lunes

 

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Solo. Desesperadamente solo. Paseo en la mañana gris y verde por este barrio madrileño que es mi barrio, tan querido ya, tan triste, donde me nació y me murió un hijo, el hijo, única mano que he tocado, que me ha tocado de verdad en el mundo.

Paseo despacio, solo, en la mañana del lunes, en la tristeza del lunes, y hay lejanos pregones mañaneros, como de la infancia, y un olor a primavera subterránea, un olor recién segado, bajo este mayo invernizo y feo. En casa he hecho últimas y desesperadas llamadas telefónicas para romper la soledad, mi soledad. Las voces llegan por teléfono, a mi soledad, lejanas y pálidas.

Son luces de voz que no llegan a alumbrarme ni mucho menos a calentarme. Estoy solo. Voy a la farmacia, a la perfumería, a la rotisserie, al estanco, a la agencia, a la imprenta. Hago recados sonámbulos. Estoy solo. La soledad del hombre no es una cosa de la filosofía. Los filósofos no han hecho más que lucirse con ese concepto. No han hecho más que estilo. Estar solo es llamar a teléfonos que no suenan al otro lado de la ciudad, pasear en una mañana intemporal, en una mañana del pasado, que ha salido, de pronto, verde y fresca, con toda su tristeza de vecindario y sus pregones que vienen de un fondo que me asusta.

No es la soledad del hombre, de la humanidad, lo que experimento, sino mi soledad personal de hombre que siempre ha estado solo, separado de los demás por landas de silencio, de miedo, de rencor, de vacío, de dolor, de odio, de desprecio.

Sólo un ser, sólo el hijo, durante unos breves y rubios años, me llevó de la mano al reino de lo unánime, a la aceptación del mundo. Después volvió a dejarme solo, insoportablemente solo, ya, y dialogo con él mientras voy y vengo por mi día solo.

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