Hemos intentado dejar limpio de erratas este texto de Cortázar sobre Lezama,
el libro está ya viejo y cambia letras o añade signos de puntuación cuando
le apetece, como el propio Lezama y las comas.
COLOQUIO INTERNACIONAL SOBRE
LA OBRA DE JOSE LEZAMA LIMA
CENTRO DE INVESTIGACIONES LATINOAMERICANAS
UNIVERSIDAD DE POITIERS, FRANCIA 1982
Editorial Espiral/Fundamentos
1984
ENCUENTROS CON LEZAMA LIMA
Julio Cortázar
Pronto se cumplirán veinticuatro años desde el día en que tuve mi primer contacto directo con José Lezama Lima. Para decirlo con un famoso verso de Mallarmé, como a él le hubiera gustado, hoy en que la eternidad lo está transformando en sí mismo, en su definitivo ser humano y poético, hoy cuando múltiples estudios, investigadores y análisis van reuniendo uno a uno los fragmentos del mármol para integrar la imagen cabal de aquel que vivió para las imágenes como proyecciones supremas del espíritu y la carne, hoy es tiempo de aportar nuestro fragmento de recuerdo, por mínimo que sea, para que el trabajo de la eternidad se cumpla aquí entre nosotros y por nosotros.
Quisiera entregar entonces mi pequeña parte de ese avance hacia la totalidad de Lezama, y si lo hago por amor a él, a la poesía y a la verdad, lo hago también como parte de la lucha que me ha tocado librar por la libertad y la cultura del pueblo de Cuba desde el comienzo de la revolución. No han faltado ni faltarán los que intenten deformar la imagen del poeta con el miserable propósito de impedir su proyección total en el contexto de su tiempo y de su país. Magnificando diferencias parciales .Y perfectamente necesarias en una dialéctica de transformación y de real identificación con la verdad cubana, no faltan los que pretenden mostrar a Lezama como un símbolo de la incomprensión e incluso de la enemistad por parte de determinados dirigentes e intelectuales de la revolución, generalizando incidencias y divergencias momentáneas y etapas felizmente dejadas atrás y reparadas; buscan así montar la estatua a su manera y no por la estatua misma, sino para servirse de ella para desfigurar la entera imagen de la plaza central en la que se alza, esa plaza central de todo un país y su pueblo. Por eso – y lo pienso un poco como Lezama lo hubiera pensado, proyectando la realidad en lo imaginario que para él era siempre más real- se me ocurre que esta reunión en Poitiers tiene algo de legendario, algo que reúne una vez más a Arturo y a sus caballeros en torno a la mesa redonda.
Nuestro Graal se llama Lezama Lima; hay que buscarlo, porque sólo lo conocemos y lo alcanzamos en parte; hay que traerlo a nuestra interioridad para que nos ilumine; hay que defenderlo de manos sucias y de intenciones impuras que se sirven de él ahora que no puede rechazarlas con ese humor que en su tiempo redujo a cenizas tantos ataques de resentidos y de envidiosos. Seamos hoy aquí sus caballeros andantes, ayudemos a destruir a tantos monstruos, enanos y brujas que acechan en los caminos por donde se va al encuentro de ese espléndido Graal de la poesía cubana. Hablando de caminos, yo entré en el mundo de Lezama por el del azar, que siempre ha sido mi mejor camino.
Hacia 1957 me ganaba la vida y el hastío traduciendo documentos de la Unesco. En aquel tiempo, que parecerá pre- histórico a los que viven rodeados de maravillas electrónicas, dictábamos nuestros textos a mecanógrafos o, cuando eran menos urgentes, a taquígrafos. Una tarde llegó a mi despacho un joven que se presentó como cubano y al que le empecé a dictar una larga traducción. Mi aburrimiento databa ya de muchos años y no debía notarse demasiado, pero pronto me di cuenta de que el joven mecanógrafo se distraía a cada momento para mirar por la ventana y que su eficacia y velocidad se resentían considerablemente por su tendencia a interrumpir una frase para hacerme notar que una mariposa amarilla acababa de posarse en el borde de la ventana, o que determinada palabra le provocaba inevitablemente una asociación mental con un verso de Góngora donde, curiosamente, no figuraba la tal palabra. Me di cuenta de que la única cosa interesante por hacer (excluida la de echarlo y llamar a alguien más competente) era ofrecerle un cigarrillo y hablar de lo que evidentemente le importaba, o sea de cualquier tema lo más alejado posible del programa de la Unesco.
Supe entonces que se llamaba Ricardo Vigón, que llevaba un tiempo en París, y que en La Habana vivía un poeta admirable, ése que hoy nos ha dado cita aquí. Reconocí, avergonzado, mi ignorancia, y Vigón volvió al día siguiente con un número de la revista Orígenes; conocí esa noche a Lezama Lima en uno de sus textos más admirables, que en la revista se titulaba Oppiano Licario y que es hoy el capítulo XIV y final de Paradiso. Vigón me había dado la dirección de Lezama, ese famoso Trocadero, 162, bajos, después de asegurarme que algunos de mis cuentos le gustarían, y que estaba muy solo en esa Habana donde toda cultura era entonces un riesgo. Pocas veces he sabido escribir a quienes admiro, pero sentí que debía decirle a Lezama que su texto me había dado acceso a un dominio fabuloso de la literatura, y, aunque no sé cómo lo hice, un mes más tarde recibí una carta y un paquete de libros; entre ellos estaba Tratados en La Habana, con una dedicatoria casi increíble: A Julio Cortázar, por su ardido traspasar del paredón en ancho.
Cuatro años pasaron, durante los cuales Lezama y yo cambiamos cartas y libros; dejé de ver a Ricardo Vigón y un día supe de su temprana y dolorosa muerte, así como más tarde habría de saber que seguía viviendo en el personaje de Fronesis que pasea su belleza y su gracia a lo largo de Paradiso. Vino la revolución y viajé a Cuba a fines del año 61, temeroso como siempre en vísperas de enfrentarme con alguien tan esperado, tan querido. El pintor Mariano nos reunió en una cena, particularmente exquisita en su momento en que todo faltaba en Cuba, y Lezama llegó con un apetito jamás desmentido desde la sopa hasta el postre.
Cuando lo vi saborear el pescado y beber su vino como un alquimista que observa un precioso licor en su redoma, sentí lo que luego Paradiso habría de darme tan plenamente: el deslumbramiento de una poesía capaz de !abarcar no sólo el esplendor del verbo, sino la totalidad de la vida desde la más ínfima brizna hasta la inmensidad !cósmica. Recuerdo que pensé en la frase de Descartes, cuando un pedante que lo veía comer con apetito se maravilló de que un filósofo pudiera ceder hasta ese punto a la sensualidad, y Descartes le respondió: ¿Pero es que creéis, señor, que Dios ha creado estas maravillas para el solo placer de los imbéciles?
Y entonces Lezama empezó a hablar, con su inimitable jadeo asmático alternando con las cucharadas de sopa que de ninguna manera abandonaba; su discurso empezó a crecer corno si asistiéramos al nacimiento visible de una planta, el tallo marcando el eje central del que, una tras otra, se iban lanzando las ramas, las hojas y los frutos. Y ahora que lo digo, Lezama hablaba de plantas en el momento más hermoso de ese monólogo con el que le agradecía a Mariano su hospitalidad y nuestra presencia; recuerdo que una referencia a la revolución lo llevó a mostrarnos, a la manera de un Plutarco tropical, las vidas paralelas de José Martí y de Fidel Castro, y alzar en una maravillosa analogía simbólica las imágenes de la palma y de la ceiba, esos dos árboles donde parece resumirse la esencialidad de lo cubano.
Y también recuerdo que en un momento dado el camarero se acercó para retirar los platos, y que Lezama interrumpió su soliloquio para mirarlo con una cara de bebé afligido y enojado al mismo tiempo, mientras le decía: «Yo he venido aquí para hablar con mis amigos, pero ésa no es una razón para que usted se lleve la sopa.» Fueron días maravillosos, en los que además de Lezama conocí a Cintio Vitier y a Fina, a Eliseo Diego, al padre Gaztelu, y con ellos a otros que también habían participado en esa aventura sideral que fue la revista Orígenes. Volví una y otra vez a Cuba, y en cada ocasión el sombrío pero tan cálido salón de la vieja casa de Lezama albergó muchas horas de charla, de tabaco y de amistad. Ya entonces la salud de Lezama distaba de ser buena, pero siempre estaba dispuesto a darse una vuelta por La Habana vieja, y en alguna foto tomada por Chinolope, un fotógrafo delirante que adoraba a Lezama y nos seguía con su ojo de cíclope por todos lados, se nos ve frente a la hermosa catedral que de pronto se animaba en la palabra de Lezama para mostrarme uno a uno sus secretos, su magia, en la que todo se mezclaba, la Notre Dame de Víctor Hugo, las abadías cistercienses y la fiebre del barroco americano, en un con· cilio prodigioso de santos, filósofos, místicos y alquimistas, evocaciones de Fray Luis de León y de Sor Juana Inés de la Cruz, de Paracelso y Fulcanelli, con la cercanía casi palpable de Tomás Becket y Abelardo y San Luis de Francia.
Para ese entonces Lezama estaba dando los últimos toques a Paradiso, y en 1966 me hizo llegar la primera edición cubana, con una dedicatoria que quiero citar no por lo que dice de mí, sino porque contiene en pocas líneas lo que yo mismo no podría decir de nuestras afinidades: «Para mi querido amigo Julio Cortázar, el mismo día que recibí su magnífica Rayuela, le envío mi Paradiso. Entre1 usted y yo hay un cariño muy grande, sin habernos casi tratado; a veces se lo atribuyo al común ancestro pero otras me parece como si los dos hubiéramos estudiado en el mismo colegio, o vivido en el mismo barrio, o que cuando uno de nosotros dos duerme, el otro vela y lee en la buena estrella.» Leí Paradiso como quien entra en una alucinación que no lo priva de lucidez, quizá como Dante bajando a los infiernos llevado de la mano por Virgilio. Solitario en las colinas del sur de Francia, no podía saber que en ese mismo momento la novela de Lezama caía junto con otros libros y otras personas en un infierno diferente, esta vez burocrático, del que tardaría en salir.
El resentimiento, la ignorancia y la envidia alzaban su triple cabeza para inventar un Cerbero idiota que ladraba pretendidamente revolucionarias. Acusado de inmoralidad y de pornografía, Paradiso entraba en una especie de clandestinidad de la que habría de salir más brillante y más revolucionario que nunca apenas los auténticos responsables de la cultura, Fidel Castro el primero, enderezaban el timón de esa barca que había estado a punto de perderse en la mediocridad y el conformismo. De Fidel se cuenta que, interrogado en la escalinata por estudiantes que no entendían por que se había suspendido la venta de Paradiso, contestó que él no entendía gran cosa de lo que pasaba en esa novela, pero que de ninguna manera le parecía contrarrevolucionaria, opinión que no escapó a los oídos de quienes lo acompañaban. Y aunque me salga un poco del tema, la anécdota coincide significativamente con una opinión de Gierek, el dirigente polaco de los años setenta, cuando se enteró de que los jóvenes reclamaban una segunda edición de Rayuela en momentos en que no se autorizaban las reimpresiones por razones, al parecer, de economía de papel. En esa ocasión Gierek pidió ver libro, y lo devolvió diciendo: No entiendo nada, si a los lectores les gusta, que se reimprima. Me olvide de contárselo a Lezama la última vez que nos vimos,
Y fue una lástima, porque, sin duda, hubiera recordado su dedicatoria en la que unía nuestros caminos con tanta generosidad. Mientras estas cosas sucedían en Cuba, yo salía de la lectura de Paradiso y casi de inmediato escribía de un tirón el texto que luego incluí en La vuelta al día en ochenta mundos, y que se llama Para llegar a Lezama Lima. Se lo envié, y más tarde supe que había contribuido de alguna manera a cerrarles el pico a los cuervos literarios Y burocráticos que graznaban contra el libro. Si de algo puedo alegrarme en esta vida es de haber ayudado, sin saberlo, a restablecer la verdad en momentos críticos, de la misma manera que muchísimos años antes, en mi hoy tan lejano Buenos Aires, me tocó defender de un sectarismo insolente; ese otro gran libro que es Adán Buenosayres, la novela de Leopoldo Marechal. No tengo nada de Lanzarote ni de Galahad, pero-algo debo tener de Parsifal, que, según el consenso legendario, era ingenuo y hasta tonto, pero que llegaba con la lanza en ristre allí donde hacía falta.
En todo caso, siempre preferiré ser un tonto de buena voluntad que un inteligente resentido. Tengo que decir ahora que jamás me imaginé lo que habría de reservarme Paradiso, que muy poco después me llevaría, como se dice en las novelas de caballería, a mesarme los cabellos. En mi siguiente viaje a Cuba me enteré de que la editorial mexicana Era iba a hacer una nueva edición del libro, y Emmanuel Carballo me pidió que me encargara de la revisión general del texto. Los dos sabíamos de sobra que la edición cubana estaba plagada de errores tipográficos, sin contar algunos descuidos casi increíbles de Lezama, que iba cambiando alegremente la ortografía de los nombres de algunos de sus personajes a medida que avanzaba en la escritura, con lo cual Alberto Olaya se convertía de pronto en Olalla, y no hablemos de otras fantasías parecidas. Cuando hablé de esto con Lezama no sólo estuvo .de acuerdo en que yo ajustara esos detalles, sino que me dio una peligrosa carta blanca para entrar más de lleno en el texto si lo creía necesario. Por supuesto yo no lo creía, pero aproveché para mostrarle algunos pasajes donde un diluvio de comas cortaba frases que, aliviadas de esas molestas colas de monos, adquirían su pleno sentido.
Fue entonces cuando me dijo algo que jamás olvidaré: Tienes razón, muchos me reprochan la forma en que pongo las [,] comas, pero es que no se dan cuenta de que soy asmático! y que mi respiración en la escritura corresponde a la de mis pulmones.» Frente a eso no quedaba más remedio que respetar lo más posible esa fragmentación, y así lo hice. Carballo me envió pruebas de galerada a París, justo cuando yo partía a la India para trabajar en una conferencia de la Unctad, y como el tiempo apremiaba me llevé las pruebas para revisarlas en el hotel. Tuve suerte, porque en la conferencia no había casi trabajo, y mi desagradable oficina se convirtió en una maravillosa caverna de Alí Babá, poblada por los personajes de Paradiso y la permanente fascinación de una lectura palabra a palabra, que es en el fondo la manera de leer ese grimorio de prodigios donde cada fragmento es como una constelación, un pectoral, un ensalmo. Empecé a descubrir no pocos pasajes en los que los errores de impresión no eran los únicos de la oscuridad, y los envié inmediatamente a Lezama, junto con un intento de interpretación personal. Esperaba ingenuamente que todo quedara aclarado, pero las respuestas consistieron en’ explicaciones que multiplicaban la oscuridad, o en aceptar en la mayoría de los casos mi versión, lo que a su vez multiplicaba mi responsabilidad en los cambios, que a él le parecían mínimos, pero que yo sentía como atropello o una falsificación.
En todo caso, centenares de comas volaron al canasto, las cinco maneras diferentes de escribir el nombre de Stravinski se uniformaron, y cuando volví a La Habana encontré a un Lezama muy feliz con la nueva edición y lanzado a escribir la segunda parte de la novela. Estaba ya muy enfermo, y aunque acariciaba la idea de viajar a Francia para ver por fin tantas cosas que había imaginado de una manera que acaso la realidad no le hubiera dado con tanta fuerza, sentí que nunca haría ese viaje, que al igual que en sus pocos desplazamientos anteriores se volvería inmediatamente a su sala de la calle Trocadero donde la plenitud del universo lo esperaba en el profundo sillón y en los anillos de humo de su tabaco. Allí pasó sus últimos años, saliendo apenas, pero recibiendo a sus amigos con una generosidad que los más jóvenes, sobre todo, guardan hoy como una joya secreta.
En mis visitas forzosamente espaciadas advertía quizá mejor que otros los estragos de su enfermedad, pero su voz era la misma y sus imágenes verbales nacían incontenibles y admirables aún en el más trivial de los diálogos; en verdad, jamás me ha sido dado a conocer a un escritor para quien escrituras y palabras fueran a tal punto una misma cosa. Me acuerdo, por ejemplo, de algo que me contó Pablo Armando Fernández, después de visitar una tarde a Lezama y encontrarlo con una crisis de asma que llenaba de silbidos cada una de sus frases, mientras que en la calle unos martillos mecánicos producían un estruendo atronador. Cuando Pablo Armando le preguntó cómo estaba, Lezama le contestó: «Y cómo quieres que esté, con ese fragor wagneriano ahí afuera y yo aquí con mi chaleco mozartiano…;
Lo vi por última vez en casa de José Triana. Fue muy penoso para él subir la breve escalera que llevaba al primer pero apenas hubo descansado un momento encendió uno de sus grandes tabacos y apreció como siempre el vino y la comida, mientras el paso de un gato por las rodillas de uno de nosotros alzaba en él una asombrosa evocación del antiguo Egipto con sus gatos divinizados, la poesía de Baudelaire y todo lo que podía surgir en su imaginación de palabras como angora, siamés y otras estirpes gatunas. Un telegrama, dos meses más tarde, me trajo a Francia la noticia de su muerte, Me acordé de una frase suya, el día en que alguien le preguntó por qué fumaba tanto y abusaba de las inhalaciones contra el asma.
Lezama nos miró despaciosamente, antes de decir: Yo ya he hablado con mi muerte, y cada uno sabe lo que tiene que hacer.» Después de eso, ¿qué otra cosa quedaba que ofrecerle otro tabaco, que siempre aceptaba con una alegría de niño, Yo, desde entonces, enciendo mis tabacos pensando en que lo hago también por él, para él. En esa tarea de dormir y de velar alternadamente, que él tuvo la generosidad de compartir conmigo en su dedicatoria, hoy le toca dormir mientras yo todavía sigo velando. ¿Pero cuál es, en el fondo, la diferencia?
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