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Cuando fui de visita al altar, usé vestido de organdí celeste, más largo que yo, por donde a ratos,
sobresalía un pie de oro, tan labrado y repujado desde el seno mismo de mi madre.
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Mi pelo también era de organza celeste, más largo que el vestido, pero podía pasar al rosa y
aún al pálido topacio.
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Desde que llegué, las habitantes se pusieron a rezar y así empezó la novena… la novena empezó así.
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Los picaflores colibríes atravesaban las oraciones, entraban a ellas y salían.
Su fugaz presencia producía primero desasosiego para dar después otra destreza e intensidad a la sagrada murmuración.
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Algunos seres estuvieron de visita afuera y por segundo. Vino la vaca de cara triste, el conejo, la nieve y una mosca.
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Mientras estuve, las habitantes rezaron apasionadamente mirando sin cesar mi velo, mi pelo, que en pocos
segundos iba del azul al rosa y aún al rubí pálido, con absoluta naturalidad.
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