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Margaret Fuller Slack
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Podría haber sido tan grande como George Eliot
pero el destino no quiso.
Miren la foto que me hizo Penniwit,
con el mentón apoyado en la mano y los ojos profundos,
grises también y penetrantes.
Pero existía el viejo, viejo problema:
¿Celibato, matrimonio o libertinaje?
Luego John Slack, el rico farmacéutico, apareció tentándome
con la promesa de libertad para mi novela,
y me casé, trayendo al mundo ocho hijos.
Y ya no tuve tiempo de escribir.
De todas maneras, para mí todo estaba acabado
cuando la aguja me atravesó la mano
lavando los pañales del bebé,
y morí de tétanos, una irónica muerte.
Escuchadme, ánimas ambiciosas:
¡El sexo es la maldición de la vida!
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Margaret Fuller Slack
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I WOULD have been as great as George Eliot
But for an untoward fate.
For look at the photograph of me made by Penniwit,
Chin resting on hand, and deep-set eyes—
Gray, too, and far-searching.
But there was the old, old problem:
Should it be celibacy, matrimony or unchastity?
Then John Slack, the rich druggist, wooed me,
Luring me with the promise of leisure for my novel,
And I married him, giving birth to eight children,
And had no time to write.
It was all over with me, anyway,
When I ran the needle in my hand
While washing the baby’s things,
And died from lock-jaw, an ironical death.
Hear me, ambitious souls,
Sex is the curse of life!
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Edgar Lee Masters (1868–1950). Spoon River Anthology. 1916
Edgar Lee Masters
Margaret Fuller Slack
De La antología de Spoon River
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Cuando los muertos narran
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Manuel Rico
Babelia – 30-07-2005
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HACE NOVENTA años, en 1915, se publicó en Nueva York Antología de Spoon River,
la obra maestra de Edgar Lee Masters. Cuando apareció, nadie, ni siquiera su autor,
sabía que acababa de ser editado uno de los pocos best sellers de la historia de la poesía norteamericana.
Lee Masters vendió 19 ediciones aquel año y en 1940 contaba con la friolera de 70 ediciones.
Hoy es un clásico de la poesía anglosajona que, como todo clásico, nos habla de las incertidumbres
de todo ser y de todo tiempo. La Antología es la crónica poetizada de una ciudad imaginaria, Spoon River,
escrita en los nichos de su también imaginario cementerio.
Son los muertos, a través de sus epitafios, quienes nos hablan de su intrahistoria a la luz de los oficios,
cargos o profesiones que ejercieron o de lo que fue su vida cotidiana. Cada epitafio, un poema, una pequeña crónica,
un relato, un fragmento de vida:
«Uno murió de una fiebre, / otro se quemó en una mina, / a otro le mataron en una riña, / otro murió en la cárcel,
/ otro cayó de un puente donde trabajaba para mantener a su mujer y a sus hijos…
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/ Todos, todos duermen. Todos están durmiendo en la colina». .
No es difícil imaginar a su autor, veinte años antes de la edición del libro, como joven abogado trabajando
para la Edison, recorriendo casas para cobrar los recibos del suministro eléctrico. Edgar Lee Masters tenía
entonces 24 años, había llegado a Chicago para hacerse un hueco en el mundo del periodismo como vía de
acceso a la literatura, trabajaba para vivir y se alojaba en hoteles y pensiones. Aunque había nacido en
Kansas (Garnett, 1869), procedía de Lewistown, ciudad situada en Illinois, en la región de las Grandes Praderas,
donde habían transcurrido su adolescencia y su primera juventud. Chicago, entonces, era el lugar de la hostilidad,
la ciudad que, en paralelo a Nueva York, se reinventaba en los rascacielos y protagonizaba, entre la miseria
y la opulencia, un desarrollo industrial hecho de sucesivas oleadas de emigrantes. Como Carl Sandburg, como
Vachel Lindsay o Edwing A. Robinson, Edgar Lee Masters participó en el movimiento literario «Renacimiento de Chicago»
y asumió una concepción de la poesía acorde con dos grandes obsesiones: enfrentarse al belicismo imperial
de Norteamérica -fue un crítico implacable, a finales del siglo XIX, de la guerra contra España en sus últimas colonias-
y dar testimonio de una sociedad despiadadamente clasista. La primera obsesión, compartida por algunos de sus coetáneos,
derivó en una visión de su propio país muy parecida, en la voluntad de regenerarlo, a la de los noventayochistas
españoles menos conservadores. La segunda enlazaba con buena parte de las obsesiones de algunos de los novelistas
que como Upton Sinclair o Theodor Dreiser (al que dedica uno de los poemas/epitafio de su Antología), afrontaron,
con realismo, un Chicago sórdido, construido sobre la miseria y la explotación, y anticiparía la acerada crónica de una
pequeña ciudad que ofreció, enCalle Mayor, Sinclair Lewis, y algunos de los vectores que guiaron las narraciones
más duras de la generación perdida, singularmente del Steinbeck de Las uvas de la ira, pero también con el núcleo
de insatisfacción frente a la realidad de un William Faulkner o, más allá, del Dos Passos de Manhattan Transfer.
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La Antología fue el contrapunto realista a la poesía de cuño más experimental que comenzaba a apuntarse en
otros medios por poetas casi una generación más jóvenes. Se insertaba en la línea más directa y realista de la lírica anglosajona,
línea que enlazaba con precedentes como Thomas Hardy, Edward Thomas o Robert Frost y que llegaría, ya muy avanzado
el siglo XX, a Philip Larkin en la pugna histórica con el irracionalismo o imagism que, desde las vanguardias de entreguerras,
va de Ezra Pound -curiosamente, uno de los poetas que saludó con más entusiasmo el libro de Masters- a Robert Lowell.
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¿Qué es lo que convierte en excepcional Antología de Spoon River? No sólo el lenguaje, de un lirismo contenido
pero traspasado por la ironía, por un controlado sarcasmo y por la ternura, sino la perspectiva desde la que están
escritos los poemas. Es decir, por el lugar desde el que el poeta y narrador escribe. Cada personaje pone voz a
su epitafio, recapitula, desde su muerte, sobre la existencia: expone la verdad que las convenciones sociales, la tradición,
la represión obligada y la represión inducida, le han obligado a ocultar en vida. La prostituta que dio servicio a los
más afamados hijos del pueblo; el juez que se corrompió y que se sabe injusto («sabiendo que hasta Hod Putt,
el asesino, / ahorcado por sentencia mía, / era de alma inocente comparado conmigo»); el sacerdote que conoció secretos
y sevicias; la muchacha violada; la esposa adúltera; el banquero que engañaba a sus clientes. Los epitafios sacan a flote
la vida oculta, hacen emerger lo sumergido. La muerte desinhibe, libera, es el gozne que abre la puerta de la habitación
donde los sueños conviven con las frustraciones, la verdad con la mentira, la dignidad con la humillación, el lujo con la miseria.
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Cuando el mundo, en este comienzo del siglo XXI, vislumbra otras fronteras y la globalización ofrece, con Internet y con
las nuevas tecnologías, el espejismo de que los microepacios han perdido vigencia, el Spoon River de Lee Masters, por
su rabiosa actualidad -abrir, hoy, un periódico es situarse en cualquiera de las páginas de ese libro-, por su vigencia casi
un siglo más tarde, nos demuestra que no hay otro modo de acceder al núcleo duro de la condición humana, de indagar
en lo universal, que experimentando la emoción de lo inmediato, el dolor o el gozo de lo cercano. Jesús López Pacheco,
en el prólogo a la única edición íntegra que existe en castellano -publicada por Cátedra casi ochenta años después de la
primera en inglés-, lo dice con otras palabras. «Se podría decir, parafraseando a Whitman, que ‘quien toca este libro’,
toca a cientos de seres humanos, y a través de ellos, a miles, a millones. Antología, sí, pero no literaria, sino vital,
aunque sea paradójicamente a través de voces de muertos».
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