t. s. eliot: la nueva perspectiva, el viejo problema

ramón bordoli dolci

 

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La poesía eliotiana es siempre un producto elitista en la medida en que quiebra los modelos de composición tradicionales. El poeta inaugura un nuevo concepto de composición, tan absolutamente nuevo, que es dable de calificarse, en muchos casos, como hermético y oscuro. El resultado de su trabajo no es un producto signado por la momentaneidad, sino que responde a un esmerado trabajo de elaboración y corrección: el artista busca siempre el término justo que delimite el concepto preciso.

Ante una escritura de tal índole se exige un lector culto, capaz de superar los obstáculos de una compleja arquitectura. El poeta incluye en su creación elementos que pertenecen a la tradición literaria: citas, alusiones, paráfrasis, que acercan el pasado remoto a la actualidad.

La crítica especializada ha valorado de distinta manera la mención de parcelas de texto ajenas a la autoría del poeta; incluso el propio autor llega a señalar, como pasa en «La tierra baldía», de dónde las extrae y por qué las menciona. Subyace en su lírica la convicción de que el poeta es el vértice donde confluyen las diversas unidades que conforman el mapa de las distintas culturas de las cuales el hombre, y más aún el poeta, es un heredero forzoso.

Según Friedrich «la !frica moderna es rica en composiciones llenas de resonancia universal, poética, mítica y arcaica. En ella es lícito que aparezcan reminiscencias folclóricas y que reaparezcan asuntos y leyendas medievales ( … ) con todo, estos fenómenos no derivan ya de una auténtica vinculación con la tradición, que presupondría el sentirse identificado con una época histórica unitaria y cerrada. Esta clase de experiencias, adaptaciones y citas son sólo restos espectrales, recogidos al azar, de un pasado en ruinas, pero su efecto es el del caos».

 

T.S. Eliot tiene una forma peculiar de resucitar aquellos monumentos culturales -personajes, obras, autores- que se transforman en referencia obligada de su propia creación poética. No recicla el mensaje vetusto reconvirtiéndolo en nuevo, sino que lo transcribe reconociendo, de distintos modos, con quién ha contraído la deuda. Ahí radica, precisamente, su nueva perspectiva, su innovación.

El discurso que escoge de la tradición es la malla en la que teje el nuevo y original dejando los resquicios suficientes para que el lector capte la urdimbre y aprecie cómo la cita, muchas veces es un pretexto para relanzar su mensaje en el cual lo intelectual deslíe cualquier exuberancia emocional. Eliot logra el distanciamiento adecuado y suficiente que le permite ironizar, dejando caer sobre personajes y situaciones una critica mirada oblicua:

 

»Miss Helen Slingsby era mi tía solterona

y vivía en una casita cerca de una plaza elegante

cuidada por su servidumbre en número de cuatro.

Ahora que murió, hubo silencio en los cielos

y silencio en su extremo de la calle.

El reloj de Dresden siguió tictaqueando

en la repisa de la chimenea

y el lacayo se sentó encima de la mesa del comedor

con la segunda doncella en las rodillas,

ella, que siempre tuvo tanto cuidado

mientras vivió su señora.

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La lírica suele estar unida a un número impreciso de asociaciones que terminan por incluir, aunque parcialmente, al poeta y su anecdotario particular. En el caso de Eliot no ocurre esto porque sus asociaciones, esas que interrumpen o que apuntalan el discurrir de sus versos pertenecen a tiempos distintos. De esta manera el poeta logra escabullirse con facilidad: oculta la lírica del corazón y exhibe una poesía afincada en conceptualizaciones: Su yo reflexivo o intelectual entre en colisión con su yo lírico que es el que le llevaría a expansionarse sobre su estatura humana y sentimental.

Bien es cierto que, a veces, el poema incluye algunas valoraciones relacionadas con la idea que el poeta tiene de si mismo:

»Y claro que habrá tiempo de preguntarse «¿Me atrevo?’, y «¿Me

atrevo?’, tiempo de volver atrás y bajar la esca-

lera, con un claro de calvicie en medio de

mi pelo (dirán: «¡Cómo le está clareando el

pelo!»), mi chaquet, mi cuello duro subiendo

firmemente hasta la barbilla, ( … )

¿Me atrevo 

a molestar al universo?

En un minuto hay tiempo

de decisiones y revisiones que un

minuto volverá del revés»

 

Quizá sea este tipo de apreciaciones las que pueden indicar el panorama del hombre T.S. Eliot, pero siempre su carácter paródico encumbre férreamente su identidad. No se trata de un recurso meramente lúdico el que lleva al poeta a construir su texto con asociaciones e interpolaciones procedentes de lecturas cuya secuencia temporal y su relevancia, a las que imbrica con experiencias vivenciales que impresionaron su mente con imágenes a las que luego recurrirá presentizándolas en composiciones desvinculadas de la situación empírica original.

Este explicaría la enumeración caótica que muchas veces caracteriza su poesía. Retales de ayeres se actualizan en el acto creativo; tal fragmentarismo dificulta la ilación que permitirla reconstruir las distintas secuencias de una anécdota precisa que, de esta forma, permanece enmascarada, salvaguardada

»La memoria arroja y deja en seco

una multitud de cosas retorcidas;

una rama retorcida en la playa,

devorada, lisa, y pulida

como si el mundo rindiera

el secreto de su esqueleto,

rígido y blanco

Un muelle roto en el solar de una

fábrica,

óxido que se agarra a la forma que la

fuerza ha dejado dura y enroscada y dispuesta a dispa-

rarse»

 

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Para cerrar este inciso es necesario insistir sobre dos puntos: la certeza que tiene Eliot de que la significación completa de un poeta estaba en relación directa con su reconocimiento del vinculo que le ataba a los pilares del pensamiento poético, religioso y filosófico; y el principio de libertad individual que permite al creador estructurar su discurso poético de acuerdo al concepto de sensibilidad unificada.

La nueva perspectiva estructural y semántica también va unida a su visión particular de la relación del hombre con la divinidad.

No es la estatura personal del poeta la que se erige como incidencia poética, sino el espectáculo desolador que brinda los vínculos entre los hombres y Dios.

Pesimismo y desesperanza jalonan los primeros poemas; más tarde la esterilidad, el abandono de la religión, dejan paso a la contrición, a la plegaria y a la redención. Dentro de este panorama espiritual que va desde el agnosticismo hasta la fe está presente la ciudad como elemento de desertización espiritual, de caída, en cuanto que es en ella donde se trastocan los valores elevados en beneficio de los materiales; la ciudad es activadora de apetencias degeneradoras del lazo de comunión; su presencia incontrolable distrae al hombre y lo alejan de la fe:

 

»NI estuve en las Puertas Calientes

ni combatí en la cálida lluvia

ni me metí hasta la rodilla en el pan·

tano salobre, blandiendo un machete,

picado de moscas, combatiendo.

Mi casa es una casa echada a perder,

y el judío se encuclilla en el alféizar de

la ventana, el propietario engendrado en algún cafetucho de

Amberes,

lleno de ampollas en Bruselas, remen-

dado y pelado en Londres»

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T.S. Eliot estaba atrincherado en el anglo catolicismo -aunque no es absolutamente descartable que experimentara una crisis religiosa- y eso le permitía contemplar el espectáculo de sus congéneres e incluso denunciar el desacato. Muchos de los variados personajes que conforman una galena antiheróica de la humanidad pueden ser paradigmáticos de la apatía que domina al hombre, unilateralmente interesado en solventar sus beneficios en el más acá.

Su presencia manifiesta el descontento del poeta frente a un estado de cosas; sus apreciaciones proceden de un pensamiento ético que se apoya en el religioso. Las fracturas morales no sólo atañen al hombre sino que también queda involucrada la Iglesia:

»El hipopótamo de ancho lomo

descansa la panza en el fango;

aunque nos parezca tan

firme es meramente carne y sangre( … )

Sangre del Cordero le dejará limpio y

lavado

y le abrazarán brazos celestiales,

entre los santos se le verá

tocando en su arpa de oro.

Quedará lavado y blanco como la nie·

ve, besado por todas las vírgenes martiri·

zadas, mientras la Verdadera Iglesia queda

abajo envuelta en la vieja niebla de mías-

mas.

 

El poema «El Hipopótamo» no tiene desperdicio y su valor simbólico no origina dificultades debido a la antítesis que organiza el poema: el hombre descaminado y en su más intuitiva y fiera animalidad tiene su réplica en una Iglesia que no sigue el verdadero camino y traiciona la palabra de Jesús. La ironía y la acusación rayan la blasfemia, al insistir sobre el inmovilismo de la institución eclesiástica.

 

La publicación de La tierra baldía» constituye una certificación de un estado de cosas que caracteriza una época dentro de la cual el hombre es un microcosmos desligado las más veces de la fuerza superior que rige el cosmos. Hombre y sociedad están sujetos a un proceso cíclico de armonía y desestabilización que los emparenta con los mitos antiguos de la muerte y le regeneración presentes en los ritos de la fertilidad de las culturas orientales.

Vida, muerte y resurrección también pertenecen al Evangelio y a la doctrina de la Iglesia. Se trata de esquemas que intentan dar una explicación de los porqués que acucian al hombre y a los que se ha llegado en el momento en que se abandonaron los intereses individuales por los colectivos.

«Ese cadáver que plantaste el año

pasado en tu jardín,

¿ha empezado a retoñar? ¿Florecerá

este año?

¿O la escarcha repentina le ha estro-

peado el lecho?

¡Ah, mantén lejos de aquí el Perro,

que es amigo del hombre,

o lo volverá a desenterrar con las

uñas!

¡Tú! hypocrite lecteur! -mon sembla-

ble, -mon frère!

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Eliot es un poeta que percibe los hilos que entretejen su época y transcribe su espíritu peculiar; festejaba como la salida del primer caos del s. XX se transformada, paradójicamente, en ancha puerta para el segundo. A la euforia le siguen la depresión y el rearme; la esperanza revierte en desesperación, la plegaria en imprecación; el hombre es un erizo que se repliega y se desvincula de las notas mínimas de religiosidad.

Europa es el escenario terrenal de aquella terrible visión de Dante -«Divina Comedia: Infierno· canto Ill»- en la cual los hombres que se habían despreocupado del hombre recibían el castigo más ingrato: correr tras una bandera que nada significa mientras, en su desnudez, eran asaetados por moscas y avispas y su sangre no llegaba a tocar el infierno porque era devorada por los gusanos que cubrían el suelo:

«Somos los hombres huecos

somos los hombres rellenos

apoyados uno en otro

la mollera

llena de paja. ¡Ay !

Nuestras voces resecas, cuando

susurramos juntos

son tranquilas y sin significado( … )

Esta es la tierra muerta

esta es fa tierra cactus

aquí se elevan las imágenes

de piedra, aquí reciben

la súplica de la mano de un muerto

bajo el titilar de una estrella que se

apaga»

Estas criaturas, homologables con los indiferentes, prefieren permanecer ajenos a cualquier acto de comunicación «inter pares» porque ello implicaría riesgo.

Evitan el compromiso con el prójimo y el propio reconocimiento de su estatura humana. No obstante la esterilidad espiritual, el poema intenta, en la medida que existe el reconocimiento del pecado, aproximarse a la oración, al vínculo que restituye la unión primigenia entre creador y criatura. El confesado espíritu conservador de Eliot se detecta en ese horror a la masa que no siempre olió a fascismo; el orden europeo también receló del nuevo estado que habla eclosionado en Rusia antes de finalizar la Gran Guerra.

El mundo de Eliot está poblado de símbolos de poder; ornatos que encubren el horizonte y que conducen al hombre a un amplio abanico de posibilidades que van desde la indiferencia a la penitencia. El poeta comprende el peligro que implica el yerro e intenta reorganizar, cuando esto es posible, el universo religioso de sus personajes. Hombre de fe, actúa movido por un anhelo que no es mancomunador ni totalizador porque parte de un estado de cosas, marcado por la descomposición -individual o colectiva- de los órdenes moral, religiosos y político. El carácter expositlvo e intelectual difumina, algunas veces, la linde entre poesía y prosa; otras, el lirismo es tan hondo que suena a himno.

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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