatro, Desmond MacCarthy, limitó su actividad literaria a su artículo o reseña semanal y consagró su ocio al placer de la conversación, en vez de dedicarlo a los libros que jamás escribió. Y Edmund Gosse es otro caso peculiar, porque no es su obra crítica, sino un libro autobiográfico, Padre e hijo, lo que se ha convertido en un clásico y habrá de perpetuar su nombre.
En segundo lugar mencionaría al crítico de gusto. A este no ha de situársele en el banquillo del juez; se trata, más bien, del abogado de los autores, cuyo trabajo comenta, y que son con frecuencia autores olvidados o menospreciados injustamente. Llama nuestra atención sobre esos autores, nos ayuda a descubrir méritos que hemos pasado por alto y a ver encanto allí donde habríamos esperado encontrar tan solo aburrimiento. A este tipo de críticos pertenecía George Saintsbury, un hombre erudito y brillante con un apetito insaciable de aquellas cosas que otros consideraban de segunda clase y una especial aptitud para descubrir la excelencia que frecuentemente se esconde en ese tipo de literatura. ¿Quién sino Saintsbury, en un libro dedicado a la novela francesa, habría destinado muchas más páginas a Paul de Kock que a Flaubert?6 Y a ese grupo pertenecía también mi viejo amigo Charles Whibley —léase, por ejemplo, lo que escribió sobre sir Thomas Urquhart o sobre Petronio— y también Quiller-Couch, que sin duda enseñó a muchos de los que asistían a sus conferencias en Cambridge a encontrar nuevas vetas de goce en la literatura inglesa.
En tercer lugar, el académico y el teórico. Si los menciono a la vez es porque pueden perfectamente solaparse, pero esta categoría quizá resulte demasiado abarcadora, porque va del erudito puro, como W. P. Ker —que podía iluminar a un autor de una época o idioma proyectando un inesperado paralelo con otro de época e idioma distintos—, al crítico filosófico, como I. A. Richards y su discípulo, el crítico filosófico William Empson. El señor Richards y el señor Empson son también poetas, pero no considero su obra crítica un producto derivado de su poesía. ¿Y dónde situaríamos a otros contemporáneos, como L. C. Knights o Wilson Knight, sino entre aquellos que han combinado la enseñanza con la obra crítica original? ¿Y dónde a otro importante crítico, el doctor F. R. Leavis, quien podría representar al crítico como moralista? Del crítico que posee, además, un puesto entre los académicos se espera que haya hecho algún estudio en especial sobre un periodo o autor, pero reputarlo de crítico especialista podría entenderse como un modo de disputar su derecho a examinar cualquier literatura que le plazca.
Y finalmente llegamos al crítico cuya obra puede caracterizarse como un derivado de su actividad creativa. En particular, el crítico que es también poeta, ¿o deberíamos decir el poeta que también ha hecho crítica? La condición para pertenecer a esa categoría es que el candidato ha de ser conocido en primer lugar como poeta, pero su crítica debe destacar por sí misma y no meramente por la luz que pudiera arrojar sobre sus versos. Aquí debo citar a Samuel Johnson y a Coleridge; a Dryden y a Racine en sus prefacios; a Matthew Arnold, si bien con algunas reservas; y entre estos, tímidamente, me incluiría a mí mismo. Espero que a estas alturas no sean necesarias mayores garantías de que no ha sido por mera holgazanería que he vuelto la vista hacia mis propios escritos como punto de partida. Ciertamente, tampoco fue por vanidad, porque para cuando comencé las lecturas necesarias para este texto había pasado ya tanto tiempo desde la última vez que había leído muchos de mis ensayos que, en vez de hacerlo con grandes expectativas, me aproximé a ellos con aprensión.
Me alegra decir que no encontré tanto de que avergonzarme como temía. Desde luego, hay afirmaciones con las que a estas alturas no estoy de acuerdo, posturas que mantengo con menos convicción que cuando las expresé por primera vez —o solo con grandes reservas— y afirmaciones cuyo significado ya no soy capaz de comprender. Puede que haya áreas en las que mi conocimiento haya crecido, pero sin duda hay otras en las que se ha evaporado. Al releer mi ensayo sobre Pascal, me impresionó la amplitud de la información que aparentemente poseía cuando lo escribí. Y hay asuntos acerca de los cuales simplemente he perdido todo interés, de manera que, si alguien me preguntara si aún mantengo el mismo parecer, solo podría responderle «no lo sé», o bien «me da lo mismo». Hay errores de juicio y, lo que lamento aún más, salidas de tono: la ocasional nota de arrogancia, de exagerada vehemencia, de presunción o descortesía, la bravuconería que el hombre normalmente pacífico lanza bien pertrechado tras su máquina de escribir. Con todo, puedo reconocer el lazo que me une a aquel que hizo tales afirmaciones y, pese a ciertas reservas, continúo identificándome con su autor.
Existe, sin embargo, un matiz: con frecuencia me irrita encontrar ciertas frases que escribí hace treinta o cuarenta años citadas como si las hubiera pronunciado ayer mismo. Hace algunos años, un inteligente comentarista de mi obra —que la mira, además, con buenos ojos— se dio a la tarea de rebatir mis textos críticos como si yo, al inicio de mi carrera como crítico literario, hubiera esbozado el diseño de una amplia estructura crítica y pasado el resto de mi vida completando los detalles. Por mi parte, cuando publico una colección de ensayos o autorizo que algún ensayo se reimprima aquí o allá, insisto en que se indique la fecha original de publicación como un recordatorio a los lectores de la distancia temporal que separa al escritor que escribió aquello del escritor en que se este se ha convertido hoy. Pero es raro el escritor que dice al citarme: «Esto es lo que el señor Eliot pensaba (o sentía) en 1933 (o en cualquier otra fecha)». Todo escritor está acostumbrado a ver sus palabras citadas fuera de contexto por polemistas sin “escrúpulos, hasta el punto de hacerlas irreconocibles. Pero es aún más frecuente citar afirmaciones de hace muchos años como si hubiesen sido escritas ayer mismo, porque a menudo se hace sin la menor malicia. Permítanme dar un ejemplo de una afirmación que ha continuado persiguiendo a su autor mucho después de que, en su opinión, haya dejado de corresponder a sus ideas. Es una frase del prefacio a una pequeña colección de ensayos titulada Para Lancelot Andrewes, en el sentido de que yo era un clasicista en literatura, un monárquico en política y anglocatólico en religión. Me habría gustado haber previsto que tan citada frase me seguiría de por vida tal como Shelley afirmaba que sus ideas lo perseguían:
y a lo largo
del áspero sendero lo seguían
sus propios pensamientos, cual rabiosos
perros, tortura y causa de su vida.
La frase en cuestión fue motivada por una experiencia personal. Mi antiguo profesor y maestro, Irving Babbitt, a quien debo muchísimo, pasó por Londres mientras volvía a Harvard desde París, donde había estado impartiendo clases, y él y la señora Babbitt cenaron conmigo. No había visto a Babbitt en varios años, de modo que me sentí obligado a informarle de un hecho hasta entonces desconocido para el pequeño círculo de mis lectores (porque esto, me parece, sucedió en 1927): que recientemente había sido bautizado y confirmado en la Iglesia anglicana. Sabía que podía resultarle chocante enterarse de que uno de sus discípulos había cambiado de bando de esa manera, aunque entonces Babbitt ya había sufrido lo que debió de ser un golpe aún mayor, cuando su íntimo amigo y aliado Paul Elmer More abandonó el humanismo para abrazar la doctrina cristiana.14 Babbitt, sin embargo, solo me dijo: «Creo que deberías hacerlo público». Puede que aquel comentario me irritara un poco; la frase memorable apareció en el prefacio del libro de ensayos que preparaba entonces, se puso en órbita y ha estado rondando mi pequeño mundo desde entonces. Pues bien, mis creencias religiosas no han cambiado y estoy claramente a favor del mantenimiento de la monarquía en todos aquellos países que tengan un monarca; en lo referente al clasicismo y el romanticismo, descubro que esos términos no tienen ya la importancia que alguna vez tuvieron para mí. Pero aun en el caso de que la declaración de mis creencias no hubiera precisado matiz alguno con el paso de los años, no me sentiría inclinado a expresarlas del mismo modo.
Por lo que puedo deducir de referencias, citas y reimpresiones en antologías, son mis primeros ensayos los que han causado más profunda impresión. Lo atribuyo a dos causas. La primera es el dogmatismo de la juventud. Cuando somos jóvenes vemos las cosas como si estuvieran perfectamente definidas; con los años tendemos a mostrar más reservas, a matizar nuestras afirmaciones, a introducir más paréntesis. Vemos objeciones a nuestro propio punto de vista, miramos al enemigo con una tolerancia mayor y a veces incluso con simpatía. Cuando somos jóvenes confiamos en nuestro punto de vista, estamos seguros de que poseemos toda la verdad, nos mostramos entusiastas o indignados. Y los lectores, incluso los más maduros, se sienten atraídos por escritores de tal modo seguros de sí mismos. La segunda razón de la duradera popularidad de una parte de mi crítica temprana es menos fácilmente aprehensible, sobre todo por los lectores que pertenecen a generaciones más jóvenes. Tiene que ver con que, en mi crítica temprana, lo mismo en mis afirmaciones generales sobre la poesía que en los escritos que dediqué a autores que me habían influido, defendía implícitamente el tipo de poesía que mis amigos y yo escribíamos. Esto le daba a mis ensayos un aire de urgencia, el ardor de la súplica del abogado, a la que mis ensayos posteriores, más detallados —y espero que también más juiciosos—, no pueden apelar.
En su momento reaccioné, no solo contra la poesía georgiana, sino contra la crítica georgiana; escribía así en un contexto que el lector actual ha olvidado o que no experimentó jamás.
En una conferencia sobre Las vidas de los poetas de Johnson, publicada en una de mis colecciones de ensayos y ponencias, subrayaba que, para comprender los juicios de cualquier crítico de otro tiempo, era necesario observarlo en su propio contexto, tratar de ponerse en su lugar y adoptar su punto de vista. Se trata de un arduo esfuerzo de imaginación en el que, de hecho, no pueden esperarse más que éxitos parciales. No podemos desentendernos de la influencia que sobre nuestra formación han tenido las generaciones sucesivas, las inevitables modificaciones del gusto o nuestro mayor conocimiento o comprensión de la literatura que precedió a aquella que buscamos entender. Aun así, meramente hacer ese esfuerzo de imaginación y tener en cuenta las dificultades descritas vale la pena. Cuando vuelvo a mi crítica temprana, me sorprende descubrir hasta qué punto me hallaba condicionado por el estadio que la literatura atravesaba en la época en que estaba escribiendo, así como por el grado de madurez que había alcanzado yo mismo entonces, gracias a las influencias a las que me había expuesto y a la ocasión de cada uno de los ensayos. Soy incapaz de recordar todas aquellas circunstancias, de reconstruir enteramente las condiciones en las que escribía: ¡cuánto menos estará en condiciones de saber un crítico futuro de mis obras!, y sabiendo, de poder entender —y en caso de saber y entender— de compartir el interés que estas revestían para quienes las leyeron con agrado cuando aparecían por vez primera. Ninguna crítica literaria puede despertar en futuras generaciones más que curiosidad, a menos de que continúe siendo útil por sí misma en el futuro, que posea un valor intrínseco fuera de su contexto histórico. Ahora bien, si posee este valor intemporal, cuando menos en parte, entonces comprenderemos mejor su auténtica importancia si intentamos ponernos en el lugar del crítico y de sus primeros lectores. Estudiar la crítica de Johnson o de Coleridge de este modo sin duda ofrece recompensa.
A grandes rasgos, puedo dividir mi propia obra crítica en tres periodos. El primero de ellos es el de The Egoist, aquella notable revista quincenal editada y publicada por la señorita Harriet Weaver. Cuando Richard Aldington, que fungía como subdirector, fue llamado a filas, en la Primera Guerra Mundial, Ezra Pound me recomendó a la señorita Weaver para ocupar su puesto. En The Egoist apareció un ensayo llamado «Tradición y talento individual», que aún goza de una inmensa popularidad entre los editores de antologías destinadas a utilizarse como libros de texto por los estudiantes de instituto de Estados Unidos.17 Sobre mi trabajo pesaban entonces dos influencias, no tan incongruentes entre sí como podrían parecer en un primer momento: la de Irving Babbitt y la de Ezra Pound. La de Pound puede detectarse en las referencias a Remy de Gourmont, en mis ensayos sobre Henry James —autor que Pound admiraba muchísimo, pero por el cual mi entusiasmo de algún modo ha ido decayendo— y, en diversas alusiones a autores, como Gavin Douglas, cuya obra apenas conocía.La influencia de Babbitt (con el añadido posterior de T. E. Hulme y de los ensayos más literarios de Charles Maurras) es evidente en mi insistencia sobre el asunto de la oposición entre clasicismo y romanticismo.En mi segundo periodo, posterior a 1918, cuando The Egoist había llegado a su fin, redacté ensayos y reseñas para dos editores por quienes debo sentirme afortunado, puesto que ambos me encargaron siempre los libros más apropiados para reseñar. Me refiero a Middleton Murry, de la efímera Athenaeum, y a Bruce Richmond, del Times Literary Supplement. La mayoría de mis contribuciones permanecen sepultadas en los archivos de aquellos periódicos, pero las mejores, entre las que se cuentan mis principales ensayos, han sido reeditadas en las diversas antologías que se han publicado de mi trabajo crítico. Mi tercer periodo ha consistido, por una razón u otra, en conferencias públicas y ponencias, más que en reseñas y artículos.
Llegado a este punto, me gustaría trazar lo que entiendo como una importante línea divisoria entre los ensayos de generalización (como el mencionado «Tradición y talento individual») y los comentarios sobre autores individuales. Son aquellos que se engloban en esta última categoría los que, a mi parecer, tienen mejores posibilidades de conservar algún valor para los lectores futuros —y me pregunto si esta afirmación no implica en sí misma una generalización aplicable a otros críticos del mismo tipo que yo—. Sin embargo, debo establecer aquí una nueva distinción. Hace muchos años, mis editores de Nueva York publicaron una selección en bolsillo de mis ensayos sobre el teatro jacobino e isabelino. Yo mismo elegí los textos y escribí un prefacio explicando el criterio que había seguido. Descubrí que los ensayos con los que me sentía satisfecho aún eran los que tratan de los contemporáneos de Shakespeare y no aquellos que abordan al propio Shakespeare. Fue de esos dramaturgos de quienes más me aproveché en mi propia formación poética; fueron ellos —y no Shakespeare— los que estimularon mi imaginación, educaron mi sentido del ritmo y nutrieron mis emociones. Los había leído en la época en que más se ajustaban a mi temperamento y al estadio de mi desarrollo y lo había hecho con apasionado disfrute, mucho antes de abrigar el menor proyecto o de tener la menor posibilidad de escribir sobre ellos. En el periodo en que un íntimo deseo de escribir se hacía cada vez más insistente, fue a ellos a quienes adopté como tutores. Del mismo modo que el poeta moderno que más influyó en mí fue Jules Laforgue y no Baudelaire, mis poetas dramáticos favoritos fueron Marlowe, Webster, Tourneur, Middleton y Ford y no Shakespeare. Un poeta de la suprema grandeza de Shakespeare difícilmente puede constituir una influencia: tan solo puede imitársele. Y la diferencia principal entre influencia e imitación es que, mientras que la primera suele resultar fecunda, la última —en especial cuando es inconsciente— solo puede conducir a la esterilidad. (Cuando finalmente probé a hacer una breve imitación de Dante tenía cincuenta y cinco años y sabía exactamente lo que estaba haciendo. Por otro lado, la imitación de un poeta en lengua extranjera suele ser provechosa porque es sencillamente imposible.)
Hasta aquí lo que se refiere a aquellos de mis ensayos de crítica literaria que tienen, en mi opinión, más posibilidades de sobrevivir, en el sentido de que cuentan con más opciones de agradar y aun de ampliar el conocimiento futuro de los autores criticados. ¿Y qué decir de las generalizaciones y las frases que han echado raíces, como «disociación de la sensibilidad» y «correlato objetivo» que, me parece, provienen de otro artículo, sobre «la función de la crítica», escrito para The Criterion? Pasado todo este tiempo, no estoy seguro de hasta qué punto son válidas esas dos fórmulas: me veo en un compromiso cada vez que algún estudiante aplicado o un simple colegial me escriben solicitándome una explicación. El término «correlato objetivo» aparece en el ensayo «Hamlet y sus problemas» donde quizá se me pueda achacar no haber sido más cuidadoso a la hora de no resultar deliberadamente provocador. En aquel tiempo me sentía extraordinariamente próximo a aquel valiente polemista, J. M. Robertson, a raíz de sus estudios críticos sobre el drama de las épocas Estuardo y Tudor. Pero sea cual sea el futuro de estas frases y aunque sea incapaz de defenderlas ahora con plausibilidad forense, creo que en su momento resultaron útiles. Han sido aceptadas y rechazadas, quizá pronto pasen definitivamente de moda, pero a su vez han servido de estímulo al pensamiento crítico de otras personas. Y la crítica literaria, como he sugerido al principio, es una actividad instintiva de la mente civilizada. Vaticino, sin embargo, que de merecer esas fórmulas alguna consideración de aquí a un siglo será solo en su contexto histórico, para estudiosos interesados en el pensamiento de mi generación.
Me gustaría sugerir, sin embargo, que aquellas fórmulas podrían entenderse como símbolos conceptuales de ciertas preferencias emocionales. Así, mi énfasis en la tradición procedía, me parece, de mi reacción contra la poesía inglesa de los siglos XIX y principios del XX y de mi profundo interés en la poesía, lo mismo dramática que lírica, de finales del siglo XVI y principios del XVII. En cuanto al «correlato objetivo» del ensayo sobre Hamlet, puede que haya surgido de mis prejuicios contra las obras maduras de Shakespeare —sobre todo Timón, Antonio y Cleopatra y Coriolano— y contra aquellas obras tardías de Shakespeare acerca de las cuales el señor Wilson Knight escribió iluminadoramente. Y la «disociación de la sensibilidad» puede que represente mi devoción por Donne y los poetas metafísicos y mi reacción contra Milton.
De hecho, me parece que tales conceptos y generalizaciones tienen su origen en mi sensibilidad. Surgen de mi sentimiento de afinidad con cierto poeta o con cierta clase de poesía en vez de otra. No me atrevo a asegurar que esto que digo es igualmente válido en el caso de otros tipos de crítico distintos de mí mismo, o incluso en el caso de otros críticos parecidos a mí, es decir, poetas que también escriben ensayos críticos. Sin embargo, cuando se trata de autores del ámbito de la estética, me siento siempre inclinado a preguntar: «¿Qué obras literarias, pinturas, esculturas, arquitectura y música son las que este teórico realmente disfruta?». Podemos, desde luego —y este es uno de los peligros a los que se expone el crítico filosófico de arte—, adoptar una teoría y después persuadirnos de que nos gustan las obras de arte que casan con esa teoría. Sin embargo, estoy seguro de que en mi caso la teorización ha sido un epifenómeno de mis gustos y, con independencia de su validez, procede de mi experiencia directa de aquellos autores que influyeron profundamente en mi propia escritura. Por supuesto, soy consciente de que mi «correlato objetivo» y mi «disociación de la sensibilidad» tienen que ser rebatidos o apoyados en su propio nivel de abstracción y de que aquí no he hecho otra cosa que indicar cual podría haber sido su génesis. También sé que dando cuenta de ellas de este modo no hago sino generalizar sobre mis generalizaciones. Pero estoy seguro de una cosa: que he escrito mejor cuando me he ocupado de escritores que han influido en mi propia poesía. Y si digo «escritores» y no solo «poetas» es porque incluyo entre ellos a F. H. Bradley, cuya obra —debería decir: cuya personalidad, tal como se manifiesta en sus obras— me afectó profundamente, y al obispo Lancelot Andrewes, de uno de cuyos sermones, dedicado a la Natividad, tomé muchos versos de mi «El viaje de los magos» y de cuya prosa puede que haya un pálido reflejo en mi Asesinato en la catedral. De hecho, incluyo a todos aquellos escritores, ya sea en verso o en prosa, cuyo estilo me ha afectado profundamente. Tengo esperanzas de que estos ensayos sobre escritores que han influido en mí conserven algún valor incluso para futuras generaciones que rechacen o ridiculicen mis teorías. De joven, pasé tres años estudiando filosofía. ¿Qué me queda de aquellos estudios? El estilo de tres filósofos: el inglés de Bradley, el latín de Spinoza y el griego de Platón.
A causa de los ensayos dedicados a poetas particulares he empezado a considerar la cuestión: ¿hasta qué punto puede el crítico incidir en el gusto del público en relación con uno u otro poeta, con uno u otro periodo de la literatura del pasado? ¿Hasta qué punto he sido yo mismo responsable de despertar el interés y promover la valoración de los poetas dramáticos del XVI o de los poetas metafísicos? En tanto crítico, estoy obligado a responder: muy poco. Desde luego, debemos distinguir entre gusto y moda. La moda, el amor al cambio por el cambio mismo, el deseo de novedad, son pasajeros; el gusto procede de una veta más profunda. En cualquier idioma en el que, como en el nuestro, se haya escrito poesía a lo largo de muchas generaciones, las preferencias de cada generación con respecto a sus clásicos sin duda variarán. Algunos escritores del pasado estarán más próximos al gusto de las generaciones vivas que otros, y es probable que nuestra época sienta mayor afinidad con determinados periodos del pasado que con otros. A un lector joven o a un crítico de gusto poco cultivado, los favoritos de su generación le parecerán mejores que los de la generación anterior; un crítico más consciente es capaz de reconocer que se trata de un asunto de simpatía, no de mérito. Una de las funciones del crítico es ayudar a que el público letrado de su época consiga reconocer su afinidad con cierto poeta, con cierto tipo de poesía o con la poesía de cierta época en vez de otra.
El crítico, sin embargo, no crea el gusto. Con frecuencia se me ha atribuido haber puesto en boga a Donne y a otros poetas metafísicos, lo mismo que a los poetas menores isabelinos y jacobinos. Sin embargo, no fui yo quien descubrió a ninguno de ellos. Coleridge y Browning, en su momento, admiraron a Donne; en lo referente al resto, se lo debemos a Lamb; y los entusiastas elogios de Swinburne no carecen de mérito crítico. A Donne no le ha faltado jamás publicidad en nuestra época: los dos volúmenes de Life and Letters, de Gosse, aparecieron en 1899 y recuerdo que siendo estudiante de primero en Harvard, el profesor Briggs, un ardiente admirador del poeta, me introdujo en la poesía de Donne, que Grierson publicó en dos volúmenes en 1912.28 Poco después, una reseña de Metaphysical Poetry, de Grierson, me dio la ocasión de escribir mi primer texto sobre Donne. Creo que, si he escrito algo que valga la pena sobre los poetas metafísicos, ha sido a causa de su profunda influencia sobre mí. Y si de algún modo he motivado un interés mayor por ellos se debe a que ningún poeta que los haya elogiado antes que yo ha estado más influido por su poesía que yo mismo. Al tiempo que se difundía el gusto por mi poesía, se difundía también el gusto por la de los poetas a los que debo más y sobre los cuales he escrito. El gusto de una época hizo afines su poesía y la mía por un momento. Y en ocasiones me pregunto si ese momento no está llegando a su fin.
Ciertamente, tengo también una deuda enorme —que siempre he reconocido— con algunos poetas franceses de finales del siglo XIX sobre los que no he escrito jamás. He escrito sobre Baudelaire, pero no sobre Jules Laforgue, a quien debo más que a cualquier otro poeta, sin distinción de idioma; ni sobre Tristan Corbière, a quien también debo algunas cosas. No se me ocurre otra razón para esas omisiones que la ausencia de un encargo. Porque todos aquellos primeros ensayos los escribí a cambio de dinero —un dinero que sin duda necesitaba— y con ocasión de la aparición de un nuevo libro sobre determinado autor, una nueva edición de sus obras o un aniversario.
He respondido la pregunta por el grado de influencia que un crítico puede tener sobre el gusto de su época hablando solo por mí, diciendo que no me parece que mi propia crítica haya tenido —o pudiera haber tenido—, ninguna influencia, de no haber sido por mis poemas. Me gustaría volver ahora a la cuestión: ¿hasta qué punto y de qué manera cambian los gustos y perspectivas del crítico en el curso de su propia vida? ¿Hasta dónde ciertos cambios indican madurez o decadencia y cuándo pueden considerarse meros cambios, sin que sean para bien o para mal? Hablando de nuevo tan solo por mí, me atrevería a decir que mi opinión sobre los poetas que me influyeron en la época de mi formación permanece inalterada y mi estima por ellos no ha disminuido en lo más mínimo. Ciertamente, ya no me producen la misma emoción intensa, la misma sensación de amplitud y liberación que nace de un descubrimiento que es, a un tiempo, descubrimiento de uno mismo. Aquella experiencia solo puede tener lugar una vez. De hecho, con frecuencia vuelvo a otros poetas y no a estos, buscando deleite. Suelo releer a Mallarmé, más que Laforgue, a George Herbert, más que a Donne, a Shakespeare, más que a sus contemporáneos y epígonos.30 Esto implica por necesidad mayor estima de unos en detrimento de los otros: meramente se trata de que aquello que mejor responde a mis necesidades actuales, las de la edad mediana y la madurez, es distinto a lo que me nutría en mi juventud. Shakespeare es tan enorme, sin embargo, que la duración de una vida no basta para alcanzar la madurez necesaria para apreciarlo en su justo valor. En todo caso, hay un poeta que me impresionó muchísimo a los veintidós años, cuando comencé a escrutar sus versos pese a tener un conocimiento bastante rudimentario de su idioma. Se trata de un poeta que aún hoy me sorprende y reconforta, incluso a pesar de que mi manejo del idioma en que escribió continúa siendo rudimentario: me refiero a Dante. Creo que en mi juventud la asombrosa economía y claridad de la lengua de Dante —una flecha que se dirige infalible a su blanco— funcionó como un saludable correctivo para las extravagancias de los poetas isabelinos, jacobinos y carolinos que tanto me gustaban.
Quizá lo que intento decir sea verdad para toda crítica literaria; estoy seguro de que lo es en mi caso: mis mejores escritos son aquellos que tratan de los autores que en su momento admiraba más. Y enseguida, aquellos que tratan de autores que, si bien admiro, poseen cualidades con las que otros críticos podrían discrepar. No necesito que nadie confirme lo que he dicho sobre los isabelinos menores; en cambio, siempre me interesa saber qué piensan otros críticos de poesía de lo que escribí sobre Tennyson o sobre Byron. En cuanto a mis críticas sobre escritores menos relevantes, es difícil que sobrevivan, porque la gente no estará interesada en los autores sobre los que tratan. Y la censura a un gran escritor —uno cuyas obras han superado la prueba del tiempo— suele estar influenciada por consideraciones distintas a las literarias. La personalidad de Milton, así como sus ideas políticas y teológicas, le resultaba profundamente antipática a Samuel Johnson, tanto como a mí. (A pesar de todo, cuando escribí mi primer ensayo sobre Milton, consideré su poesía como tal poesía y en relación con lo que entonces consideraba las necesidades de mi época; y cuando escribí el segundo no pretendía que fuera una retractación de mis opiniones iniciales —tal como asumió, entre otros, Desmond MacCarthy—, sino un desarrollo de estas a la luz del hecho de que no existía ya ninguna posibilidad de que alguien lo imitara, lo que hacía posible estudiarle provechosamente. Esta referencia a Milton es un mero paréntesis.) No me arrepiento de lo que alguna vez escribí sobre Milton, pero cuando la mentalidad de un autor me resulta tan antipática como la de Thomas Hardy me pregunto si no hubiese sido mejor no haber escrito jamás sobre él.
Quizá mi juicio sea menos fiable cuando se trata de escritores que son contemporáneos o casi contemporáneos que sobre escritores del pasado. Lo cierto es que mi estima por el trabajo de mis contemporáneos y el de los más jóvenes con los que siento afinidad no se ha modificado en absoluto. Solo hay una figura contemporánea frente a la cual, me temo, mi mente oscilará siempre entre la antipatía, la exasperación, el aburrimiento y la admiración: me refiero a D. H. Lawrence.
Mis opiniones sobre Lawrence parecen formar una trama de elogios y execraciones. Mis más vehementes censuras se han preservado, como las moscas en el ámbar o las avispas en la miel, gracias a la diligencia del doctor Leavis. Los dos pasajes que él cita corresponden a 1927 y 1933; pero recuerdo que, en 1931, dirigí mi dedo acusador —un tanto pomposamente— a los obispos reunidos en asamblea en la Lambeth Conference, reprochándoles que «perdieran la oportunidad de deslindarse de la condena a dos muy serios y propositivos escritores»; me refería al señor James Joyce y el señor D. H. Lawrence. No soy capaz de responder a esas aparentes contradicciones. El año pasado, en el caso Lady Chatterley, expresé mi disposición a declarar como testigo de la defensa. Quizá el abogado defensor obró de manera juiciosa al no citarme entre los testigos, teniendo en cuenta que probablemente me habría resultado difícil explicar mi punto de vista al jurado en un interrogatorio como ese y un fiscal convenientemente astuto podría sin duda haber conseguido arrinconarme. Igual que hoy, pensaba entonces que la persecución de un libro como aquel —de serias e irreprochables intenciones morales— suponía un desatino cuyas consecuencias no podían ser sino desafortunadas, con independencia de cuál fuera el veredicto, puesto que implicaban que se diera al libro una clase de publicidad completamente detestable para su autor. Sin embargo, sigo sintiendo antipatía por Lawrence a causa de su conducta, que considero egoísta, a una veta de crueldad que descubro en su temperamento y a un defecto que comparte con Thomas Hardy: la falta de sentido del humor.
Si he hecho referencia a mis opiniones sobre la obra de Lawrence es porque creo conveniente recordar que, en lo referente a la crítica literaria, es imposible permanecer completamente imparciales y que existen otros patrones, aparte del «mérito literario», que debemos tener en cuenta. Volviendo al caso Chatterley, es muy llamativo que algunos testigos de la defensa respaldaran el libro apelando a las intenciones morales de su autor, en vez de aludir a su importancia como obra literaria.
En la mayor parte de lo dicho hasta ahora, sin embargo, me he empeñado en limitarme a esa parte de mi propia prosa crítica que resulta más claramente definible como «crítica literaria». ¿Cuáles serían, en resumen, las conclusiones a las que he llegado después de releer la parte de mi trabajo que se ajusta a esa etiqueta? He descubierto que mis mejores trabajos caen en un territorio muy estrecho: mis mejores ensayos son aquellos que se ocupan de escritores que han influido en mí como poeta y que, naturalmente, son poetas también. Y es de esa parte de mi crítica, dedicada a escritores con los que tengo alguna deuda y que puedo elogiar sin reservas, de la que estoy más seguro con el paso de los años. Con respecto a las fórmulas que con tanta frecuencia se han citado, solo puedo decir que estoy convencido de que su fuerza proviene del hecho de que representan intentos de resumir, conceptualmente, la intensa experiencia que he vivido con la poesía que me es más afín.
Sé que es arriesgado —y quizá también presuntuoso— generalizar a partir de mi propia experiencia, aunque me refiera a críticos del mismo tipo que yo, esto es: escritores fundamentalmente creativos que, sin embargo, reflexionan sobre su propia vocación y sobre el trabajo de otros. Admito que estoy mucho más interesado en lo que otros poetas han escrito sobre la poesía que en lo que sobre ese asunto han escrito otros críticos que no son poetas. He sugerido, además, que es imposible separar la crítica literaria de la crítica de otro tipo de asuntos y que las opiniones morales, religiosas y sociales no pueden excluirse por completo. La posibilidad de que el mérito literario pueda valorarse aisladamente no es más que una ilusión de aquellos que creen que ese mérito es suficiente para justificar la publicación de un libro moralmente condenable. Sin embargo, lo más aproximado a la crítica literaria pura que podemos alcanzar es la crítica de los artistas que escriben sobre su propio arte, por eso vuelvo con frecuencia los ojos a Johnson, a Wordsworth y a Coleridge. (Paul Valéry es un caso especial.)36 Puede que en otros tipos de crítica el historiador, el filósofo, el moralista, el sociólogo o el gramático tengan un importante papel, pero en lo tocante a la crítica estrictamente literaria, no tengo duda de que aquello que los artistas dicen de su propio arte posee la mayor intensidad y el mayor crédito, aunque su área de competencia sea más estrecha. Creo que, en mi propio caso, solo he hablado con autoridad (si la frase no sugiere arrogancia) de aquellos autores —sobre todo poetas, y unos cuantos escritores en prosa— que han influido en mí, que en el caso de otros autores que no me han influido, mis opiniones pueden tomarse en serio y que aquellas que he vertido sobre autores que no me gustan en absoluto pueden que sean —en el mejor de los casos— bastante discutibles.
Para terminar quisiera insistir en que he dirigido mi atención a mi crítica literaria qua literaria y que un estudio de mis creencias religiosas, sociales, políticas o morales y de aquella extensa porción de mi prosa directamente vinculada con estas sería un ejercicio bien distinto de autoexamen. En todo caso, espero que lo dicho hoy sugiera algunas razones por las cuales, conforme un crítico se va haciendo mayor, sus escritos pueden mostrar un entusiasmo menos vivo y, sin embargo, ganar en interés y —así lo espero— también en sabiduría y humildad.
[1961]
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Mantiene convocatoria, resonancias exegéticas fértiles. Gracias por el acceso.