una historia de tan grande amor

Érase una vez una niña que observaba tanto a las gallinas que les conocía el alma y las ansiedades íntimas. La gallina es ansiosa,

en tanto que el gallo tiene una angustia casi humana: carece de un amor verdadero en su harén, y además tiene que vigilar toda la noche

para no perderse la primera de las más remotas claridades y cantar con la mayor sonoridad posible.

Tal es su deber y su arte.

Pero volviendo a las gallinas, la niña tenía dos sólo de ella. Una se llamaba Pedrina y la otra Petronila. Cuando a la niña le parecía que

una de las gallinas estaba enferma del hígado, le olía debajo de las alas, con una sencillez de enfermera, lo que consideraba que era el

máximo síntoma de enfermedad, pues el olor de gallina viva no es cosa de broma. Entonces le pedía un remedio a su tía.

Y la tía: «Tú no estás mala del hígado». Entonces, aprovechando la intimidad que tenía con aquella tía preferida, la niña le explicó para

quién era el remedio. Le pareció de buen juicio dársela tanto a Pedrina como a Petronila para evitar contagios misteriosos.

Pero era casi inútil darles la medicina porque Pedrina y Petronila seguían pasándose el día picoteando el suelo y comiendo porquerías que

les hacían daño al hígado. Y el olor debajo de las alas era justamente por la enfermedad. No se le ocurrió ponerles desodorante porque

en Minas Gerais, donde vivía el grupo, los desodorantes no se usaban, como no se usaban prendas íntimas de nylon y sí de cambray. La

tía seguía dándole la medicina, un líquido que la niña sospechaba que no era sino agua con unas gotas de café; y luego venía el infierno

de tratar de abrir el pico de las gallinas para administrarles lo que las curaría de ser gallinas.

La niña no había comprendido aún que no puede curarse a los hombres de ser hombres ni a las gallinas de ser gallinas; tanto el hombre como

las gallinas tienen miserias y grandezas (la de la gallina consiste en poner perfectamente un huevo blanco) inherentes a sus respectivas especies.

La niña vivía en el campo y no tenía cerca una farmacia donde consultar.

Otro infierno de dificultad era cuando la niña encontraba a Pedrina y Petronila flacas bajo las plumas erizadas pese a que se habían pasado el

día comiendo. La niña no entendía que engordarlas significaba precipitarles un destino en la mesa. Y reanudaba el trabajo más difícil: abrirles el

pico. La niña se convirtió en una gran conocedora intuitiva de las gallinas de aquel inmenso huerto de Minas Gerais. Y cuando creció, le sorprendió

enterarse de que, en el argot de los rufianes, el término gallina tenía otra acepción.

Sin notar la cómica seriedad que cobraba la cuestión, dijo: —¡Pero si es el gallo, que es un nervioso, el que quiere! ¡Ellas no lo hacen demasiado!

¡Y es tan rápido que apenas se ve! ¡Es el gallo el que trata de amar a una sola y no lo consigue!

Un día la familia decidió llevar a la niña a pasar el día a la casa de un pariente que vivía muy lejos. Y cuando regresó ya no existía aquella que en

vida se había llamado Petronila. La tía le dio la noticia: —Nos hemos comido a Petronila.

La niña era una criatura con gran capacidad de amar: las gallinas no corresponden al amor que se les da, y, sin embargo, la niña seguía amándolas

sin esperar reciprocidad alguna. Cuando supo lo que le había pasado a Petronila odió a todos los que vivían en la casa, menos a su mamá, a quien

no le gustaba comer gallina, y a los empleados, que habían comido carne de vaca o de buey.

Al papá, a duras penas podía mirarlo: era a él a quien más le gustaba comer gallina. La madre se dio cuenta de todo y le explicó:

—Cuando comemos animales, éstos se vuelven más parecidos a nosotros, porque están dentro de uno.

De esta casa sólo somos nosotras dos las que no tenemos dentro a Petronila. Es una lástima.

Pedrina, secretamente la preferida de la niña, murió de simple muerte natural, pues siempre había sido un ente frágil. La niña, al ver a Pedrina temblando

en el corral candente de sol, la envolvió en un paño oscuro y, una vez bien abrigadita, la colocó encima de uno de esos grandes hornos de ladrillos que

hay en las granjas de Minas Gerais. Todos le advirtieron que estaba acelerando la muerte de Pedrina, pero la niña era obstinada y sin hacer caso puso

a Pedrina toda enrollada sobre los ladrillos calientes.

Sólo al día siguiente, cuando Pedrina amaneció dura de tan muerta, la niña se convenció, entre lágrimas interminables, de que había apresurado la

muerte del ser querido.

Ya un poco mayorcita, la niña tuvo una gallina llamada Eponina.

El amor por Eponina: esta vez era un amor más realista, nada romántico; era el amor de aquel que ya ha sufrido por amor. Y cuando a Eponina le llegó

el día de ser comida, la niña ni siquiera supo cómo llegó a comprender que ése era el destino final de quien nacía gallina.

Las gallinas parecían tener una suerte de presciencia de su destino y no aprendían a amar a sus dueños ni al gallo.

Las gallinas están solas en el mundo.

Pero la niña no olvidó lo que su madre le había dicho respecto de comer animales queridos: comió más de Eponina que el resto de la familia, comió

sin hambre pero con un placer casi físico, porque ahora sabía que de aquel modo Eponina se incorporaría a ella y sería más suya que en vida. Habían

guisado a Eponina a la salsa parda. De forma que la niña, en un ritual pagano que se le había transmitido cuerpo a cuerpo a través de los siglos, le comió

la carne y le bebió la sangre. Durante la comida tuvo celos de los que también se estaban comiendo a Eponina.

La niña era un ser hecho para amar, hasta que se hizo muchacha y aparecieron los hombres.

uma história de tanto amor 

Era uma vez uma menina que observava tanto as galinhas que lhes conhecia a alma e os anseios íntimos.

A galinha é ansiosa, enquanto o galo tem angústia quase humana: falta-lhe um amor verdadeiro naquele seu harém, e ainda mais tem que vigiar

a noite toda para não perder a primeira das mais longínquas claridades e cantar o mais sonoro possível.

É o seu dever e a sua arte.

Voltando às galinhas, a menina possuía duas só dela. Uma se chamava Pedrina e a outra Petronilha.

Quando a menina achava que uma delas estava doente do fígado, ela cheirava embaixo das asas delas, com uma simplicidade de enfermeira, o

que considerava ser o sintoma máximo de doenças, pois o cheiro de galinha viva não é de se brincar. Então pedia um remédio a uma tia. E a tia:

«Você não tem coisa nenhuma no fígado». Então, com a intimidade que tinha com essa tia eleita, explicou-lhe para quem era o remédio. A menina

achou de bom alvitre dá-lo tanto a Pedrina quanto a Petronilha para evitar contágios misteriosos.

Era quase inútil dar o remédio porque Pedrina e Petronilha continuavam a passar o dia ciscando o chão e comendo porcarias que faziam mal ao

fígado. E o cheiro debaixo das asas era aquela morrinha mesmo. Não lhe ocorreu dar um desodorante porque nas Minas Gerais onde o grupo vivia

não eram usados assim como não se usavam roupas íntimas de nylon e sim de cambraia.

A tia continuava a lhe dar o remédio, um líquido escuro que a menina desconfiava ser água com uns pingos de café – e vinha o inferno de tentar

abrir o bico das galinhas para administrar-lhes o que as curaria de serem galinhas. A menina ainda não tinha entendido que os homens não podem

ser curados de serem homens e as galinhas de serem galinhas: tanto o homem como a galinha têm misérias e grandeza (a da galinha é a de pôr

um ovo branco de forma perfeita) inerentes à própria espécie. A menina morava no campo e não havia farmácia perto para ela consultar.

Outro inferno de dificuldade era quando a menina achava Pedrina e Petronilha magras debaixo das penas arrepiadas, apesar de comerem o dia

inteiro. A menina não entendera que engordá-las seria apressar-lhes um destino na mesa.

E recomeçava o trabalho mais difícil: o de abrir-lhes o bico. A menina tornou-se grande conhecedora intuitiva de galinhas naquele imenso quintal

das Minas Gerais. E quando cresceu ficou surpresa ao saber que na gíria o termo galinha tinha outra acepção. Sem notar a seriedade cômica que

a coisa toda tomava:

– Mas é o galo, que é um nervoso, é quem quer! Elas não fazem nada demais! e é tão rápido que mal se vê! O galo é quem fica procurando

amar uma e não consegue!

Um dia a família resolveu levar a menina para passar o dia na casa de um parente, bem longe de casa. E quando voltou, já não existia aquela que  

em vida fora Petronilha. Sua tia informou-lhe:

– Nós comemos Petronilha.

A menina era criatura de grande capacidade de amar: uma galinha não corresponde ao amor que se lhe dá e no entanto a menina continuava a

amá-la sem esperar reciprocidade. Quando soube o que acontecera com Petronilha passou a odiar todo o mundo da casa, menos sua mãe que

não gostava de comer galinha e os empregados que comeram carne de vaca ou de boi. O seu pai, então, ela mal conseguiu olhar: era ele quem

mais gostava de comer galinha. Sua mãe percebeu tudo e explicou-lhe.

– Quando a gente come bichos, os bichos ficam mais parecidos com a gente, estando assim dentro de nós.

Daqui de casa só nós duas é que não temos Petronilha dentro de nós. É uma pena.

Pedrina, secretamente a preferida da menina, morreu de morte morrida mesmo, pois sempre fora um ente frágil. A menina, ao ver Pedrina

tremendo num quintal ardente de sol, embrulhou-a num pano escuro e depois de bem embrulhadinha botou-a em cima daqueles grandes fogões

de tijolos das fazendas das minas-gerais. Todos lhe avisaram que estava apressando a morte de Pedrina, mas a menina era obstinada e pôs

mesmo Pedrina toda enrolada em cima dos tijolos quentes.

Quando na manhã seguinte Pedrina amanheceu dura de tão morta, a menina só então, entre lágrimas intermináveis, se convenceu de que apressara

a morte do ser querido.

Um pouco maiorzinha, a menina teve uma galinha chamada Eponina.

O amor por Eponina: dessa vez era um amor mais realista e não romântico; era o amor de quem já sofreu por amor. E quando chegou a vez de

Eponina ser comida, a menina não apenas soube como achou que era o destino fatal de quem nascia galinha. As galinhas pareciam ter uma

pré-ciência do próprio destino e não aprendiam a amar os donos nem o galo.

Uma galinha é sozinha no mundo.

Mas a menina não esquecera o que sua mãe dissera a respeito de comer bichos amados: comeu Eponina mais do que todo o resto da família,

comeu sem fome, mas com um prazer quase físico porque sabia agora que assim Eponina se incorporaria nela e se tornaria mais sua do que

em vida.

Tinham feito Eponina ao molho pardo. De modo que a menina, num ritual pagão que lhe foi transmitido de corpo a corpo através dos séculos,

comeu-lhe a carne e bebeu-lhe o sangue. 

Nessa refeição tinha ciúmes de quem também comia Eponina.

A menina era um ser feito para amar até que se tornou moça e havia os homens.

Lispector, Clarice, 1925-1977

Felicidade clandestina: contos / Clarice Lispector

Rio de Janeiro: Rocco, 1998

EDITORA ROCCO LTDA.

Rio de Janeiro, RJ

estabelecimento do texto

MARLENE GOMES MENDES

(Dra. em Literatura Brasileira pela USP /

Profa. de Crítica Textual da UFF)

Clarice Lispector

CUENTOS REUNIDOS

Prólogo de Miguel Cossío Woodward

Traducciones del portugués de

Cristina Peri Rossi, Juan García Gayó,

Marcelo Cohen y Mario Morales

1974, Lispector, Clarice

2008, Siruela

Colección: Libros del tiempo, 275


 

 

 

 

 

 

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