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el desnudo femenino en la pintura
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arnold gara – nude – 1910
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Esta mujer, esta señora, parece poco ubicada, como intentando vagamente localizar
la pelota en un campo de golf, cogiéndose o cubriéndose las tetas más por desamparo
que por pudor, tal vez sintiendo la falta de colores de su cuerpo serrano.
Uno cree, merodeando, que a la isla de hierba donde ella está puesta ha llegado mucho
antes su causa inmaterial, incorpórea y descolorida, y que sólo después, más tarde,
mañana, otro día, llegara, quizá, su cuerpo entero, de peso y color.
Tal vez así se explique mejor qué busca, qué mira, qué quiere: una de sus presentaciones
o de sus envolturas, que es ella, espera a la otra presentación o envoltura, que también es
ella. Una de las dos –o las dos- se ha perdido o adelantado o retrasado o ha abandonado
a la otra.
Se ha colocado en un parche de hierba tal vez para ser más visible, más localizable, para
poner algún color entre su blanco sucio y el blanco sucio de su entorno, de su alrededor, de
su paisaje. Tiene una belleza extraña, peculiar, que quizá proviene de su condición descolorida:
es hermosa como una ventana con todos sus cristales o como una mosca cuando vuela con éxito.
No nos mira, pero es como si nos mirase, porque nos salpica intensamente con sus líneas
femeninas, con esas instantáneas de eternidad que nos envía su belleza. Y porque el momento
exacto de su tiempo y el punto exacto de su lugar, son las coordenadas de esta mujer muy escasa
pero purísima.
Necesita, claro, rellenarse de sí misma, reconciliarse con su materia de peso y color, ser ocupada
por su propio cuerpo. Si la separación o el desencuentro se alargan, habrá que informar a los
servicios sociales, a sanidad, a los periodistas.
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