marzo, lunes

 

 

 

 

 

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La primavera, una primavera anticipada, nos convoca una vez más, como todos los años, como toda la vida. ¿A qué nos convoca la primavera? Se tarda mucho tiempo en saber que es una falsa convocatoria. Que la llamada de la luz no es una llamada. Que el mundo no espera nada de nosotros.

A mí ya no me convoca la primavera, pero hay una dulce violencia en el cielo, una palabra suspensa en la luz, una elocuencia verde en los campos, y uno está tentado de entablar diálogo con el mundo. Una vez más —como tantas, ya, en mi vida—, esta aglomeración de espacios, este sol populoso, este calor. ¿Qué quiere el mundo de nosotros? Nada.

Se tarda siglos —ay— en saber que no quiere nada. Las religiones no son sino, en parte, una necesidad de precisar esa pregunta del mundo y esa respuesta de la humanidad, que están ahí, cuajadas, en el sol de marzo. Lejos de las religiones, la tentación subsiste, la necesidad de acudir a la convocatoria feliz de los colores. Pero el retraimiento lo llevamos ya muy dentro. Soy eso: un retraimiento.

Un retraimiento frente a las propuestas de felicidad del universo. Los niños pueden morir estrangulados por la nada cuando el clima y el año ofrecen más seguridad a esta pobre especie. El calor es una afirmación, o eso parece, y estamos muy necesitados de afirmaciones. Pero voy en coche, respirando por la ventanilla las secretas velocidades de marzo, atrapando con los ojos la gracia momentánea de unas cabras, y sé que todo termina ahí.

No prolonguemos la propuesta primaveral en una filosofía, una lírica o una teología. Es lo que ha hecho siempre la humanidad, y así le ha ido. Por las noches, o a última hora de la tarde, se enlaguna la vida en mi barrio, encharca de paz el mundo, y me da miedo esa amplitud, antaño gozosa, esa plena y serena disponibilidad, porque en ella afloran ya, como del fondo de un estanque negro, los muertos, todos mis muertos, el muerto.

La primavera, para mí, ya será negra para siempre.

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Y como esto no es lirismo, sino verdad, vuelven los rostros, los amados rostros olvidados, y cojo el teléfono y es Miguel Delibes, que está en Madrid, y pronto lo tengo ante mí, curtido de silencios, con su risa saludable de tímido fuerte.

«He traído a la Academia cincuenta pájaros».

Cincuenta especies de pájaros que hasta ahora no habían conocido la jaula del diccionario. Cincuenta fichas.

«Y tengo muchos más».

Claro que sí. Muchos más. La vida es inclasificable, incatalogable, la primavera sorprende siempre al mundo. Nunca se sabe cómo ha sido. Hablamos de nuestros vivos y de nuestros muertos, Miguel y yo. Miguel es amistad en acto, por decirlo con palabras de otro querido vallisoletano, Guillén, que también es o fue un fanático de la primavera, acudió siempre a su convocatoria. Y la primavera le daba un poema.

A mí, a veces, la primavera me ha dado una mujer. Pero casi nunca me ha dado nada. Mujeres, rostros. Otros rostros que emergen, como voces configuradas, en el lago de marzo, que huele a agua recién segada. Delicado rostro botticelliano al que imagino unos senos pesantes, contrastantes. Rubio rostro encandilado, al que imagino unos muslos poderosos como la música. Afilado rostro de luz y sufrimiento, de pantera y capricho, al que sueño unas manos morenas como la delgadez del fuego. Pleno rostro alegre y joven en cuyos ojos empujaría la vida de la mujer con la saludable violencia de lo negro. Sabido rostro grave y hondo, denso y sexual, al que imagino caderas maternales y vientre rubio para el cansancio del día. Rostros, mujeres. Clave irónica del tiempo que las reúne o dispersa en la memoria.

Lotos de luz, lotos de sombra en el estanque tibio y siniestro de marzo. O todo lo que sabes de la mujer enamorada: la tristeza como fidelidad, el sexo como sacramento del amor, el tiempo como amatista, esa detención del mundo, esa retención que hace la mujer enamorada, tan parecida siempre a otra mujer enamorada. Su sacralización de lo pequeño por la constancia y su problematización del mundo por la duplicidad.

Mujer es la capacidad de ser dos. El hombre es más duramente uno.

Habría que escribir una fenomenología de la mujer enamorada. Habría que escribir tantas cosas. Pero lo único que me apetece de verdad es escribir poemas. He estado leyendo una vez más, en esta primavera previa, los versos invernales de Baudelaire. En un libro mío digo que Baudelaire es nuestro primer contemporáneo. De hecho, con él nace la música del mundo moderno, y sus versos siguen sonando, como órganos de catedral quemada, en el fondo del surrealismo, del modernismo, del venecianismo, del simbolismo, del rubendarianismo, de todo.

 

 

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Je suis comme le roi d’un pays pluvieux. Yo también era como el monarca de un lluvioso país. Ahora, de pronto, soy el mendigo de un país luminoso, porque ha venido la primavera de golpe. Y la primavera, que en principio parece que nos va a enriquecer, la verdad es que nos empobrece, como nos empobrece siempre toda dicha propia o ajena. La moneda del sol no sirve para nada y tiene mucho de limosna.

Quienes hemos sufrido mucho, sólo podemos recibirla, casi, como una humillación, como un triste óbolo, como un oro tardío. Leo en otro texto de Baudelaire, en prosa:

«En un espectáculo, en un baile, cada uno goza de todos».

En la primavera también. De pronto, todos nos hemos puesto a gozar de todos, de todo, y los otros ya no son el infierno, según el baudeleriano —a su pesar— Sartre, sino el paraíso: la muchacha que ha desnudado su cuerpo de todo un invierno de ropajes, el obrero que carga muebles ante mi casa, como para un nuevo acto y una nueva decoración de la comedia de vivir, porque la comedia sigue. Todo el mundo. Todos. En invierno nos hemos gozado, nos hemos devorado, nos hemos consumido unos a otros, muy cerca unos de otros, bajo las lámparas turbias de la fiesta, en un canibalismo invernal y mundano, en una antropofagia que tomaba la forma piadosa del carnaval.

Ahora, con la asamblea del sol y el cielo, nos vamos a disfrutar de otra forma, porque el hombre sólo se nutre del hombre, en cualquier época. A esto, quizá, es a lo que nos convoca la primavera. Bastante indecente, bastante mediocre y bastante maravillosa. Estamos condenados a seguir mirándonos, pero a otra luz. Esta devoración universal y recíproca de la especie toma para mí la forma apremiante, evidente y concreta de lo sexual, de modo que toda la vaga oferta de campo y vientos, de flor y colores, la reduzco un poco cínicamente, un poco desesperadamente, al sabor bovino y dorado de un cuerpo de mujer.

Pero uno se alista, por fin, como a una bandera, a este cielo azul y recrudecido que sólo puede estar poblado ya, para mí, por los seres y los días en que efectivamente éramos celestes.

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Diario de un escritor burgués

 

Francisco Umbral, 1979

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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