13. En la piscina

Las gruesas, las tremendas, las monstruosas señoras de la piscina, todas madres, llevaban

ya cinco días nadando sobre el ahogado. Tú fuiste quien me lo dijo. El agua era mudada cada

domingo por la noche y el ahogado, un muchacho de provincias que vivía modestamente de dar

clases de solfeo, estaba allí, según todos los síntomas, desde el lunes por la mañana. El viernes

por la tarde el agua sabe a cloro y tiene un color agrisado, como de leche sucia.

Las gruesas, las tremendas, las monstruosas señoras de la piscina, todas madres, nadan

torpemente, tragando agua, escupiendo agua. En otro tiempo, ¡ cómo pasa el tiempo!, había abusos,

muchos abusos, tú fuiste quien me lo dijo. Las gruesas, las tremendas, las monstruosas señoras

de la piscina, todas madres, se paraban, de vez en cuando, y sonreían pasmadamente, con un

gesto cuya interpretación no ofrecía dudas.

Tú me lo explicabas muy bien, nadando por la habitación como una gorda señora sin encantos.

¡Qué risa daba verte! La empresa, entonces, mandó echar en el agua unos polvitos misteriosos,

unos polvitos que inventó un químico alemán, y cuando las gruesas, las tremendas, las monstruosas

señoras, todas madres, se paraban y sonreían pasmadamente, con un gesto cuya interpretación no

ofrecía dudas, los polvitos misteriosos entraban en acción y alrededor de las señoras se formaba

una aureola de color encarnado.

-Fue necesario tomar esa medida heroica y vergonzosa -fueron tus palabras, rebosantes de

caridad como un limón. Las gruesas, las tremendas, las monstruosas señoras de la piscina, todas

madres, llevaban ya cinco días nadando sobre el joven profesor de solfeo, el joven que había puesto

todas sus ilusiones en la conquista de la ciudad.

Vaya. Ahora, con eso de los polvitos misteriosos, sucedía que, a veces, una señora salía del

agua y se iba, con el bañador pegado y chorreando, hacia los vestuarios. Algunas se vestían y se

marchaban, a disponer sus hogares. Otras, no; otras volvían a echarse a nadar sobre el ahogado,

sobre el joven profesor de solfeo que, como nadie cuidó de cerrarle los ojos, parecería, a buen

seguro, un joven besugo muerto.

Tú, hijo mío, siempre me has parecido más bien un pájaro, un pájaro encantador.

C. J. Cela

Mrs. Caldwell habla con su hijo


 

 

 

 

 

 

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