el gitano
El fotógrafo se ha puesto —y nos ha puesto— en un aprieto, abriendo la ventana
en que ha enmarcado con exactitud a un gitano: para cada acción hay una reacción,
y la reacción de un gitano puede ser del frío metal de una sola navaja, obscenamente
limpia, con reflejos de plata mala.
Está como incorporándose en los estribos, atravesado, buscándose las plumas negras
del negro sombrero. Quizá pide un desagravio mientras nos va ganando la cara con un
repechazo. Tiene la piel de un color entre fosco y carbonero y la mirada de los ojos es
oscura y terca y se arranca en oleadas, como la de un caballo bravo.
Se sabe que un gitano llega siempre: besa, encuna y carga; si hace falta se pone engallado
y se remonta como si fuera sobre una ola bonita encima de una tabla de surf. Se enmienda
del quiebro y se vuelve a emplazar, guapote pero seco.
Si es codicioso o zurdo de intención, además de llegar siempre, siempre gana terreno: con
cuidado, receloso, amarrando para disecar despacio y sin dejarse ver hasta que se vuelca.
Si ha embrocado como quería, se sale por diestra o por siniestra, depende. Si es gitano de
raza, es conocedor y cierra con cerrojo, retrocediendo.
Algunas heridas son tan profundas o próximas al hueso que no se puede parar la hemorragia
de ninguna manera. Esta vida da pocas explicaciones, pero una manzana no cae lejos de su
árbol. Total, que uno acaba preguntando al gitano, que ya ha acabado su faena: ‘inmenso
documento de Darwin: ¿a qué hora vendrán, pues, con mi retrato? Cuéntame, por piedad,
lo que me pasa’. A lo que el gitano no suele responder ni por piedad, que por eso es un gitano
como dios manda.
Mientras, la noche va sorbiendo los colores de la tarde hasta que se los bebe del todo y
se duerme como un niño después del vaso de leche. La oscuridad es un poco más lenta que
la luz, por eso parece mala o tonta y por eso se esconde.
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