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wisława szymborska

 

prosas reunidas

 

 

traducción Manel Bellmunt Serrano
Malpaso Ediciones, S. L. U.
Barcelona
1ª edición: enero de 2017

 

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divas

 

 

En el siglo XVI aún se pensaba que el que una mujer interpretase un papel femenino en un teatro

respetable era algo escandaloso.

Por el contrario, los hombres disfrazados de mujeres (valga como ejemplo el dulce Desdémona,

enredado en unas largas enaguas junto a Otello) era algo normal.

La ópera, que era por entonces una nueva forma musical originaria de ese siglo, respetaba igualmente

esa dudosa idea sobre la decencia.

El pastor Dafnis declaraba su amor a alguien que no era del sexo opuesto, a lo que la pastora Cloe

respondía con su apasionada voz de tiple.

Pero en el año 1600, a propósito del solemne estreno de Eurídice en Florencia, una mujer interpretó

el papel principal.

Este escándalo solamente podía suceder lejos de la Roma papal, donde aún pasaría mucho tiempo

antes de poder ver en escena a una mujer.

Con el transcurso de los años, aquella prohibición romana se tornó cada vez más problemática, dado

que el número de óperas aumentaba y la demanda de chicos que cantasen bien no dejaba de crecer,

mientras que la oferta no era muy grande y sobre ella siempre pendía la inevitable amenaza del cambio

en la voz.

Así que se empezó a castrar a los muchachos. ¿Qué no se haría con tal de mantener las buenas

costumbres…?

A partir de entonces, el papel de las gráciles ninfas, diosas y pastorcíllas, lo desempeñaban inválidos

obesos, más espigados que el resto, pero que poseían unas voces sobrenaturalmente bellas.

Comenzaron a ser solicitados por todas las salas de ópera europeas, incluso por aquellas en las que

las mujeres ya habían sido, en mayor o menor medida, aceptadas.

Los castrados se convirtieron en una amenazadora competencia para el sexo débil, y como consecuencia

de ello, las cantantes se veían obligadas con frecuencia a conformarse con el papel del sentimental

galán.

Esta situación acabó deviniendo en una feria. En Londres, aparecieron en una representación tantas

cantantes con pantalones como castrados con crinolinas.

Quizá resultase maravilloso para el oído; pero, por lo que a la vista atañe, tuvo que ser un verdadero

espanto. Cuando, finalmente, esta salvaje industria de fabricar lisiados se acabó, a las mujeres les

llegó su oportunidad de actuar.

Así que después de apoderarse de todos los papeles femeninos que desempeñaban los castrados,

ocuparon también los masculinos.

La estructura actual es muy similar a la inicial, solo que a la inversa: a la durmiente (ya operística)

Desdémona se le acerca ahora silenciosamente una Otello con el mostacho pegado.

Chopin fue testigo de una representación como esta en París. Dado que Otello era muy menuda

y Desdémona, una buena moza, Chopin tembló al pensar que el estrangulamiento bien podía haber

sido al revés.

Siempre he sentido admiración hacia él porque no se dejó convencer por Mickiewicz— para que

escribiera óperas. Probablemente tenía otros motivos para serle fiel al piano, pero quién sabe si en

ello tuvo también algo que ver ese inmenso sentido para lo cómico que tenía.

Supo ver de antemano todas las posibles monstruosidades que se harían con el reparto, las cuales

sería incapaz de impedir. Y, antes de que ocurriera, se vio a sí mismo, desdichado autor, encogido

en el rincón más oscuro de su palco.

 

 

 

 

 

 

Ruiseñores de terciopelo y seda: la vida de las grandes primadonnas

Walter Haas

traducción del alemán de Juliusz Kydryñski

Cracovia

Polskie Wydawnictwo Muzyczne

1975

 

 


 

 

 

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