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El taxi de Londres

El fotógrafo del tráfico rodante y empedernido nos ha dejado abierta una ventana llena con un vehículo automóvil, con un taxi de Londres que, como los demás, es impúdico, obsceno, con los zapatos negros y lustrados y con un techo demasiado alto que lo hace fúnebre, como cuando lo fúnebre era una carroza negra tirada por mil caballos. Parco y sin crisantemos, el taxi fúnebre y funeral de Londres, feo como un bulto feo, es un asunto anacrónico que debería estar muy prohibido por la cantidad de despropósitos que reúne, tan ajeno al sol y al amor, tan destartalado de proporciones, con esa solemnidad convencional de lo negro, con esa sonrisa de caballo listo.

Lo sucio, lo siniestro del taxi de Londres es que alude a la apariencia, a la representación, a lo funeral de la muerte pero sin que haya muerto, sobre todo porque la muerte no está en el ataúd, ni en el coche fúnebre, ni en las coronas, ni siquiera en el muerto. No sabemos dónde está, solamente, si acaso, que ha pasado por un tipo que estaba vivo y lo ha dejado tieso, para enterrar: ya no se puede contar con él para nada. Los taxis de Londres vienen a ser una agencia funeraria que trabaja sin muertos, sin esperar a que la gente se muera, en una especie de anticipación de lo que será el entierro del que se sube al taxi, en un ensayo de oscuridad. 

Lo que nos viene a importar del taxi de Londres -o de cualquier otra ciudad- es, más bien, el taxista mortal que conduce la máquina automóvil, que se llama taxi porque lleva incorporado un aparato taxímetro, que es un mixto de tiempo y dinero, como el alma o el destino.  Cabe suponer que el taxi –y tal vez el taxista- tiene unos deseos semejantes a los del barco ebrio: que los pieles rojas utilicen como blanco de tiro a los pasajeros, clavándolos desnudos en postes de colores.

El taxista, sentado en su carricoche fúnebre, echa en falta los caballos de la carroza que nunca tuvo y con los que, a veces, todavía sueña: cuatro caballos cuatro, del color de los caballos del Apocalipsis: blanco, rojo, negro y pálido –no bayo, ni palomino, ni cuarto de milla-. El taxista es, naturalmente, un hombre humano, mortal, dos veces sapiens, es decir, como todos los demás pero en taxista, lo que significa vivir la vida como si importara o como si no importara, depende.

Quizá, por la tremenda cantidad de sedentarismo al que su actividad le obliga, es un hombre que ha dejado que se oxide todo el hierro que hay en él, y se ha ido quedando duro, masivo, como un matadero al amanecer o como si estuviera siempre escuchando un sermón sobre la muerte.

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Narciso de Alfonso

Merodeos

© de la fotografía de Servando Gotor

 


 

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