t.s. eliot
la tradición y el talento individual
1919
Selected essays (1917-1932)
la tradición y el talento individual
Quienes escribimos en lengua inglesa rara vez hablamos de tradición, aunque en
ocasiones utilicemos ese término para deplorar su ausencia. Nosotros no podemos
referirnos a la tradición o a una tradición; cuando mucho, empleamos la palabra como
adjetivo para decir que la poesía de este o aquel autor es «tradicional», o incluso
«demasiado tradicional». Pocas veces, en verdad, aparece esta palabra a no ser en una
frase de censura. Y si lo hace, implicará un modo vago de aprobación, corno el que damos
a una obra ya reconocida o a algún agradable trabajo de reconstrucción arqueológica.
Difícilmente lograríamos que esta palabra suene bien a oídos ingleses sin esta conocida y
tranquilizadora referencia a la Arqueología.
Ciertamente no es muy probable que esta palabra aparezca en nuestros juicios sobre
escritores vivos o muertos. Cada nación, cada raza, posee no sólo su propio sesgo
creativo, sino su propio sesgo mental crítico. Se está menos consciente de los defectos y
limitaciones de los hábitos críticos, que de aquellos del genio creativo. Conocemos, o
creemos conocer, a partir de la enorme masa de escritos críticos aparecidos en francés, los
métodos y las costumbres críticas de los franceses. Decimos, sencillamente, (así de
inconscientes somos) que los franceses son más críticos que nosotros, y en ocasiones
incluso nos jactamos un poco de ello, como si eso hiciera a los franceses menos
espontáneos. Quizá lo son, pero debiéramos recordarnos a nosotros mismos que la crítica
es tan necesaria como la respiración, y que no deberíamos ser los peores a la hora de
comprender lo que pasa en nuestra mente cuando leernos un libro o nos emocionamos con
él, o a la hora de analizar nuestras propias ideas al desarrollar un trabajo critico. Uno de
los aspectos que pueden venir a iluminar este proceso es nuestra tendencia a insistir,
cuando elogiamos a un poeta, en esos aspectos de su labor en que menos se parece a algún
otro. En esos aspectos o partes de su trabajo pretendemos encontrar lo que le es único, la
esencia particular de ese hombre. Vemos con satisfacción lo que diferencia al poeta de sus
predecesores, sobre todo, de sus predecesores inmediatos; nos empeñamos en encontrar
algo que pueda ser aislado para poder disfrutarlo. No obstante, si nos aproximáramos a un
poeta sin este prejuicio encontraríamos frecuentemente que no sólo lo mejor, sino que las
partes más personales de su trabajo pueden ser aquellas en que los poetas muertos, sus
ancestros, hacen valer su inmortalidad de manera más vigorosa. No me refiero aquí al
periodo impresionable de la adolescencia, sino al periodo de madurez plena de los poetas.
Si la única forma de tradición, de entrar en tratos con ella, consistiera en proseguir
las formas de la generación inmediata anterior en una ciega o tímida adhesión a sus
logros, entonces la tradición debería ser positivamente desincentivada. Hemos visto
muchas pequeñas corrientes perderse pronto en la arena, aunque lo novedoso es mejor que
la repetición. Pero la tradición es un asunto de una significación mucho más amplia. No
puede ser heredada, y si deseamos adueñarnos de ella, sólo podremos lograrlo a través de
un arduo trabajo.
la tradición es un asunto de una significación
mucho más amplia.
No puede ser heredada, y si deseamos
adueñarnos de ella,
sólo podremos lograrlo a través de un arduo
trabajo.
La tradición implica, en primer lugar, el sentido histórico, el cual
podríamos considerar casi del todo indispensable en alguien que continuara siendo un
poeta más allá de los veinticinco años. El sentido histórico también implica una
percepción, no sólo de la lejanía y lo irrecuperable del pasado, sino de su permanencia en
el presente. El sentido histórico obliga a un hombre a escribir no sólo con su propia
generación metida en los huesos, sino con un sentimiento que la totalidad de la literatura
europea, desde Hornero, le proporciona, así corno con la totalidad de la literatura de su
propio país, las cuales poseen una existencia y un orden simultáneos. Este sentido
histórico de lo eterno y lo pasajero, así como de lo eterno y de lo pasajero a la vez, es lo
que le da su lugar en la tradición a un escritor, lo que lo hace más agudamente consciente
de su lugar en el tiempo, de su propia contemporaneidad.
Ningún poeta, ningún artista de ninguna disciplina, alcanza una completa
significación por sí solo. Su significación, su valor es la apreciación de su relación con los
poetas y los artistas muertos. No puede valorársele a él solo, debe dársele un lugar por
contraste y comparación con los muertos. Quiero dejar bien claro que esto es un principio
estético, no simplemente histórico o puro criticismo. La necesidad que deberá conformar,
a la que deberá dar coherencia, posee más de una cara. Lo que sucede cuando una nueva
obra artística es creada es algo que le ocurre simultáneamente a todas las obras artísticas
que la han precedido. Los monumentos existentes conforman un orden ideal entre ellos
mismos, el cual es modificado por la introducción de una nueva obra de arte, realmente
nueva, entre ellos. El orden existente está completo antes de que las nuevas obras
aparezcan; con el fin de perdurar después de la irrupción de la novedad, la totalidad del
orden existente debe ser, así sea ligeramente, alterado. Las relaciones, proporciones y
valores de cada obra de arte respecto al conjunto sufren un reajuste, igual que la
conformidad entre lo viejo y lo nuevo. Cualquiera que haya aceptado esta idea de orden,
de la forma de lo europeo, de la Literatura Inglesa, no encontrará absurdo que el pasado
pueda ser alterado por el presente tanto como el presente es dirigido por el pasado. El
poeta que es consciente de esto, estará consciente de las grandes dificultades y
responsabilidades.
De cierta forma, estará también consciente de que debe ser juzgado,
inevitablemente, con los estándares del pasado. Digo juzgado, no cercenado, amputado
por ellos; no juzgado para saber si es tan bueno como, o peor, o mejor que los muertos. Y
ciertamente no juzgado con los cánones de los críticos del pasado. Es un juicio, una
comparación en la cual dos cosas son medidas la una por la otra. Aceptarlas sin reparos,
sería no aceptar del todo las nuevas obras de arte, asumir que no hay nada nuevo, ni por
consiguiente, obras de arte. No diremos que lo nuevo es más valioso sólo porque se adapta
mejor a la actualidad, sino que su adaptabilidad es una prueba de su valor. Una prueba, en
verdad, que sólo puede ser aplicada lenta y precavidamente, porque ninguno de nosotros
es un juez infalible de lo generalmente aceptado. Decimos que es algo conforme a la
tradición y es quizás algo individual; o decimos que es algo individual pero en realidad es
algo conforme a las obras del pasado. Difícilmente diremos que es sólo una cosa y no la
otra.
Para avanzar en una exposición más inteligible de la relación del poeta con el
pasado, tenemos que decir que éste no puede considerar el pasado en masa, como un
cúmulo indiscriminado de hechos, ni puede formarse debidamente dentro de una o dos
preferencias personales, ni educarse del todo prefiriendo un solo periodo histórico. El
primer camino es inadmisible, el segundo es una nada despreciable experiencia de
juventud y el tercero es un satisfactorio y hasta deseable complemento. El poeta debe estar
perfectamente consciente de la corriente principal de la historia, la cual no siempre fluye a
través de las reputaciones más distinguidas. Debe tener bien claro el hecho obvio de que el
arte nunca progresa, pero que la materia del arte nunca es totalmente la misma; que el
pensamiento de Europa — o el de su propio país— , un pensamiento que el poeta aprende
en su momento para que sea mucho más importante que el suyo propio y privado— es un
pensamiento que cambia y que este cambio es un desarrollo que no abandona nada en el
camino, que no otorga la preponderancia a Shakespeare o a Hornero, ni a los dibujos en la
roca de los hombres paleolíticos de la cultura magdalena. Sabe que este aparente
desarrollo — refinamiento quizá, complicación ciertamente—, no es, desde el punto de
vista del artista, una mejora. Que no lo es siquiera desde el punto de vista psicológico, o
no al grado que imaginamos en primera instancia. O quizá sólo lo sea en uno de sus
extremos, si atendemos la sofisticación de los aspectos económicos que lo generaron o de
las herramientas con que fue realizado. Pero la diferencia entre el presente y el pasado es
que el presente consciente es una inconsciencia del pasado en un sentido y en una
extensión que la misma inconsciencia del pasado no puede mostrar.
Alguien dijo que «los escritores muertos nos resultan lejanos porque sabemos
mucho más que ellos». Aunque habría que precisar que es gracias a ellos, precisamente,
que sabemos.
Soy consciente de una objeción usual a lo que es, sin duda, parte de mi programa
en este oficio de la poesía. La objeción es que la doctrina requiere una ridícula cantidad
de erudición —y pedantería— , una demanda que puede ser rechazada apelando a las vidas
de los poetas de cualquier panteón. Puede ser afirmado incluso que demasiado aprendizaje
puede quitar brillo o pervertir la sensibilidad poética. Pese a ello, nos mantenemos en la
creencia de que un poeta debería saber todo lo posible, sin entorpecer su receptividad, ni
su ocio indispensable. No es deseable confinar el conocimiento, para su examen, a
cualquier cosa que pueda ser mostrada como un desarrollo útil, a las galerías de pintura, o
a los todavía más pretenciosos usos de la publicidad. Si alguien quiere absorber
conocimiento, entonces debe esforzarse muchos años por él. Shakespeare adquirió más
conocimiento histórico esencial de Plutarco, que el que muchos hombres podrían obtener
de todo el Museo Británico. Debemos insistir en que el poeta debe desarrollar, procurarse
la conciencia del pasado y en que debería continuar desarrollándola a lo largo de su
carrera.
Lo que ocurre es un continuo triunfo sobre sí mismo, un dejar de ser para
convertirse en algo más valioso. El progreso de un artista es un continuo auto sacrificio,
una continua extinción de la personalidad.
Ahí permanece hasta comprender este proceso de despersonalización y su relación
con el sentido de la tradición. Es en esta despersonalización, podría decirse, que el arte se
aproxima a la ciencia. Por consiguiente, los invito a considerar, como una sugestiva
analogía, el fenómeno que ocurre cuando un trocito de una fina hoja de platino es
introducido en una cámara que contiene oxígeno y dióxido de sulfuro.
II
La critica honesta y los juicios realizados con sensibilidad, están dirigidos no sobre el
poeta, sino sobre la poesía. Si atendemos a las exclamaciones confusas de los críticos en
el periódico, y el rumor de la repetición popular que le sigue, escucharemos nombres de
poetas en gran cantidad. Pero si buscamos no los que nos dice una autoridad sino el
disfrute de la poesía, y nos lanzamos a la búsqueda del poema, probablemente lo
encontraremos. He tratado de resaltar la importancia de la relación del poema con otros
poemas de otros autores, y sugerido la concepción de la poesía corno un sistema viviente
conformado por toda la poesía que ha sido escrita. El otro aspecto de esta Teoría
impersonal de la poesía es la relación del poema con su autor. Y sugiero por analogía, que
la mente del poeta maduro difiere da la del inmaduro no en una evaluación de la
personalidad, no porque sea necesariamente más interesante, o porque tenga más que
decir, sino más bien por ser un médium más finamente acabado, en el que sentimientos
especiales y muy variados, tienen la libertad de combinarse de nuevas maneras.
La analogía es la del catalizador. Cuando los dos gases previamente mencionados
son mezclados en presencia de un filamento de platino, estos forman ácido sulfúrico. Esta
combinación tiene lugar sólo cuando el platino se halla presente; no obstante, el ácido así
obtenido no contiene rastros de platino; y el platino mismo, al parecer, no resulta afectado;
ha permanecido inerte, neutral y sin cambio. La mente del poeta es un filamento de
platino. Puede operar parcial o exclusivamente sobre la experiencia del hombre mismo,
pero entre más perfecto sea el artista, más lejos estará, dentro de él, el hombre que sufre y
la mente creadora; más perfectamente digerirá y transmutará las pasiones que le sirven de
materia prima.
La experiencia, se darán cuenta, los elementos que entran en contacto con el
catalizador que los transforma, son de dos tipos: emociones y sentimientos. El efecto de
una obra artística sobre la persona que la disfruta es una experiencia diferente en su tipo
de cualquier otra. Este puede ser extraído de una emoción, o puede ser una combinación
de varias; varios sentimientos, heredados por el escritor en palabras precisas, o en frases o
imágenes, pueden ser agregados para formar parte del trabajo final. La gran poesía,
también, puede ser hecha sin el uso directo de ninguna emoción precisa, estar compuesta
únicamente de sentimientos. El Canto XV del Inferno (Brunetto Latini) es un trabajo
sobre la emoción evidente generada por la situación; pero el efecto, considerado único
como en cualquier obra de arte, es obtenido a través de una considerable complejidad del
detalle. El último cuarteto ofrece una imagen, un sentimiento relacionado con una imagen,
la cual viene implícita, no es un desarrollo de los elementos que lo preceden, sino que
estaba probablemente en suspenso en la mente del poeta hasta que la combinación
adecuada surge para integrarse a él. La mente del poeta es de hecho un receptáculo para
medir y almacenar innumerables sentimientos, frases, imágenes, las cuales permanecen
ahí hasta que se hacen presentes todas las partículas que pueden unirse para formar un
nuevo compuesto, una nueva imagen.
Si ustedes comparan varios pasajes representativos de la mejor poesía, verán qué
grande es la variedad de tipos de combinaciones, y como todos los criterios semi éticos de
sublimidad fallan completamente. Así, lo que cuenta, no es la grandeza, la intensidad de
las emociones, sus elementos, sino la intensidad del proceso artístico y, por decirlo de
algún modo, la presión bajo la que ocurre la fusión. El episodio de Paolo y Francesca
emplea una emoción definida, pero aunque pueda darse esa impresión, la intensidad de la
poesía es algo completamente diferente a la intensidad de la pretendida experiencia. Ésta
no es más intensa ni va más lejos, que el Canto XXVI, el viaje de Ulises, que no depende
directamente de una emoción. Es posible una gran variedad en el proceso de la
transmutación de la emoción: el asesinato de Agamenón o la agonía de Otelo nos ofrecen
un efecto artístico aparentemente más cercano a un posible modelo original que las
escenas de Dante.
En el Agamenón, la emoción artística se acerca a la emoción de un espectador real;
en Otelo a la emoción del mismo protagonista. Pero la diferencia entre arte y los hechos
reales siempre es absoluta, La combinación que da forma al asesinato de Agamenón es
probablemente tan compleja como la del viaje de Ulises. En ambos casos ha ocurrido una
fusión de. elementos. La oda de Keats contiene un número de sentimientos que nada tienen
que ver con el ruiseñor, pero que el ruiseñor ha permitido reunir, quizá, al menos en parte,
a causa de su hermoso nombre y reputación.
El punto de vista que nos esforzamos en atacar, está quizá relacionado con la teoría
metafísica de la unidad substancial del alma; lo que yo pienso es que el poeta no tiene una
personalidad que expresar, sino un médium en particular, el cual es sólo un médium y no
una personalidad, en el que las impresiones y las experiencias se combinan de maneras
peculiares e inesperadas. Impresiones y experiencias que son importantes no para que el
artista posea un lugar en la poesía, sino para que aquellos que se vuelven importantes en la
poesía puedan jugar una parte sin importancia entre los hombres
Quiero comentar un pasaje que es lo suficientemente desconocido como para ser
observado con una nueva emoción a la luz —o a la oscuridad— de las observaciones
anteriores.
Me parece ahora que podría reprenderme a mí mismo
Por adorar su belleza aunque su muerte
Deba ser vengada de una manera nada usual.
¿Desperdicia en ti, el gusano de seda, su labor amarilla?
¿En vano se afana para ti?
¿Se venden los señoríos para satisfacer los deseos de las damas
Por el pobre beneficio de un minuto enervante?
¿Por qué tu admirador equivoca los caminos
Y arriesga su vida en labios de los jueces?
¿Para llevar tal cosa al extremo, en honor a ella,
Desdeña hombres y caballo y pisotea sus valores?
And now methinks I could e’en chide myself
For doating on her beauty, though her death
Shall be revenged after no common action.
Does the silkworm expend her yellow labours
For thee? For thee does she undo herself?
Are lordships sold to maintain ladyships
For the poor benefit of a bewildering minute?
Why does yon fellow falsify highways,
And put his life between the judge’s lips,
To refine such a thing—keeps horse and men
To beat their valours for her? . . .
En este pasaje (como es evidente si se torna en su contexto) hay una combinación de
emociones positivas y negativas: una intensa atracción hacia la belleza y una igualmente
intensa fascinación por la fealdad, la cual es contrastada con aquella y con las cosas que
destruye. Este balance de emociones en contraste en la situación dramática, está bien
descrita en el discurso, pero la situación sola no basta para llenarlo. Esto es, por decirlo de
alguna manera, la emoción estructural que ofrece el drama. Pero el efecto de conjunto, el
tono dominante se debe. al hecho de que hay un buen número de sentimientos que
sobrevuelan, que poseen una afinidad con esta emoción cuyo significado no es evidente,
combinados con ella para darnos una emoción nueva en el arte.
No es por sus emociones personales, las emociones provocadas por determinados
eventos de su vida, que el poeta es, de alguna manera, notable o interesante. Sus
emociones particulares pueden ser simples, o crudas o irrelevantes. Pero la emoción en su
poesía debe ser compleja, aunque no con la complejidad de las emociones de la gente que
tienen en la vida emociones muy complejas e inusuales. Un error de hecho, de
excentricidad en esta materia, es buscar nuevas emociones humanas para expresar; es en
esta búsqueda de novedad en el lugar equivocado que se descubre lo perverso. El trabajo
de un poeta no consiste en encontrar emociones nuevas, sino en emplear las ordinarias
elevándolas hasta la poesía, para expresar sentimientos que no son, de hecho, emociones.
Las emociones que él nunca ha experimentado le serán tan útiles como aquellas que le
resultan familiares. Así, debemos creer que una «emoción recogida en medio de la calma»,
es una fórmula inexacta. Ya que no es ni emoción, ni ha sido recogida, sin distorsión del
significado, tranquilamente. Es una concentración, y algo nuevo que resulta de esta
concentración, de un gran número de experiencias, las cuales, el hombre práctico y activo,
no considerará en absoluto como experiencias; es una concentración que no sucede de
manera consciente o deliberada. Esas experiencias no son recogidas ni seleccionadas, sino
que se unen en una atmósfera que resulta tranquila sólo en la medida que resulta de una
atención pasiva respecto al evento que la provoca. Por supuesto que no todo consiste en
esto. Existe un gran consenso en que la escritura de la poesía debe consciente y deliberada.
De hecho, el mal poeta es usualmente inconsciente cuando no debiera serlo, y consciente
donde debiera ser inconsciente. Ambos errores tienden a hacerlo personal. La poesía no es
un remolino de, sino un escape de la emoción; no es la expresión de la personalidad sino
su neutralización. Por supuesto, sólo aquellos que poseen personalidad y emociones
propias, saben lo que significa escapar de ellas.
la escritura de la poesía debe consciente
y deliberada.
De hecho, el mal poeta es usualmente
inconsciente cuando no debiera serlo,
y consciente
donde debiera ser inconsciente.
Ambos errores tienden a hacerlo personal.
III
δ δε νους ισως Θειοτερον τι και απαθες εστιν
La mente es, sin duda, algo más divino y por lo tanto no se ve afectada.
Aristóteles
Este ensayo se propone detenerse en la frontera de la metafísica o el misticismo,
limitándonos a nosotros mismos a ese tipo de conclusiones prácticas que pueden ser
utilizadas por una persona responsable e interesada en la poesía. Es siempre aplaudible
centrar nuestro interés en la poesía y no en el poeta, ya que esto conduciría a una
estimación más justa de la poesía actual, tanto de la buena como de la mala. Hay mucha
gente que aprecia la emoción sincera en los versos; y un número menor que puede
apreciar la excelencia técnica. Pero muy pocos saben cuándo ocurre una expresión de
emoción significativa, emoción que posee su propia vida en el poema y no en la historia
del poeta. La emoción que provoca el arte es impersonal. Y el poeta no puede alcanzar
esta despersonalización sin someterse completamente al trabajo que debe ser realizado.
No es probable que sepa lo que debe hacerse a menos que viva en algo que no es
únicamente presente, sino que posee ciertos elementos del pasado; a menos que sea
consciente, no de lo que está muerto, sino de lo que continúa vivo de éste.
Traducción: César Anguiano
•
Tradition and the Individual Talent
In English writing we seldom speak of tradition, though we occasionally apply its name in deploring its absence. We cannot refer to “the tradition” or to “a tradition”; at most, we employ the adjective in saying that the poetry of So-and-so is “traditional” or even “too traditional.” Seldom, perhaps, does the word appear except in a phrase of censure. If otherwise, it is vaguely approbative, with the implication, as to the work approved, of some pleasing archaeological reconstruction. You can hardly make the word agreeable to English ears without this comfortable reference to the reassuring science of archaeology.
Certainly the word is not likely to appear in our appreciations of living or dead writers. Every nation, every race, has not only its own creative, but its own critical turn of mind; and is even more oblivious of the shortcomings and limitations of its critical habits than of those of its creative genius. We know, or think we know, from the enormous mass of critical writing that has appeared in the French language the critical method or habit of the French; we only conclude (we are such unconscious people) that the French are “more critical” than we, and sometimes even plume ourselves a little with the fact, as if the French were the less spontaneous. Perhaps they are; but we might remind ourselves that criticism is as inevitable as breathing, and that we should be none the worse for articulating what passes in our minds when we read a book and feel an emotion about it, for criticizing our own minds in their work of criticism. One of the facts that might come to light in this process is our tendency to insist, when we praise a poet, upon those aspects of his work in which he least resembles any one else. In these aspects or parts of his work we pretend to find what is individual, what is the peculiar essence of the man. We dwell with satisfaction upon the poet’s difference from his predecessors, especially his immediate predecessors; we endeavour to find something that can be isolated in order to be enjoyed. Whereas if we approach a poet without this prejudice we shall often find that not only the best, but the most individual parts of his work may be those in which the dead poets, his ancestors, assert their immortality most vigorously. And I do not mean the impressionable period of adolescence, but the period of full maturity.
Yet if the only form of tradition, of handing down, consisted in following the ways of the immediate generation before us in a blind or timid adherence to its successes, “tradition” should positively be discouraged. We have seen many such simple currents soon lost in the sand; and novelty is better than repetition. Tradition is a matter of much wider significance. It cannot be inherited, and if you want it you must obtain it by great labour. It involves, in the first place, the historical sense, which we may call nearly indispensable to any one who would continue to be a poet beyond his twenty-fifth year; and the historical sense involves a perception, not only of the pastness of the past, but of its presence; the historical sense compels a man to write not merely with his own generation in his bones, but with a feeling that the whole of the literature of Europe from Homer and within it the whole of the literature of his own country has a simultaneous existence and composes a simultaneous order. This historical sense, which is a sense of the timeless as well as of the temporal and of the timeless and of the temporal together, is what makes a writer traditional. And it is at the same time what makes a writer most acutely conscious of his place in time, of his own contemporaneity.
No poet, no artist of any art, has his complete meaning alone. His significance, his appreciation is the appreciation of his relation to the dead poets and artists. You cannot value him alone; you must set him, for contrast and comparison, among the dead. I mean this as a principle of aesthetic, not merely historical, criticism. The necessity that he shall conform, that he shall cohere, is not onesided; what happens when a new work of art is created is something that happens simultaneously to all the works of art which preceded it. The existing monuments form an ideal order among themselves, which is modified by the introduction of the new (the really new) work of art among them. The existing order is complete before the new work arrives; for order to persist after the supervention of novelty, the whole existing order must be, if ever so slightly, altered; and so the relations, proportions, values of each work of art toward the whole are readjusted; and this is conformity between the old and the new. Whoever has approved this idea of order, of the form of European, of English literature will not find it preposterous that the past should be altered by the present as much as the present is directed by the past. And the poet who is aware of this will be aware of great difficulties and responsibilities.
In a peculiar sense he will be aware also that he must inevitably be judged by the standards of the past. I say judged, not amputated, by them; not judged to be as good as, or worse or better than, the dead; and certainly not judged by the canons of dead critics. It is a judgment, a comparison, in which two things are measured by each other. To conform merely would be for the new work not really to conform at all; it would not be new, and would therefore not be a work of art. And we do not quite say that the new is more valuable because it fits in; but its fitting in is a test of its value—a test, it is true, which can only be slowly and cautiously applied, for we are none of us infallible judges of conformity. We say: it appears to conform, and is perhaps individual, or it appears individual, and many conform; but we are hardly likely to find that it is one and not the other.
To proceed to a more intelligible exposition of the relation of the poet to the past: he can neither take the past as a lump, an indiscriminate bolus, nor can he form himself wholly on one or two private admirations, nor can he form himself wholly upon one preferred period. The first course is inadmissible, the second is an important experience of youth, and the third is a pleasant and highly desirable supplement. The poet must be very conscious of the main current, which does not at all flow invariably through the most distinguished reputations. He must be quite aware of the obvious fact that art never improves, but that the material of art is never quite the same. He must be aware that the mind of Europe—the mind of his own country—a mind which he learns in time to be much more important than his own private mind—is a mind which changes, and that this change is a development which abandons nothing en route, which does not superannuate either Shakespeare, or Homer, or the rock drawing of the Magdalenian draughtsmen. That this development, refinement perhaps, complication certainly, is not, from the point of view of the artist, any improvement. Perhaps not even an improvement from the point of view of the psychologist or not to the extent which we imagine; perhaps only in the end based upon a complication in economics and machinery. But the difference between the present and the past is that the conscious present is an awareness of the past in a way and to an extent which the past’s awareness of itself cannot show.
Some one said: “The dead writers are remote from us because we know so much more than they did.” Precisely, and they are that which we know.
I am alive to a usual objection to what is clearly part of my programme for the métier of poetry. The objection is that the doctrine requires a ridiculous amount of erudition (pedantry), a claim which can be rejected by appeal to the lives of poets in any pantheon. It will even be affirmed that much learning deadens or perverts poetic sensibility. While, however, we persist in believing that a poet ought to know as much as will not encroach upon his necessary receptivity and necessary laziness, it is not desirable to confine knowledge to whatever can be put into a useful shape for examinations, drawing-rooms, or the still more pretentious modes of publicity. Some can absorb knowledge, the more tardy must sweat for it. Shakespeare acquired more essential history from Plutarch than most men could from the whole British Museum. What is to be insisted upon is that the poet must develop or procure the consciousness of the past and that he should continue to develop this consciousness throughout his career.
What happens is a continual surrender of himself as he is at the moment to something which is more valuable. The progress of an artist is a continual self-sacrifice, a continual extinction of personality.
There remains to define this process of depersonalization and its relation to the sense of tradition. It is in this depersonalization that art may be said to approach the condition of science. I, therefore, invite you to consider, as a suggestive analogy, the action which takes place when a bit of finely filiated platinum is introduced into a chamber containing oxygen and sulphur dioxide.
II
Honest criticism and sensitive appreciation are directed not upon the poet but upon the poetry. If we attend to the confused cries of the newspaper critics and the susurrus of popular repetition that follows, we shall hear the names of poets in great numbers; if we seek not Blue-book knowledge but the enjoyment of poetry, and ask for a poem, we shall seldom find it. I have tried to point out the importance of the relation of the poem to other poems by other authors, and suggested the conception of poetry as a living whole of all the poetry that has ever been written. The other aspect of this Impersonal theory of poetry is the relation of the poem to its author. And I hinted, by an analogy, that the mind of the mature poet differs from that of the immature one not precisely in any valuation of “personality,” not being necessarily more interesting, or having “more to say,” but rather by being a more finely perfected medium in which special, or very varied, feelings are at liberty to enter into new combinations.
The analogy was that of the catalyst. When the two gases previously mentioned are mixed in the presence of a filament of platinum, they form sulphurous acid. This combination takes place only if the platinum is present; nevertheless the newly formed acid contains no trace of platinum, and the platinum itself is apparently unaffected; has remained inert, neutral, and unchanged. The mind of the poet is the shred of platinum. It may partly or exclusively operate upon the experience of the man himself; but, the more perfect the artist, the more completely separate in him will be the man who suffers and the mind which creates; the more perfectly will the mind digest and transmute the passions which are its material.
The experience, you will notice, the elements which enter the presence of the transforming catalyst, are of two kinds: emotions and feelings. The effect of a work of art upon the person who enjoys it is an experience different in kind from any experience not of art. It may be formed out of one emotion, or may be a combination of several; and various feelings, inhering for the writer in particular words or phrases or images, may be added to compose the final result. Or great poetry may be made without the direct use of any emotion whatever: composed out of feelings solely. Canto XV of the Inferno (Brunetto Latini) is a working up of the emotion evident in the situation; but the effect, though single as that of any work of art, is obtained by considerable complexity of detail. The last quatrain gives an image, a feeling attaching to an image, which “came,” which did not develop simply out of what precedes, but which was probably in suspension in the poet’s mind until the proper combination arrived for it to add itself to. The poet’s mind is in fact a receptacle for seizing and storing up numberless feelings, phrases, images, which remain there until all the particles which can unite to form a new compound are present together.
If you compare several representative passages of the greatest poetry you see how great is the variety of types of combination, and also how completely any semi-ethical criterion of “sublimity” misses the mark. For it is not the “greatness,” the intensity, of the emotions, the components, but the intensity of the artistic process, the pressure, so to speak, under which the fusion takes place, that counts. The episode of Paolo and Francesca employs a definite emotion, but the intensity of the poetry is something quite different from whatever intensity in the supposed experience it may give the impression of. It is no more intense, furthermore, than Canto XXVI, the voyage of Ulysses, which has not the direct dependence upon an emotion. Great variety is possible in the process of transmutation of emotion: the murder of Agamemnon, or the agony of Othello, gives an artistic effect apparently closer to a possible original than the scenes from Dante. In the Agamemnon, the artistic emotion approximates to the emotion of an actual spectator; in Othello to the emotion of the protagonist himself. But the difference between art and the event is always absolute; the combination which is the murder of Agamemnon is probably as complex as that which is the voyage of Ulysses. In either case there has been a fusion of elements. The ode of Keats contains a number of feelings which have nothing particular to do with the nightingale, but which the nightingale, partly, perhaps, because of its attractive name, and partly because of its reputation, served to bring together.
The point of view which I am struggling to attack is perhaps related to the metaphysical theory of the substantial unity of the soul: for my meaning is, that the poet has, not a “personality” to express, but a particular medium, which is only a medium and not a personality, in which impressions and experiences combine in peculiar and unexpected ways. Impressions and experiences which are important for the man may take no place in the poetry, and those which become important in the poetry may play quite a negligible part in the man, the personality.
I will quote a passage which is unfamiliar enough to be regarded with fresh attention in the light—or darkness—of these observations:
And now methinks I could e’en chide myself
For doating on her beauty, though her death
Shall be revenged after no common action.
Does the silkworm expend her yellow labours
For thee? For thee does she undo herself?
Are lordships sold to maintain ladyships
For the poor benefit of a bewildering minute?
Why does yon fellow falsify highways,
And put his life between the judge’s lips,
To refine such a thing—keeps horse and men
To beat their valours for her? . . .
In this passage (as is evident if it is taken in its context) there is a combination of positive and negative emotions: an intensely strong attraction toward beauty and an equally intense fascination by the ugliness which is contrasted with it and which destroys it. This balance of contrasted emotion is in the dramatic situation to which the speech is pertinent, but that situation alone is inadequate to it. This is, so to speak, the structural emotion, provided by the drama. But the whole effect, the dominant tone, is due to the fact that a number of floating feelings, having an affinity to this emotion by no means superficially evident, have combined with it to give us a new art emotion.
It is not in his personal emotions, the emotions provoked by particular events in his life, that the poet is in any way remarkable or interesting. His particular emotions may be simple, or crude, or flat. The emotion in his poetry will be a very complex thing, but not with the complexity of the emotions of people who have very complex or unusual emotions in life. One error, in fact, of eccentricity in poetry is to seek for new human emotions to express; and in this search for novelty in the wrong place it discovers the perverse. The business of the poet is not to find new emotions, but to use the ordinary ones and, in working them up into poetry, to express feelings which are not in actual emotions at all. And emotions which he has never experienced will serve his turn as well as those familiar to him. Consequently, we must believe that “emotion recollected in tranquillity” is an inexact formula. For it is neither emotion, nor recollection, nor, without distortion of meaning, tranquillity. It is a concentration, and a new thing resulting from the concentration, of a very great number of experiences which to the practical and active person would not seem to be experiences at all; it is a concentration which does not happen consciously or of deliberation. These experiences are not “recollected,” and they finally unite in an atmosphere which is “tranquil” only in that it is a passive attending upon the event. Of course this is not quite the whole story. There is a great deal, in the writing of poetry, which must be conscious and deliberate. In fact, the bad poet is usually unconscious where he ought to be conscious, and conscious where he ought to be unconscious. Both errors tend to make him “personal.” Poetry is not a turning loose of emotion, but an escape from emotion; it is not the expression of personality, but an escape from personality. But, of course, only those who have personality and emotions know what it means to want to escape from these things.
III
δ δε νους ισως Θειοτερον τι και απαθες εστιν
This essay proposes to halt at the frontier of metaphysics or mysticism, and confine itself to such practical conclusions as can be applied by the responsible person interested in poetry. To divert interest from the poet to the poetry is a laudable aim: for it would conduce to a juster estimation of actual poetry, good and bad. There are many people who appreciate the expression of sincere emotion in verse, and there is a smaller number of people who can appreciate technical excellence. But very few know when there is an expression of significant emotion, emotion which has its life in the poem and not in the history of the poet. The emotion of art is impersonal. And the poet cannot reach this impersonality without surrendering himself wholly to the work to be done. And he is not likely to know what is to be done unless he lives in what is not merely the present, but the present moment of the past, unless he is conscious, not of what is dead, but of what is already living.
Poetry Foundation
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