minucia y bagatela

Ortega lo diagnosticó certeramente al decir que Joyce, Proust y Ramón estaban descubriendo

lo microscópico en literatura. Su hallazgo de la vida cotidiana lo hace Ramón muy sencillamente

mediante su capacidad para la minucia.

La greguería es la atomización del discurso y la entronización de la minucia. Proust había lentificado

la literatura para siempre, parando el ritmo histérico de la acción que domina en Balzac. Proust, mirando

el mar a través de un rosal, descubre el tiempo infinito que tarda un barco en lontananza en pasar de una

rosa a otra. Esta imagen me parece tan representativa de Proust como la del té, o mucho más. La imagen

del té nos da la dimensión de Proust hacia el pasado. La imagen del barco y la rosa nos da la dimensión

de Proust viviendo el presente, su capacidad de lentificar el tiempo que está fluyendo.  

Se ha insistido mucho en el descubrimiento del pasado y la memoria por parte de Proust. Habría que

señalar su otra dimensión magna, mucho más aprovechada por la literatura posterior: la facultad de parar

el tiempo novelesco.

Joyce llena páginas y páginas para contarnos un solo día en la vida de Dublín y los dublineses. La

novela moderna es un gran frenazo de trenes, un parón genial a la novela tradicional, en la que siempre

tenían que estar pasando cosas. Después de los dos grandes nombres, vienen Musil, Faulkner y tantos otros,

donde las cosas ocurren ya con infinita lentitud, o no ocurren nunca, porque, como dice Sartre de Faulkner,

no le interesa la acción, sino la preparación y el recuerdo de la acción.

Ramón Gómez de la Serna, contemporáneo a todo esto, y que naturalmente lo ignora, ha acertado por

las mismas fechas a lentificar la acción y la vida misma, como Azorín. La lentificación supone, naturalmente,

el culto de la minucia, de lo microscópico, de lo minutísimo, que diría el citado Azorín. Más que narrar el  

mundo, el escritor se dedica a describirlo y a observarlo.

La pérdida de la fe en la acción no es una cosa que se produzca porque sí. El desprestigio de la

acción supone, en último término, el desprestigio de los valores. La acción sólo podía estar sostenida por

pasiones fuertes y urgentes. El hijo del siglo deja de creer en las sociales, religiosos, aristocráticos,

familiares, y se vuelve hacia la vida, hacia lo infinitamente pequeño, que es donde está su realidad.

Ya Bergson había explicado por entonces cómo una circunferencia se descompone en puntos

independientes. Proust es un infinito escéptico que narra su encandilamiento infantil hacia el gran

mundo y, en seguida, la ruina de ese encandilamiento e incluso la ruina física de ese gran mundo.

De Joyce ha dicho Borges que el Ulysses es una cebolla literaria debajo de cuyas infinitas capas

no hay nada. Ramón renuncia muy temprano —ya lo hemos visto— a entrar en la vida seria de los

adultos, a comulgar con el rito, para dedicarse a la bagatela.

La parte más avanzada del 98 había dado ya el grito de «Viva la bagatela». No es sólo que

la Historia de España haya decepcionado a nuestros escritores. Es que el hombre moderno y

posbaudeleriano, el hijo del siglo, ha dejado de mirar al cielo para descubrir lo que tiene a sus pies, en

torno. La armonía de las esferas ya no regala nada. Bajemos a la vida cotidiana. Es Ortega, ya digo,

quien empareja intuitivamente a Ramón con Proust y Joyce.

No vamos a hacer de ese emparentamiento un timbre de gloria para Ramón. Ramón no es Proust

ni Joyce porque no ha escrito esos libros que escribieron ellos, no es una genialidad sintetizada, sino

una genialidad dispersa. La sensibilidad es la misma. Es el gusto del hombre irónico por la bagatela y

la minucia, la crítica del rito mediante el juego.

Ramón, ya lo sabemos, está más cerca de Apollinaire y Reverdy. Luego veremos cómo pertenece

a esta vanguardia y no a la surrealista. Casi nunca ha hecho surrealismo, quizá nunca, aunque él lo diga

a veces. El hallazgo de la vida cotidiana le lleva al culto de la minucia y el gusto por la bagatela le lleva

al circo y a escribir, por ejemplo, un tratado de lo que él llama la clavazón, el arte de clavar clavo,

completamente en serio y, por lo tanto, con un humor irreprochable.

Lo que caracteriza a Ramón como primitivo es que pasa del juego al trabajo sin transición, del drama

a la broma sin solución de continuidad. Para él todo es lo mismo, como para los niños y los gatos. Hemos

dicho que Ramón hace mediante el juego la crítica del rito, o sea que es consciente de su desprecio y

burla de lo grave. Pero igualmente cierto es que Ramón no distingue entre lo grave y lo ligero. Por eso

es un primitivo.

En la segunda parte de Automoribundia nos está contando su abandono del torreón de Velázquez,

su ruina, y el avituallamiento de la nueva casa, interior y más modesta, que está poniendo. Y, con motivo

de esto, nos habla de los cuadros que clava y pasa al decálogo de la clavazón, que es una de sus mejores

páginas de humor, y donde dice, por ejemplo, que la fuerza del martillo viene de atrás hacia adelante,

que la inteligencia del martillo es occipital.

Se pasa la vida observando minucias y articulando bagatelas. Ha descubierto eso tan sencillo de

que la evidencia de las cosas no está en lo grande, sino en lo pequeño. Sobre todo la evidencia de las

cosas grandes. Y ha descubierto que el juego y la bagatela son más importantes que el rito, porque se

burlan de él y porque en la bagatela se libera el hombre, mientras que en el rito se somete.

Su atomización del discurso no es sólo un gesto literario, sino un gesto biográfico, humano. Va a

ser para siempre el que observa la vida cotidiana, la minucia de la vida, el que observa al hombre en

sus bagatelas y las comparte, y por eso sabe más de todo y de todos que los políticos y los pensadores

que sólo viven o fingen vivir en lo mayúsculo.

Joyce y Proust derriban al héroe para siempre. Ramón es el antihéroe que se pasea por Madrid

buscando lo no demasiado viejo ni demasiado nuevo ni demasiado histórico ni demasiado ahistórico:

buscando la vida cotidiana. Hay un pasaje de Proust en que, alojado en una habitación desconocida,

donde ha de pasar la noche, empieza a humanizar la habitación, a convertirla en un ser vivo mediante

frases que no son sino greguerías.

Escritores de lupa, escritores de lo microscópico, como luego Virginia Woolf y tantos otros, han

aprendido que la vida se compone de pequeñas cosas y no de grandes gestos. Ya un glosador del

cine dijo que en una película sobre tema de Shakespeare tendría importancia el pañuelo de Desdémona.

El cine es el arte del siglo no sólo como consecuencia de una depuración técnica, sino porque la

retina del cine nos acerca lo infinitamente pequeño, define lo grande por la minucia, convierte en buen

observador a todo el mundo, y esta era la estética que estaban inventando los nuevos escritores.

Librado a la minucia y la bagatela, Ramón no es un coleccionista de cosas raras, aunque este

aspecto sea el más glosado en él, sino un coleccionista de lo cotidiano. Cambia la óptica de la literatura

española, que sólo había visto el trazo grueso de almagre o de sangre, antes de él, y desgraciadamente

no se le hereda lo suficiente.

Se instala para siempre en la bagatela, en el juego, sin duda ni titubeo,  con fe de primitivo, con

elección de hombre puro, y sabe que el decálogo de la clavazón es mucho más importante y verdadero

que el decálogo de Moisés, el cual directamente ignora. Sabe, en fin, aunque no lo diga, que el hombre

cabe entero en su decálogo y que clavar bien un clavo es realizarse y definirse absolutamente. Y que

además es un gesto humorístico.

– 

Francisco Umbral

COLECCIÓN AUSTRAL

LITERATURA/CONTEMPORÁNEOS

Segunda edición: 15-III-I996

Editorial Espasa Calpe, S. A.

PRÓLOGO de Gonzalo Torrente Ballester 

RAMÓN Y LAS VANGUARDIAS

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