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[/ezcol_1half][ezcol_1half_end]La zapatería del amor
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El fotógrafo de la vida y de la muerte no ha tenido piedad y nos ha dejado abierta una ventana impúdica delante de la zapatería del amor, donde todos los zapatos son huérfanos de pareja y de pieses, y tal vez por eso sienten el frío falso de la soledad, añadido al frío real del frío, y se amontonan para darse calor como si no estuvieran muertos.
Es la zapatería de Auschwitz-Birkenau, ante la que uno debería callarse para siempre, o andar de rodillas todo lo que le quedara de vida, o sumergirse ahí, en el montón de zapatos, y arrancarse el pelo o comerse las orejas propias y ajenas, o vestirse de saco y de ceniza en una penitencia definitiva.
Es la tienda de las últimas rebajas, de los saldos funerales, no hay manera de encontrar dos zapatos ni siquiera parecidos: después de pasarse una hora buscando entre la muerte y tanto cuero loco, se acaba saliendo con una chancleta en un pie y una bota en el otro, las dos pequeñas de talla y las dos del pie siniestro, que además abollan el empeine, como les pasaba con el zapato de cristal a las hermanastras malas de Cenicienta.
Hay que quedarse en estos zapatos, con estos zapatos, mucho rato, muchas vidas, en esta zapatería de los altos hornos de Loewe, para no olvidar nada, para impedir que la imaginación nos lleve más allá: hay que ponerse las piernas de madera, las patas de palo para clavarse en la tierra y, riendo como una hiena, obligar a la vieja que ya está desnuda y azul de frío a que se quite las sandalias Armani de cuero trenzado en rojo y negro para que la nieve bonita le haga cosquillas en los talones mientras se le come los dedos de los pies a gangrenazos, y como parece contenta de frío, pedirle que nos baile la última muñeira de su vida, a la pata coja y levantándose hasta la barbilla las tetas, que las tiene como baberos de babear.
Hay que quedarse muchas horas en la zapatería del amor, hasta que nos salgan suelas en los labios, hasta que vuelva la tormenta que nos llama padre y que llora en su delantal como una camarera, hasta que suba el nivel del mar que no existe y se lleve el rebaño de zapatos a las playas del Caribe, donde podrán andar descalzos y pisar la arena tibia, la arena blanca, la espuma larga de las olas.
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Narciso de Alfonso
© Fotografía de Servando Gotor Sangil
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