Árboles


El desmedido estiramiento de ciertas palmeras escuálidas, el despunte de ciertas maderas que sólo lograban asomar una hoja, arriba,

luego de haber sorbido la savia de varios troncos, eran fases diversas de una batalla vertical de cada instante, dominada señeramente

por los árboles más grandes que yo hubiera visto jamás.

Arboles que dejaban muy abajo, como gente rastreante, a las plantas más espigadas por las penumbras, y se abrían en cielo despejado,

por encima de toda lucha, armando con sus ramas unos boscajes aéreos, irreales, como suspendidos en el espacio, de los que colgaban

musgos transparentes, semejantes a encajes lacerados.

A veces, luego de varios siglos de vida, uno de esos árboles perdía las hojas, secaba sus líquenes, apagaba sus orquídeas.

Las maderas le encanecían, tomando consistencia de granito rosa y quedaba erguido, con su ramazón monumental en silenciosa desnudez,

revelando las leyes de una arquitectura casi mineral, que tenía simetrías, ritmos, equilibrios, de cristalizaciones.

Chorreado por las lluvias, inmóvil en las tempestades, permanecía allí, durante algunos siglos más, hasta que, un buen día, el rayo acababa

de derribarlo sobre el deleznable mundo de abajo.

Entonces, el coloso, nunca salido de la prehistoria, acababa por desplomarse, aullando por todas las astillas, arrojando palos a los cuatro

vientos, rajado en dos, lleno de carbón y de fuego celestial, para mejor romper y quemar todo lo que estaba a sus pies.

Cien árboles perecían en su caída, aplastados, derribados, desgajados, tirando de lianas que, al reventar, se disparaban hacia el cielo

como cuerdas de arcos.

Y acababa por yacer sobre el humus milenario de la selva, sacando de la tierra unas raíces tan intrincadas y vastas que dos caños,

siempre ajenos, se veían unidos, de pronto, por la extracción de aquellos arados profundos que salían de sus tinieblas destrozando

nidos de termes, abriendo cráteres a los que acudían corriendo, con la lengua melosa y los garfios de fuera, los lamedores de hormigas.


(Cuarto capítulo, pág. 20)


El secreto


No debo pensar. Ante todo sentir y ver.

Y cuando de ver se pasa a mirar, se encienden raras luces y todo cobra una voz. Así, he descubierto, de pronto, en un segundo fulgurante,

que existe una Danza de los Arboles. No son todos los que conocen el secreto de bailar en el viento. 

Pero los que poseen la gracia, organizan rondas de hojas ligeras, de ramas, de retoños, en torno a su propio tronco estremecido.

Y es todo un ritmo el que se crea en las frondas; ritmo ascendente e inquieto, con encrespamientos y retornos de olas, con blancas pausas,

respiros, vencimientos, que se alborozan y son torbellino, de repente, en una música prodigiosa de lo verde.

Nada hay más hermoso que la danza de un macizo de bambúes en la brisa. Ninguna coreografía humana tiene la euritmia de una rama

que se dibuja sobre el cielo. Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en

un supremo entendimiento de lo creado.

Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá

con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema.


(Quinto capítulo, pág. 28)

 

 

 

 


Alejo Carpentier


De Los pasos perdidos

revistazunai.com

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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