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Anne, esta muchacha, mira con desprecio y asco, pero uno, como sencillo merodeador,
acepta –y hasta necesita- todo el repertorio femenino de expresiones e inexpresiones.
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Sentada en el suelo, con mucha cantidad de piel desnuda, dos botas negras como cascos
de centauro y el pelo oscuro, espeso, duro como una crin, Anne cumple más condiciones
de criatura animal que de criatura humana.
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«Es tu vida, y no espera a que te levantes: siempre pasará. Está pasando en este preciso
momento» –dijo el poeta, quizá pensando en Anne-. Con los miembros –superiores e inferiores-
en desorden, como queriendo dejarlos tirados o abandonados ahí mismo, en el suelo,
y con la piel blanca de una hembra de raza blanca, Anne parece una mujer con carácter,
o quizá es solamente la impulsividad de la adolescencia, que la pone arisca y contraeducada,
tal vez por rebeldía o por el placer –aristocrático- de disgustar, de resultar desagradable y
de marcar las distancias.
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Anne, como la casada infiel, está sucia de besos y arena y también se ha quitado los cuatro
corpiños.
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