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Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí

cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la

sensualidad real no tiene para mí interés de ninguna especie —ni siquiera material

o de ensueño—, se me ha transmutado el deseo hacia aquello que crea en mí

ritmos verbales, o los escucha de otros. Me estremezco si dicen bien. Tal página de

Fialho, tal página de Chateaubriand, hacen hormiguear a mi vida en mis venas,

me hacen rabiar trémulamente quieto de un placer inaccesible que estoy teniendo.

Tal página, incluso, de Vieira, en su fría perfección de ingeniería sintáctica, me

hace temblar como una rama al viento, en un delirio pasivo de cosa movida.

Como todos los grandes enamorados, me gusta la delicia de la pérdida de mí

mismo, en la que el gozo de la entrega se sufre completamente. Y, así, muchas

veces, escribo sin querer pensar, en un devaneo exterior, dejando que las palabras

me hagan fiestas, niño pequeño en su regazo. Son frases sin sentido, que corren

mórbidas, con una fluidez de agua sentida, un olvidarse de riachuelo en el que las

olas se mezclan e indefinen, volviéndose siempre otras, sucediéndose a sí mismas.

Así las ideas, las imágenes, trémulas de expresión, pasan por mí en cortejos

sonoros de sedas esfumadas, donde una claridad lunar de idea oscila, batida y

confusa.

No lloro por nada que la vida traiga o se lleve. Hay sin embargo páginas de

prosa que me han hecho llorar. Me acuerdo, como si lo estuviera viendo, de la

noche en que, siendo todavía niño, leí por primera vez, en una antología, el célebre

paso de Vieira sobre el Rey Salomón. «Fabricó Salomón un palacio…» Y seguí

leyendo, hasta el final, trémulo, confuso; después rompí en llanto feliz, como el que

ninguna felicidad real me hará llorar, como el que ninguna tristeza de la vida me

hará imitar. Aquel movimiento hierático de nuestra clara lengua majestuosa, aquel

expresar las ideas en las palabras inevitables, correr de agua porque hay un

declive, aquel asombro vocálico en que los sonidos son colores ideales; todo esto

me embriagó instintivamente como una gran emoción política. Y, lo he dicho, lloré;

hoy, al acordarme, lloro. No es —no— la añoranza de la infancia, de la que no

tengo añoranzas: es la añoranza de la emoción de aquel momento, la tristeza de no

poder leer ya por primera vez aquella gran seguridad sinfónica.

No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en un

sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa. No me

pesaría que invadiesen o tomasen Portugal, siempre que no me molestasen

personalmente. Pero odio, con odio verdadero, con el único odio que siento, no a

quien escribe mal portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe en

ortografía simplificada, sino a la página mal escrita, como a persona propia, a la

sintaxis equivocada, como a gente a la que golpear, a la ortografía sin ípsilon,

como al escupitajo directo que me enoja independientemente de quien lo haya

escupido.

Sí, porque la ortografía también es gente. La palabra es completa vista y oída.

Y la gala de la transliteración grecorromana me la viste con su verdadero manto

regio, gracias al cual es reina y señora.

 

Gosto de dizer. Direi melhor: gosto de palavrar. As palavras são para mim corpos tocáveis, sereias visíveis, sensualidades incorporadas.

Talvez porque a sensualidade real não tem para mim interesse de nenhuma espécie — nem sequer mental ou de sonho —, transmudou-se-me

o desejo para aquilo que em mim cria ritmos verbais, ou os escuta de outros. Estremeço se dizem bem. Tal página de Fialho, tal página de

Chateaubriand, fazem formigar toda a minha vida em todas as veias, fazem-me raivar tremulamente quieto de um prazer inatingível que

estou tendo. Tal página, até, de Vieira, na sua fria perfeição de engenharia sintática, me faz tremer como um ramo ao vento, num delírio

passivo de coisa movida. Como todos os grandes apaixonados, gosto da delícia da perda de mim, em que o gozo da entrega se sofre

inteiramente.

E, assim, muitas vezes, escrevo sem querer pensar, num devaneio externo, deixando que as palavras me façam festas, criança menina

ao colo delas. São frases sem sentido, decorrendo mórbidas, numa fluidez de água sentida, esquecer- se de ribeiro em que as ondas se

misturam e indefinem, tornando-se sempre outras, sucedendo a si mesmas. Assim as idéias, as imagens, trêmulas de expressão, passam

por mim em cortejos sonoros de sedas esbatidas, onde um luar de idéia bruxuleia, malhado e confuso. Não choro por nada que a vida traga

ou leve. Há porém páginas de prosa que me têm feito chorar. Lembro-me, como do que estou vendo, da noite em que, ainda criança, li pela  

primeira vez numa seleta, o passo célebre de Vieira sobre o Rei Salomão.

«Fabricou Salomão um palácio…» E fui lendo, até ao fim, trêmulo, confuso; depois rompi em lágrimas felizes, como nenhuma felicidade real

me fará chorar, como nenhuma tristeza da vida me fará imitar. Aquele movimento hierático da nossa clara língua majestosa, aquele exprimir

das idéias nas palavras inevitáveis, correr de água porque há declive, aquele assombro vocálico em que os sons são cores ideais — tudo isso

me toldou de instinto como uma grande emoção política. E, disse, chorei; hoje, relembrando, ainda choro. Não é — não — a saudade da infância,

de que não tenho saudades: é a saudade da emoção daquele momento, a mágoa de não poder já ler pela primeira vez aquela grande certeza

sinfônica.

Não tenho sentimento nenhum político ou social. Tenho, porém, num sentido, um alto sentimento patriótico. Minha pátria é a língua portuguesa.

Nada me pesaria que invadissem ou tomassem Portugal, desde que não me incomodassem pessoalmente. Mas odeio, com ódio verdadeiro,

com o único ódio que sinto, não quem escreve mal português, não quem não sabe sintaxe, não quem escreve em ortografia simplificada,

mas a página mal escrita, como pessoa própria, a sintaxe errada, como gente em que se bata, a ortografia sem ípsilon, como o escarro direto

que me enoja independentemente de quem o cuspisse. Sim, porque a ortografia também é gente. A palavra é completa vista e ouvida. E a gala

da transliteração greco-romana veste-ma do seu vero manto régio, pelo qual é senhora e rainha.

 

 

 

 

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Fernando Pessoa

Del español: 

Libro del desasosiego 12

Título original: Livro do Desassossego

© por la introducción y la traducción: Ángel Crespo, 1984

© Editorial Seix Barrai, S. A., 1984 y 1997

Segunda edición

Del portugués:

Livro do Desassossego composto por Bernardo Soares

© Selección e introducción: Leyla Perrone-Moises

© Editora Brasiliense

2ª edición

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pessoa

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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