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Patricia está en una casa, en una habitación desvencijada, con muchas grietas y desconchones
y despintados y deterioros. Mira como extrañada, tal vez de nosotros o de sí misma; va de color
salmón, con un vestido sencillo, quizá algo traslúcido, trabajado de falda pero liso de top.
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Tiene un pelo rubio que lleva con raya al medio, poco peinado, hacia greñoso sin estar sucio,
que Patricia se toca con la mano de manera inusual, tal vez peinándoselo sin acierto, o como
extrañada de encontrarse pelo donde tiene el pelo, o como si no se reconociera al mirarse en
un espejo.
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Patricia parece desorientada, ‘entre el disparate de estar viva y el disparate de estar muerta’ –que
dijo el poeta, como si no se encontrara a sí misma en los archivos de Darwin; quieta y de pie porque
no se acuerda de otras posibilidades de movimiento o de reposo; parada, detenida junto a la puerta
porque tal vez la ha confundido con un animal de sangre caliente.
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Está hermosa, muy uniforme, muy igualada de colores, como si ella estuviera fotografiada en sepia
dentro de una foto en color, con la piel sepia, y los ojos sepia, y el pelo sepia, y los labios sepia,
y la mirada, también la mirada sepia.
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