–
–
Herman y la madre de Custer
–
A veces, la vida nos pone en extraños aprietos que no admiten solución, nos mete y nos mantiene
en enrevesadas historias que no son nuestras, o que un día fueron nuestras pero dejaron de serlo.
Otras veces, la vida rompe en un instante todos los lazos que nos estrangulan, y nos deja a la intemperie,
desmemoriados y disponibles.
–
– Herman, por lo que más quieras, véndeme de una vez a tu madre.
– Y dale. A ver, ¿para qué quieres tú a mi madre, que ya no cumplirá los ochenta,
¿se puede saber para qué la quieres, Custer?
– Cien euros… ciento cincuenta euros y no se hable más.
– Hay que joderse. Explícame qué perrenque te ha entrado con mi madre, Custer, que ya no puede ni
comer sola, y se mea y se caga encima como una potrilla loca.
– Que yo siempre he querido a tu madre, Herman, siempre la he amado. Su cabello negro, sus ojos negros,
su negra piel, su ancha y negra sonrisa… Recuerdo, yo debía de tener entonces unos catorce años, que
me lanzó una pelota de baseball desde el final de la calle; ni la vi pasar, Custer, solamente escuché el zumbido
y después un golpe seco cuando se incrustó en el tronco de un alcornoque.
– Sí, tengo que reconocer que era una buena pitcher; jugó con Mike Mussina, y la querían fichar los Marineros
de Seattle, pero siempre decía que el baseball no era un juego serio.
– ¿Y cuando cruzó a nado el canal de la Mancha en pleno invierno, todo infestado de tiburones?
– No nadaba mal, es cierto, pero siempre decía que de la natación lo que no le gustaba era el agua, y menos aún
el bañador, que sólo se nada bien de verdad en cueros.
– Trescientos euros y no se hable más, Herman. La cuidaré como a una princesa, mejor, mejor que a una princesa.
– Si se pasa la noche cantando Georgia on my mind, Custer, ¿tú sabes lo que haces?
– Yo también me paso la noche cantando Georgia on my mind, Herman, como ella. Claro que sé lo que hago,
es el amor, es el amor.
– Te advierto que está convencida de que es hija de la cabra, así que tendrás que llevarte también a la Llorona.
Otros cincuenta euros, y la leche de la cabra para mí.
– Trescientos cincuenta y trato hecho.
– Cuatrocientos.
– Vale. Me paso a buscarlas después de cenar. Gracias, Herman, me haces feliz.
–
A veces la vida y la muerte se confunden, se mezclan, una entra en la otra como si fueran amantes hermanas, como
una espada en el tronco de un árbol; otras veces, en cambio, vida y muerte parecen evitarse, odiarse, contradecirse,
querer ocupar el mismo lugar al mismo tiempo, como hermanastras envidiosas y rivales, como eternas enemigas.
Narciso de Alfonso
Parejas vivas: Herman y la madre de Custer
0 comentarios