Las supersticiones van que vuelan. ¿Por qué Dios o cualquier otro delegado divino
debe cuidar de manera especial de los enfermos, sobre todo si son moribundos y más aún
si se trata de niños?
¿Dios está realmente más cerca del policía que abate de un tiro al terrorista que estaba
acribillando a una multitud inocente en el parque?
Algunos pensadores más o menos heterodoxos de la Historia hubieran afirmado que Dios
—o ese delegado divino— estaría más bien con el terrorista al que la policía ha abatido.
Con todo, ¿creemos, podemos creer realmente que Dios o su delegado están ahí, a favor
o en contra de unos u otros?
La caída de nivel —en varios sentidos— de esos supersticiosos ejemplos es máxima, completa.
¿Dios está más tiempo o más cerca de la madre que está embarazada de cinco meses que
del empleado de banca que acaba de engatusar a un enfermo de Alzheimer?
¿Dios se distancia, asqueado, del proxeneta que acaba de cortarle la cara a la puta porque sólo
le ha traído cinco dólares?
¿Dejamos, permitimos, necesitamos que Dios nos acompañe, o esté más cerca de nuestra gente
favorita, o más débil, o más desgraciada?
Se trata de unas supersticiones realmente penosas, del todo miserables, indignas de ser
imaginadas por alguien que se considere humano.
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