un haiku de onitsura

 

Haiku-dô
Vicente Haya

 

 

Kusa-mugi ya hibari ga agaru are sagaru

 

 

Campos verdes de trigo

La alondra asciende y…

¡zas! súbitamente desciende

 

Autor: Onitsura
Kigo: kusa-mugi [brotes verdes de trigo]
Estrofa más probable: 5-7-5
Cronología: haiku clásico
Clasificación: de lo sagrado

 

 

El haiku es instante, ya se ha dicho hasta la saciedad. Es —añadimos ahora, con este haiku de Onitsura entre las manos— la naturalidad del instante. En el haiku japonés cabe una expresión coloquial como ¡Are! (“¡Vaya! ¡Fíjate!”; en este caso hemos preferido la onomatopeya “¡zas!”). El poeta no sólo está sorprendiéndose en voz alta, sino que nos está invitando a atender a lo que ha ocurrido. En japonés coloquial, ¡Are, are! se traduciría algo así como “¡Anda, mira!”. Así es como Onitsura nos hace entrar en la escena. Una escena que ocurre en tres movimientos: uno horizontal (Kusa-mugi ya), otro vertical ascendente (hibari ga agaru), y un tercero vertical descendente (¡are! sagaru).
El haiku concluye dejando a la alondra caer en picado hacia la tierra… El poeta nos ha privado de la resolución final del haiku. No es que temamos que la alondra se estrelle contra el suelo, ni nada de eso, pero esperábamos que Onitsura, quien nos ha invitado a contemplar la escena, nos la acabase de contar. ¿Por qué? Porque nuestra mente busca finales, resoluciones, acabamientos. Y, en este haiku, no hay un final para el vuelo. No sabemos por qué ascendió la alondra de entre los verdes campos de mugi, y no sabemos a mitad del ascenso qué le hizo retomar en picado. Y ese no saber lo queremos sosegar con una última información —respecto a qué hace al final la alondra— que el poeta deliberadamente nos sustrae. El sentido del haiku —el cambio de sentido del vuelo— queda sin explicación. Lo trascendental ha sucedido inexplicable. Los movimientos de las criaturas son cada uno de ellos independientes, exactos, plenos de sentido en sí mismos. Igual que el ascenso no se justifica por el descenso, el descenso no se justifica por lo que sucede tras él. Y para que sea así, simplemente, no se nos dice. Tras el último verso de un haiku no hay nada. No hay información supletoria; hay el abismo, la nada absoluta. Lo que no se nos haya dicho en el haiku no ha existido en ese instante, ni va a existir nunca. Y lo que Onitsura ha relegado a la no existencia es justamente la razón del descenso de la alondra.
Es un haiku que sube y baja. Tiene el vértigo mismo de la vida real. Son tres trazos en el aire, y —a través de ellos— el autor magistralmente nos quita algo y nos da algo. Nos ha privado de su final cuando el pájaro se dirigía en picado hacia la tierra, y de ese modo nos ha hecho contemplar nuestro propio inacabamiento, la naturaleza abierta de todo cuanto hacemos y de todo cuanto somos. Y al mismo tiempo, para reequilibrar las cosas, a modo de yang necesario al yin, se nos ha hecho el regalo de hacernos conscientes de la plenitud de cada uno de nuestros gestos. Los movimientos de la alondra son perfectos, su sentido refracta nuestras proyecciones de sentido sobre ellos. No sube para contemplar mejor dónde hay comida; no baja en picado para lanzarse sobre su comida. Al menos, no en este haiku. No caigamos en el error de pensar que las alondras son sólo pájaros que comen. En este haiku de Onitsura la alondra sube para subir y baja para bajar.

 

 

 

 

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