robert henri – mata moana
Ella está frontalmente desnuda, como un boxeador que ha bajado la guardia,
como un caballo o una amazona sin caballo o una saltadora de trampolín.
Está entera en sus partes decimales, abierta como un paisaje abierto, como
una fachada de tres pisos con ascensor y vistas al parque.
Vestidas o desnudas, algunas mujeres tienen el aspecto, el aire, el talante de
un hogar; otras, en cambio, son más bien como un domicilio, o como un apartado
–muy apartado- de correos: llevan dentro o encima algo anónimo o general,
numérico o embotellado.
Vestidas o desnudas, algunas mujeres ya decidieron cuando entonces, con los órganos
duros de la decisión, todo lo que había que decidir, todo lo que iba a ser su vida, y
fueron entornando puertas que un golpe de viento acabó de cerrar, se fueron
abrochando el impermeable de Armani con adornos de amianto y se hicieron opacas.
Vestidas o desnudas, algunas mujeres se toman el café con leche delante del espejo,
detrás del espejo, en el espejo, no por narcisismo, porque ya se han dado cuenta de
que rinde poco, sino por innovismo, buscando en su imagen y en sus maneras lo
insospechado, lo novísimo, lo otro, lo distinto que las suba más alto en el caballo
de sí mismas.
Vestidas o desnudas, algunas mujeres, después de abanicarse las tetas y refrescarse
los muslos con agua de vichy, que les hace cosquillas, se visten o se desnudan de majas
y salen a comerse unos churros o a buscar novio, lo que pase antes, marchosas y
cachondas como la misma vida, espléndidas y generosas como un almirante,
suaves y sencillas como el que toca los platillos en la orquesta.
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