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Keira se ha apoyado en la piedra buscando el dolor del frío o el alivio del frío o la muerte
en la piedra fría o el descanso en el dolor o en la muerte. Es tan hermosa. Parece que se
ha quedado sin esperanza, desolada, sobrepasada por la pérdida o por la ausencia o por
el abandono.
Se ha dejado caer sobre la piedra con los labios puestos y los ojos perdidos, ausentes de mirada
y rotos de intención, con el sistema eléctrico del cuerpo congelado en un cortocircuito de tristeza,
ya sin fusibles, sin chispas, sin lucecitas.
Ha buscado la piedra fría para dormir o morir, poseída de pronto por una ausencia matemática
y metafísica de vida, dejada de la mano de dios, con el esqueleto animal sin ideas, sin sentimientos,
sin pajaritos blancos.
Está caída en la piedra fría, con sus ángeles fugitivos, con sus velas apagadas, como una mujer
sola a golpes y con los ojos descolgados, bajando ella misma a romper sus etapas porque cuándo,
para qué, porque nunca más.
Está en la piedra y ya no es nadie, el pelo frío le enfría la cara, los ojos fríos le hielan los labios,
el aire amarillo le come la piel y dentro de ella se oye apenas un sonido fúnebre de frías piedras
y un aroma de cenizas y un olor muerto.
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