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adolfo

bioy casares

la invención

de morel

Edición de Trinidad Barrera

6ª EDICIÓN

CATEDRA

LETRAS HISPANICAS

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Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. El verano se adelantó. Puse la cama cerca de la

pileta de natación y estuve bañándome, hasta muy tarde. Era imposible dormir. Dos o tres

minutos afuera bastaban para convertir en sudor el agua que debía protegerme de la

espantosa calma. A la madrugada me despertó un fonógrafo. No pude volver al museo,

a buscar las cosas. Huí por las barrancas. Estoy en los bajos del sur, entre plantas

acuáticas, indignado por los mosquitos, con el mar o sucios arroyos hasta la cintura, viendo

que anticipé absurdamente mi huida.

Creo que esa gente no vino a buscarme; tal vez no me hayan visto. Pero sigo mi destino;

estoy desprovisto de todo, confinado al lugar más escaso, menos habitable de la isla; a

pantanos que el mar suprime una vez por semana.

Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado,

o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante Sobrevivientes y un Elogio de

Malthus.

Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré

que el mundo, con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo,

de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un

infierno unánime para los perseguidos.

Hasta ahora no he podido escribir sino esta hoja que ayer no preveía.

¡Cómo hay de ocupaciones en la isla solitaria! ¡Qué insuperable es la dureza de la madera!

¡Cuánto más grande es el espacio que el pájaro movedizo!

Un italiano, que vendía alfombras en Calcuta, me dio la idea de venirme; dijo (en su lengua):

 

—Para un perseguido, para usted, sólo hay un lugar en el mundo, pero en ese lugar no

se vive. Es una isla. Gente blanca estuvo construyendo, en 1924 más o menos, un museo,

una capilla, una pileta de natación. Las obras están concluidas y abandonadas.

 

Lo interrumpí; quería su ayuda para el viaje; el mercader siguió:

—Ni los piratas chinos, ni el barco pintado de blanco del Instituto Rockefeller la tocan.

Es el foco de una enfermedad, aún misteriosa, que mata de afuera para adentro. Caen las

uñas, el pelo, se mueren la piel y las córneas de los ojos, y el cuerpo vive ocho, quince días.

Los tripulantes de un vapor que había fondeado en la isla estaban despellejados, calvos,

sin uñas —todos muertos—, cuando los encontró el crucero japonés Namura. El vapor

fue hundido a cañonazos.

 

Pero tan horrible era mi vida que resolví partir… El italiano quiso disuadirme; logré que

me ayudara.

Anoche, por centésima vez, me dormí en esta isla vacía… viendo los edificios pensaba

lo que habría costado traer esas piedras, lo fácil que hubiera sido levantar un horno de

ladrillos. Me dormí tarde y la música y los gritos me despertaron a la madrugada. La

vida de fugitivo me aligeró el sueño: estoy seguro de que no ha llegado ningún barco,

ningún aeroplano, ningún dirigible.

Sin embargo, de un momento a otro, en esta pesada noche de verano, los pajonales

de la colina se han cubierto de gente que baila, que pasea y que se baña en la pileta,

como veraneantes instalados desde hace tiempo en los Teques o en Marienbad.

 

Desde los pantanos de las aguas mezcladas veo la parte alta de la colina, los

veraneantes que habitan el museo. Por su aparición inexplicable podría suponer que

son efectos del calor de anoche, en mi cerebro; pero aquí no hay alucinaciones ni

imágenes: hay hombres verdaderos, por lo menos tan verdaderos como yo.

Están vestidos con trajes iguales a los que se llevaban hace pocos años: gracia que

revela (me parece) una consumada frivolidad; sin embargo, debo reconocer que ahora

es muy general admirarse con la magia del pasado inmediato.

Quién sabe por qué destino de condenado a muerte los miro, inevitablemente, a todas

horas. Bailan entre los pajonales de la colina, ricos en víboras. Son inconscientes

enemigos que, para oír Valencia y Té para dos —un fonógrafo poderosísimo los

ha impuesto al ruido del viento y del mar—, me privan de todo lo que me ha costado

tanto trabajo y es indispensable para no morir, me arrinconan contra el mar en pantanos

deletéreos.

En este juego de mirarlos hay peligro; como toda agrupación de hombres cultos han

de tener escondido un camino de impresiones digitales y de cónsules que me remitirá,

si me descubren, por unas cuantas ceremonias o trámites, al calabozo.

Exagero: miro con alguna fascinación —hace tanto que no veo gente— a estos

abominables intrusos; pero sería imposible mirarlos a todas horas:

 

Primero: porque tengo mucho trabajo; el sitio es capaz de matar al isleño más hábil;

acabo de llegar; estoy sin herramientas.

Segundo: por el peligro de que me sorprendan mirándolos o en la primer visita que

hagan a esta zona; si quiero evitarlo debo construir guaridas ocultas en los matorrales.

Finalmente: porque hay dificultad material para verlos: están en lo alto de la colina y

para quien los espía desde aquí son como gigantes fugaces; puedo verlos cuando se

acercan a las barrancas.

 

Mi situación es deplorable. Me toca vivir en estos bajos en un momento en que las

mareas suben más que nunca. Hace pocos días vino la más grande que he visto

desde que estoy en la isla.

Cuando oscurece busco ramas y las cubro con hojas. No me extraña despertarme

en el agua. La marea sube a eso de la siete de la mañana; a veces llega con

adelanto. Pero una vez por semana hay subidas que pueden ser concluyentes.

Hendiduras en el tronco de los árboles son la contabilidad de los días; un error me

llenaría de agua los pulmones.

Siento con desagrado que este papel se transforma en testamento. Si debo

resignarme a eso, he de procurar que mis afirmaciones puedan comprobarse;

de modo que nadie, por encontrarme alguna vez sospechoso de falsedad, crea

que miento al decir que me han condenado injustamente. Pondré este informe bajo

la divisa de Leonardo —Ostinato rigore— e intentaré seguirla.

 

Creo que esta isla se llama Villings y que pertenece al archipiélago de Las Ellice.

Del comerciante de alfombras Dalmacio Ombrellieri (Calle Hiderabad, 21, suburbio

de Ramkrishnapur, Calcuta), podrán ustedes obtener más precisiones. Ese italiano

me alimentó varios días que pasé enrollado en alfombras persas, después me

cargó en la bodega de un buque.

No lo comprometo, al recordarlo en este diario; no soy ingrato con él… La Defensa

ante Sobrevivientes no dejará dudas: como en la realidad, en la memoria de los

hombres —donde a lo mejor está el cielo— Ombrellieri habrá sido caritativo con

un prójimo injustamente perseguido y, hasta en el último recuerdo en que aparezca,

lo tratarán con benevolencia.

 

Desembarqué en Rabaul; con una tarjeta del comerciante visité a un miembro de la

sociedad más conocida de Sicilia; en el brillo metálico de la luna, en el humo de

fábricas de conservas de mariscos, recibí las últimas instrucciones y un bote

robado; remé exasperadamente, llegué a la isla (con una brújula que no entiendo;

sin orientación; sin sombrero; enfermo; con alucinaciones); el bote encalló en las

arenas del este (sin duda los arrecifes de coral que rodean la isla estaban sumergidos);

me quedé en el bote, más de un día, perdido en episodios de aquel horror, olvidando

que había llegado.

La vegetación de la isla es abundante. Plantas, pastos, flores de primavera, de verano,

de otoño, de invierno, van siguiéndose con urgencia, con más urgencia en nacer que

en morir, invadiendo unos el tiempo y la tierra de los otros, acumulándose

inconteniblemente. En cambio, los árboles están enfermos; tienen las copas secas,

los troncos vigorosamente brotados.

Encuentro dos explicaciones: o bien que las yerbas estén sacando la fuerza del

suelo o bien que las raíces de los árboles hayan alcanzado la piedra (el hecho de

que los árboles nuevos estén sanos parece confirmar la segunda hipótesis). Los árboles

de la colina se endurecieron tanto que es imposible trabajarlos; tampoco puede conseguirse

nada con los del bajo; los deshace la presión de los dedos y queda en la mano un aserrín

pegajoso, unas astillas blandas.

 

En la parte alta de la isla, que tiene cuatro barrancas pastosas (hay rocas en las

barrancas del oeste), están el museo, la capilla, la pileta de natación. Las tres

construcciones son modernas, angulares, lisas, de piedra sin pulir. La piedra, como

tantas veces, parece una mala imitación y no armoniza perfectamente con el estilo.

La capilla es una caja oblonga, chata (esto la hace parecer muy larga). La pileta de

natación está bien construida, pero, como no excede el nivel del suelo, inevitablemente

se llena de víboras, sapos, escuerzos e insectos acuáticos.

El museo es un edificio grande, de tres pisos, sin techo visible, con un corredor al frente

y otro más chico atrás, con una torre cilíndrica.

Lo encontré abierto; enseguida me instalé en él. Lo llamo museo porque así lo llamaba

el mercader italiano. ¿Qué razones tenía? Quién sabe si él mismo las conoce. Podría

ser un hotel espléndido, para unas cincuenta personas, o un sanatorio.

 

Tiene un hall con bibliotecas inagotables y deficientes: no hay más que novelas, poesía,

teatro (si no se cuenta un librito —Belidor: Travaux-Le Moulin Perse-Paris, 1937— que

estaba sobre una repisa de mármol verde y ahora abulta un bolsillo de estos jirones

de pantalón que llevo puestos. Lo tomé por el nombre “Belidor” me pareció extraño y

porque me pregunté si el capítulo Moulin Perse no explicaría ese molino que hay

en los bajos). Recorrí los estantes buscando ayuda para ciertas investigaciones que

el proceso interrumpió y que en la soledad de la isla traté de continuar (creo que

perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado;

sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo

el cuerpo.

Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia).

En el hall, las paredes son de mármol rosa, con algunos listones verdes, como

columnas hundidas. Las ventanas, con sus vidrios azules, alcanzarían al piso alto

de mi casa natal.

Cuatro cálices de alabastro, en que podrían esconderse cuatro medias docenas de

hombres, irradian luz eléctrica. Los libros mejoran un poco esta decoración. Una puerta

da al corredor; otra al salón redondo; otra ínfima, tapada por un biombo, a la escalera

de caracol.

En el corredor está la escalera principal, de estuco y alfombrada. Hay sillas de paja, y

las paredes están cubiertas de libros.

El comedor es de unos dieciséis metros por doce. Arriba de triples columnas de

caoba, en cada pared, hay terrazas que son como palcos para cuatro divinidades

sentadas —una en cada palco—, semi-indias, semi-egipcias, ocres, de terracota;

son tres veces más grandes que un hombre; las rodean hojas oscuras y prominentes,

de plantas de yeso. Debajo de las terrazas hay grandes paneles con dibujos de Fuyita,

que desentonan (por humildes).

 

El piso del salón redondo es un acuario. En invisibles cajas de vidrio, en el agua, hay

lámparas eléctricas (la única iluminación de ese cuarto sin ventanas). Recuerdo el

lugar con asco. A mi llegada había centenares de peces muertos: sacarlos, fue una

operación horripilante; he dejado correr agua, días y días, pero siempre tomo allí

olor a pescado podrido (que sugiere las playas de la patria, con sus turbios de multitud

de peces, vivos y muertos, saltando de las aguas e infectando vastísimas zonas de aire,

mientras los abrumados pobladores los entierran). Con el piso iluminado y las

columnas de laca negra que lo rodean, en ese cuarto uno se imagina caminando

mágicamente sobre un estanque, en medio de un bosque. Por dos aberturas da

al hall y a una sala chica, verde, con un piano, un fonógrafo y un biombo de espejos,

que tiene veinte hojas, o más.

Las habitaciones son modernas, suntuosas, desagradables. Hay quince departamentos.

En el mío hice una obra devastadora, que dio poco resultado. No tuve más cuadros

—de Picasso—, ni cristales ahumados, ni forros con valiosas firmas, pero viví en una

ruina incómoda.

En dos ocasiones análogas hice mis descubrimientos en los sótanos. En la primera

—habían empezado a mermar las provisiones de la despensa— buscaba alimentos

y descubrí la usina.

Cuando recorría el sótano advertí que ninguna pared tenía el tragaluz que yo había

visto desde afuera, con vidrios espesos y rejas, medio escondido entre las ramas de

un conífero. Como en una discusión con alguien que me sostuviera que ese tragaluz

era irreal, visto en un sueño, salí a comprobar si todavía estaba.

 

Lo vi de nuevo. Bajé al sótano y tuve gran dificultad para orientarme y encontrar, por

adentro, el sitio que correspondía al tragaluz. Estaba del otro lado de la pared. Busqué

hendiduras, puertas secretas. La pared era muy lisa y muy sólida. Pensé que en

una isla, en un lugar tapiado tenía que haber un tesoro; pero decidí romper la pared

y entrar, porque me preció más verosímil que hubiera, si no ametralladoras y municiones,

un depósito de víveres.

Con el hierro que servía para atrancar una puerta, y una creciente languidez, abrí

un agujero: se vio claridad celeste. Trabajé mucho y esa misma tarde estuve adentro.

Mi primera sensación no fue el disgusto de no encontrar víveres, ni el alivio de

reconocer una bomba de sacar agua y una usina de luz, sino la admiración placentera

y larga: las paredes, el techo, el piso, eran de porcelana celeste y hasta el mismo

aire (en ese cuarto sin más comunicación con el día que un tragaluz alto y escondido

entre las ramas de un árbol) tenía la diafanidad celeste y profunda que

en la espuma de las cataratas.

 

Entiendo muy poco de motores, pero no tardé en ponerlos en funcionamiento. Cuando

se me acaba el agua llovida, hago trabajar la bomba. Todo esto me ha sorprendido: por

mí y por la simplicidad y buen estado de las máquinas. No ignoro que para contrarrestar

una falla, solamente cuento con mi resignación. Soy tan inepto que todavía no he

podido averiguar el destino de unos motores verdes que hay en el mismo cuarto,

ni de ese rodillo con aletas que está en los bajos del sur (vinculado con el sótano por

un tubo de hierro; si no estuviera tan alejado de la costa le atribuiría alguna relación con

las mareas, podría imaginar que sirve para cargar los acumuladores que ha de tener la

usina). Por esa ineptitud hago mucha economía; no pongo en marcha los motores

sino cuando es indispensable.

Sin embargo, en una ocasión, todas las luces del museo estuvieron encendidas la noche

entera. Fue la segunda vez que hice descubrimientos en los sótanos.

 

Yo estaba enfermo. Tuve la esperanza de que en alguna parte del museo hubiera

un mueble con remedios; arriba no había nada; bajé a los sótanos y… esa noche ignoré

mi enfermedad, olvidé que los horrores que estaba pasando vienen, solamente,

en los sueños.

Descubrí una puerta secreta, una escalera, un segundo sótano. Entré en una cámara

poliédrica —parecida a unos refugios contra bombardeos, que vi en el cinematógrafo—

con las paredes recubiertas por chapas de dos tipos —unas de un material como

el corcho, otras de mármol— simétricamente distribuidas. Di un paso; por arcadas

de piedra, en ocho direcciones vi repetirse, como en espejos, ocho veces la misma

cámara.

Después oí muchos pasos, terriblemente claros, a mi alrededor, arriba, abajo,

caminando por el museo. Adelanté un poco más: se apagaron los ruidos, como

en un ambiente de nieve, como en las frías alturas de Venezuela.

Subí la escalera. Había el silencio, el ruido solitario del mar, la inmovilidad con

fugas de ciempiés. Temí una invasión de fantasmas, una invasión de policías, menos

verosímil.

Pasé horas entre las cortinas, angustiado por el escondite que había elegido

(era posible verme de afuera; si quería escaparme de alguien que estuviera en el

cuarto debía abrir la ventana). Después me atreví a registrar la casa, pero seguía

inquieto. Me había oído rodear de pasos nítidos, a distintas alturas, movedizos.

A la madrugada bajé de nuevo al sótano. Me rodearon los mismo pasos, de cerca

y de lejos. Pero esa vez los comprendí. Molesto, seguí recorriendo el segundo

sótano, intermitentemente escoltado por la bandada solícita de los ecos,

multiplicadamente solo. Hay nueve cámaras iguales; otras cinco en el sótano

más abajo. Parecen refugios contra bombardeos. ¿Quiénes eran los que, en 1924,

más o menos, construyeron este edificio? ¿Por qué lo han dejado abandonado?

¿Qué bombardeos temían? Asombra que los ingenieros de una casa tan bien

construida hayan respetado el moderno prejuicio contra las molduras, hasta el

punto haber hecho este refugio que pone a prueba el equilibrio mental: los ecos de

un suspiro hacen oír suspiros, al lado, lejanos, durante dos o tres minutos. Donde

no hay ecos el silencio es tan horrible como ese peso que no deja huir, en los sueños.

 

El lector atento puede sacar de mi informe un catálogo de objetos, de situaciones,

de hechos más o menos asombrosos; el último es la aparición de los actuales

habitantes de la colina. ¿Cabe relacionar a estas personas con las que vivieron

en 1924? ¿Habrá que ver en los turistas de hoy a los constructores del museo,

de la capilla, de la pileta de natación? No me decido a creer que una de estas

personas haya interrumpido alguna vez Té para dos o Valencia, para hacer el

proyecto de esta casa, infestada de ecos, es cierto, pero a prueba de bombas.

En las rocas hay una mujer mirando las puestas de sol todas las tardes.

Tiene un pañuelo de colores atado en la cabeza; las manos juntas, sobre una rodilla;

soles prenatales han de haber dorado su piel; por los ojos, el pelo negro, el busto,

parece una de esas bohemias o españolas de los cuadros más detestables.

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