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el nadador

Al nadador aún le pasan cosas en la vida. Tal vez es un tipo inconformista que, con un golpe de carácter, se ha dicho:

a la mierda los torpedos: avante toda. Y allá va, tirando del hilo, del cable neurocerebral, de la hebra del destino: forzando

los brazos, los ritmos, las cadencias, el tiempo de madurar.

Es un ciudadano largo, longitudinal, perfecto y acuático, voluntario de la vida y con el cutis inmediato, que le habla al agua

en voz baja, muy baja, muy suave, con verbos auxiliares, como le hablaría a una mujer amada.

No es extraño que se haya metido en el agua: como tantas otras veces, la tierra está sangrando, y al nadador, como al

caballo del otoño, el aire que le sigue tiene forma de océano.

Desde la orilla lo escuchamos pasar como haciendo ruido de cristales o de ojos fijos, y un sonido de soledad o de silencio

o de sí mismo: como alguien que bracea en el agua, en suma, que es lo que está haciendo, como una embarcación bonita

y sonora de respiraciones. Y tal vez nadará a través de los viejos portones de la tarde, quizá siguiendo los larguísimos huesos

de la noche o cruzando las lluvias cansadas, porque puede llover en cualquier momento: esa luz es casi del mismo color

apagado que la sombra y está vengándose de los colores y tirando los brazos por la borda.

Se dice que siempre son los mejores nadadores los que se ahogan, pero aunque mire hacia atrás, ya no puede hacer nada:

el deporte es la mayor escuela de vanidad.

La muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir y eso se consigue mejor en el agua, donde, además, el cuerpo

se parece mucho más a la tumba del alma. 

En el agua, el nadador está entre paréntesis o en la trastienda de sí mismo, ajeno a las tareas sucias de la tierra firme y al

precio del dinero, esperando sin esperar a que su cuerpo se canse de tanta agua tonta. De momento va cómodo de agujas,

crudo de color, bravo, fresco y suave.

Confiamos en que, cuando salga del agua, cierre bien esa pila bautismal.


 

 

 

 

 

 

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