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Miro la hora, y mirándola
miro un puntiagudo trozo de metal
que apunta un número
y hace ángulo perfecto. Bien.
Los canales de televisión
alternativamente me recuerdan mi vida
y mis otras. Todas las otras
que buscaban cómo acabar el día.
Acabar la noche: acabar.
Ahora empiezo. Empiezo porque
una estúpida manía de controlar
la hora me sugiere un vacío:
este que no conocía. Este
que se ha colado
entre la televisión y la esfera estúpida.
Un vacío que bloquea
mis ganas de salir o entrar.
Mis lentos pasos que: ¿adónde van?
Estos lentísimos, costosos, caros pasos
sobre arena, sobre piedras, sobre ciudades,
sobre sábanas, sobre oficinas, sobre bares,
sobre mi propia tumba si hubiese
muerto en un día como el de hoy.
La ventana, los tendederos, el afán
de querer escribir todo cuanto veo.
No lo que miro, sino lo que veo.
El precipitado cariño que de pronto
le ofrezco a un vaso. Y lo lleno.
Así no es la soledad: así es
lo que es así, y no me conmueve
que el amor supere la desidia,
porque nada supera a nada
estando aquí. Así, como quien
con un gesto inútil mira la hora
desvelando en esa geometría
cataclismos, deseos, partes de vida.
Partes de un todo que no sé.
Que no sé adónde lleva.
Y me duele esta quietud, a pesar
de andar y andar. Este
poco misterioso duelo: esta evidencia.
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concha garcía
hora novena del catorce de septiembre
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