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vladimir nabokov
de ada o el ardor
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Van empujó la puerta giratoria del Bellevue, tropezó con una maleta de colores chillones, e hizo su entrée a un ridículo
paso de carrera. El portero reprendió con dureza al desgraciado mozo del delantal verde que había dejado el objeto en
aquel lugar.
Sí, esperaban al señor en el salón principal. Un turista alemán corrió detrás de Van para rogarle, con exuberancia y
no sin humor, que dispensase a la maleta culpable, cuyo propietario resultó ser.
Si es así -observó Van- no debería usted permitir que los balnearios peguen sus adhesivos de propaganda en sus
propios apéndices íntimos.
La réplica era absurda, y todo el episodio exhalaba una leve aura paramnésica… Un instante después Van recibía en
la espalda un mortal balazo de pistola (son cosas que pasan, algunos turistas están completamente desequilibrados),
y entraba en una nueva fase de su existencia.
Se detuvo en el umbral del gran salón, pero apenas había comenzado a escrutar el diseminado contenido humano
de éste, cuando se produjo una súbita agitación en cierto grupo alejado. Ada, sin consideraciones a la etiqueta, se
precipitaba hacia él.
Su impulso solitario y apresurado agotó en sentido contrarío todos sus años de separación, mientras dejaba de ser la
extranjera de brillo de jade y alto peinado a la moda para volver a ser la jovencita de brazos pálidos y vestida de negro
que nunca había dejado de pertenecerle.
En aquel particular recodo del tiempo, ellos eran los únicos personajes notoriamente activos y puestos en pie en la
inmensa sala, y muchas miradas les siguieron cuando se reunieron a medio camino, como en el centro de un escenario.
Pero lo que habría debido ser, en el punto culminante de aquella aproximación majestuosa, del éxtasis que aparecía
en los ojos de Ada y en el fulgor de sus joyas, una gran explosión de amor, estuvo envuelto en realidad, por un incongruente
silencio.
Sin inclinarse, Van se llevó a los labios y besó la mano de cisne de Ada, y luego quedaron el uno ante el otro, mirándose
a los ojos, él jugando con unas monedas en el bolsillo del pantalón, bajo la chaqueta «corcovada», ella manoseando su
collar, como si cada uno reflejase, por así decirlo, la luz incierta a la que catastróficamente había quedado reducido todo
el esplendor de su mutua acogida.
Ella era más Ada que nunca, pero un resplandor de elegancia nueva se había añadido a su encanto salvaje.
Sus cabellos, aún más negros, estaban peinados hacia atrás, y realzados, por encima de la nuca, en un moño brillante.
Y la línea Lucette de su cuello desnudo, fino y recto, impresionó a Van como una sorpresa desgarradora.
Trató de construir una frase sucinta (para advertirla de la estratagema que les permitiría concertar una cita), pero aun
no había acabado de aclararse la garganta cuando ella le interrumpió con una orden mascullada: Sbrit’usi! (¡Fuera ese bigote!)
y, dando la vuelta sobre sus talones, le condujo al fondo del salón, a aquel rincón remoto desde el que tantos años había
tardado en salir a su encuentro.
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