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aprendizaje o

 

el libro de los placeres

 

           clarice lispector

 

 

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Aprendizaje o El libro de los placeres (publicado por primera vez en 1969) despertó la polémica entre los críticos, que aún hoy debaten sus posibles interpretaciones. Aprendizaje es el relato de cómo el amor se forja en dos seres: a través de un arduo desnudamiento interno los protagonistas van recuperando su identidad hasta alcanzar la renovación vital en la mutua entrega. A su ejercicio introspectivo opone la autora su propia búsqueda formal, el intento de superar los límites del estilo amalgamando forma y fondo en una prosa rebosante de imágenes que desarman al lector con su verdad hiriente. Su lectura ofrece a quien la emprende el desafío de seguir paso a paso ese hondamiento, ese despojarse de todos los bagajes para iniciar un definitivo aprendizaje de la existencia.

 

Traducción del portugués de  Cristina Sáenz de Tejada y Juan García Gayo

2005, Siruela

Colección: Libros del tiempo, 198

3ª ed. (7ª ed. En ES): septiembre de 2008

Título original: Uma Aprendizagem ou O Livro dos Prazeres

Este libro requirió una libertad tan grande

que tuve miedo de darla.

Está por encima de mí.

Intenté escribirlo humildemente.

Yo soy más fuerte que yo

            C. L.

 

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Después de esto miré y he ahí que vi una puerta

abierta en el cielo; y la primera vez que oí, como de

trompeta, que hablaba conmigo, me dijo: «Sube acá y

te mostraré las cosas que han de suceder en adelante».

 –

Apocalipsis, 4, 1

 

[ezcol_1third] 

Compruebo

Que la más alta expresión

del dolor

Consiste esencialmente

en la alegría.

 –

Augusto dos Anjos

 [/ezcol_1third] [ezcol_2third_end]    

Jeanne

Je ne veux pas mourir! J’ai peur!

(…)

II y a la joie qui est la plus forte!

 –

Oratorio dramático de Paul Claudel

para música de Honegger, Jeanne d’Arc au búcher

 

 

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EL ORIGEN DE LA PRIMAVERA O LA MUERTE NECESARIA EN PLENO DÍA

 

 

[ezcol_1half]     

   , estando tan ocupada, había vuelto de hacer la compra que la sirvienta había hecho deprisa y corriendo porque cada vez trabajaba menos, aunque sólo viniese para dejar la comida y la cena listas, había hecho varias llamadas de teléfono haciendo algunos recados, incluso una dificilísima para llamar al fontanero, había ido a la cocina para ordenar las compras y disponer en el frutero las manzanas que eran su fruta favorita, aunque no supiese adornar un frutero, pero Ulises le había hecho entrever la posibilidad futura de por ejemplo adornar un frutero, vio lo que la sirvienta había dejado para cenar antes de irse, pues la comida había sido pésima, mientras se daba cuenta de que la pequeña terraza que era la ventaja de su apartamento al ser de planta baja necesitaba una limpieza, había recibido una llamada de teléfono invitándola a un cóctel de caridad en beneficio de alguna cosa que ella no entendió completamente, pero que se refería a su curso primario, gracias a Dios que estaba de vacaciones, fue al guardarropa a elegir qué vestido se pondría para estar extremadamente atractiva para su cita con Ulises que ya le había dicho que ella no tenía buen gusto para vestirse, recordó que siendo sábado él tendría más tiempo porque ese día no tenía que dar la clase del curso de vacaciones en la universidad, pensó en lo que él se estaba transformando para ella, en lo que él parecía querer que ella supiese, supuso que él quería enseñarle a vivir únicamente sin dolor, él había dicho una vez que quería que ella, cuando le preguntaran su nombre, no respondiera «Lori», sino que pudiese responder «mi nombre es yo», pues tu nombre, había dicho él, es un yo, se preguntó si el vestido blanco y negro serviría, entonces del vientre mismo, como un remoto estremecerse de la tierra, que difícilmente podía considerarse señal de terremoto, del útero, del corazón contraído, vino el temblor gigantesco de un fuerte dolor conmovido, del cuerpo, todo el estremecimiento —y con sutiles máscaras de rostro y de cuerpo finalmente con la dificultad de un chorro de petróleo rasgando la tierra— vino finalmente el gran llanto seco, llanto mudo sin sonido alguno hasta para ella misma, aquel que ella no había adivinado, aquel que no quisiera jamás y no había previsto —sacudida como el árbol fuerte que se conmueve más profundamente que el árbol frágil— finalmente reventados vasos y venas, entonces, se sentó para descansar y poco después imaginaba que era una mujer azul porque el crepúsculo más tarde tal vez fuese azul, imaginaba que hilaba con hilos de oro las sensaciones, imaginaba que la infancia era hoy y plateada de juguetes, imaginaba que una vena no se había abierto e imaginaba que de ella no estaba en silencio blanquísimo manando sangre escarlata y que no estaba pálida de muerte; pero eso imaginaba que lo estaba de verdad, en medio del imaginar necesitaba hablar de la verdad de piedra opaca para que contrastase con el imaginar verde resplandeciente, imaginaba que amaba y era amada, imaginaba que estaba acostada en la palma transparente de la mano de Dios, no Lori sino su nombre secreto que ella por ahora no podía aún usufructuar, imaginaba que vivía y no que estaba muriendo, pues vivir no pasaba a fin de cuentas de aproximarse cada vez más a la muerte, imaginaba que no se quedaba de brazos caídos de perplejidad cuando los hilos de oro que hilaba se confundían y no sabía deshacer el fino hilo frío, imaginaba que era lo bastante sabia como para deshacer los nudos de marinero que le ataban las muñecas, imaginaba que tenía un cesto de perlas sólo para mirar el color de la luna pues ella era lunar, imaginaba que cerraba los ojos y seres humanos surgirían cuando abriera los ojos húmedos de gratitud, imaginaba que todo lo que tenía no era imaginar, imaginaba que distendía el pecho y una luz doradísima y leve la guiaba por un bosque de presas mudas y tranquilas mortalidades, imaginaba que no era lunar, imaginaba que no estaba llorando por dentropues ahora mansamente, aunque con los ojos secos, el corazón estaba mojado; había salido ahora de la voluntad de vivir. Se acordó de escribir a Ulises contándole lo que había pasado,pero nada había pasado que se pudiera decir en palabras escritas o habladas, era bueno aquel sistema que Ulises había inventado: lo que no supiera o no pudiera decir, lo escribiría y le daría el papel mudamente —pero esta vez no había siquiera qué contar.

Lúcida y calmada ahora, Lori recordó que había leído que los movimientos histéricos de un animal apresado tenían como intención liberarse, por medio de uno de esos movimientos, de la cosa ignorada que le estaba apresando —la ignorancia del movimiento único, exacto y liberador era lo que volvía histérico a un animal: apelaba al descontrol—; durante el sabio descontrol de Lori ella ahora había tenido para sí las ventajas liberadoras que procedían de su vida más primitiva y animal: había apelado histéricamente a tantos sentimientos contradictorios y violentos que el sentimiento liberador había terminado desprendiéndola de la red, en su ignorancia animal ella no sabía siquiera cómo, estaba cansada del esfuerzo de animal liberado.

Y ahora había llegado el momento de decidir si continuaría o no viendo a Ulises. En súbita rebelión no quiso aprender lo que él pacientemente quería enseñarle y ella misma aprender —se rebelaba sobre todo porque aquélla no era para ella época de «meditación» que de pronto parecía una ridiculez: estaba vibrando de puro deseo como le sucedía antes y después de la menstruación. Pero era como si él quisiera que ella aprendiese a andar con sus propias piernas y sólo entonces, preparada para la libertad por Ulises, fuese de él—, ¿qué es lo que quería de ella, además de tranquilamente desearla? Al principio Lori se había engañado pensando que Ulises quería transmitirle algunas cosas de las clases de filosofía pero él dijo: «No es filosofía lo que necesitas, si así fuera sería fácil: asistirías a mis clases como oyente y yo conversaría contigo en otros términos», puesto que ahora el terremoto serviría a su histeria y ahora que estaba liberada podía incluso postergar para el futuro la decisión de no ver a Ulises: sólo que hoy quería verlo y, a pesar de no tolerar el mudo deseo de él, sabía que en realidad era ella quien lo provocaba para intentar acabar con la paciencia con la que él esperaba; con la mensualidad que el padre le mandaba compraba vestidos caros y siempre ajustados, era sólo esto lo que sabía hacer para atraerlo y era ya la hora de vestirse: se miró al espejo y sólo era guapa por el hecho de ser una mujer: su cuerpo era delgado y fuerte, uno de los motivos, imaginarios, que hacía que Ulises la quisiera; eligió un vestido de tela pesada, a pesar del calor, casi sin formas, la forma la daría su propio cuerpo pero arreglarse era un ritual que la ponía seria; la tela ya no era simplemente un tejido, se transformaba en materia de cosa y a esa entretela ella le daba cuerpo con su cuerpo —¿cómo podía un simple género lograr tanto movimiento? su pelo lavado por la mañana y secado al sol en la pequeña terraza parecía de seda castaña antigua— ¿guapa? no, mujer: Lori entonces se pintó cuidadosamente los labios y los ojos, cosa que ella hacía, según una compañera, muy mal, se puso perfume en la frente y en el nacimiento de los senos —la tierra estaba perfumada con olor de mil hojas y flores maceradas: Lori se perfumaba y ésa era una de sus imitaciones del mundo, ella que tanto buscaba aprender de la vida— con el perfume, de algún modo intensificaba cualquier cosa que ella fuese y por eso no podía usar perfumes que la contradecían: perfumarse era una sabiduría instintiva, adquirida hacía milenios por mujeres que aprendían aparentemente pasivas, y, como todo arte, exigía que ella tuviera un mínimo de conocimiento de sí misma: usaba un perfume levemente sofocante, agradable como humus, como si la cabeza acostada macerase humus, cuyo nombre no decía a ninguna de sus compañeras maestras: porque era suyo, era ella, ya que para Lori perfumarse era un acto secreto y casi religioso.

—¿Se pondría pendientes? titubeó, pues quería orejas tan sólo delicadas y simples, algo modestamente sencillo, titubeó de nuevo: riqueza todavía mayor sería la de esconder con el pelo las orejas de corza y volverlas secretas, pero no resistió; las descubrió echando el pelo detrás de las orejas incongruentes y pálidas: ¿reina egipcia? no, toda adornada como las mujeres bíblicas, y había también algo en sus ojos pintados que decía con melancolía: descíframe, mi amor, o me veré obligada a devorar, y ahora lista, vestida, lo más guapa que podía llegar a serlo, volvía nuevamente la duda de ir o no al encuentro de Ulises —lista, con los brazos caídos, pensativa, ¿iría o no al encuentro? con Ulises se comportaba como una virgen que ya no era, aunque tuviese la certeza de que también él adivinaba eso, aquel sabio extraño que, sin embargo, no parecía adivinar que ella quería amor.

Una vez más, en sus titubeos confusos, lo que la tranquilizó fue lo que tantas veces le servía de sereno apoyo: que todo lo que existía, existía con una precisión absoluta y en el fondo lo que ella terminase por hacer o no hacer no escaparía a esa precisión, aquello que fuese del tamaño de la cabeza de un alfiler, no sobrepasaría ni una fracción de milímetro más allá del tamaño de una cabeza de alfiler: todo lo que existía era de una gran perfección. Sólo que la mayor parte de lo que existía con tal perfección era, técnicamente, invisible: la verdad, clara y exacta en sí misma, ya llegaba vaga y casi insensible a la mujer.

Bueno, suspiró, si llegaba clara, por lo menos sabía que había un sentido secreto en las cosas de la vida. De tal modo lo sabía que, a veces, aunque confusa, terminaba presintiendo la perfección, de nuevo esos pensamientos, que de algún modo usaba como recordatorio (de que, gracias a la perfección que existía, ella terminaría acertando) —una vez más el recordatorio actuó en ella y con sus ojos más oscuros ahora por el pensamiento perturbado, decidió que vería a Ulises por lo menos esta vez.

Y no era porque él la esperaba, pues muchas veces Lori, contando con la ya insultante paciencia de Ulises, faltaba sin avisar: pero ante la idea de que la paciencia de Ulises se agotara, la mano le subió a la garganta intentando detener una angustia parecida a la que sentía cuando se preguntaba «¿quién soy yo?, ¿quién es Ulises? ¿quiénes son las personas?». Era como si Ulises tuviera una respuesta para todo eso y decidiese no darla —y ahora la angustia llegaba porque nuevamente descubría que necesitaba a Ulises, cosa que la desesperaba—, quería poder seguir viéndolo, pero sin necesitar tan violentamente de él. Si fuera una persona enteramente sola, como lo fuera antes, sabría cómo sentir y actuar dentro de un sistema. Pero con Ulises entrando cada vez más plenamente en su vida, ella, al sentirse protegida por él, había llegado a tener miedo de perder la protección, aunque ella misma no supiera con certeza qué significaba «ser protegida»: ¿tendría, por casualidad, el deseo infantil de tener todo pero sin la ansiedad de tener que dar algo a cambio? ¿Protección sería presencia? Si fuese protegida por Ulises todavía más de lo que lo era, ambicionaría pronto lo máximo: ser protegida hasta el punto de no temer ser libre: pues de sus huidas de libertad tendría siempre de dónde volver.

Después de haberse visto un instante de cuerpo entero en el espejo, pensó que la protección también sería no ser más sólo un cuerpo: ser tan sólo un cuerpo le daba, como ahora, la impresión de que había sido cortada de sí misma. Tener un cuerpo único circundado por el aislamiento hacía tan delimitado a ese cuerpo, sintió, que entonces se amedrentaba de ser una sola, ávidamente se miró de cerca en el espejo y se dijo deslumbrada: qué misteriosa soy, soy tan delicada y fuerte, y la curva de los labios conservó la inocencia.

Le pareció entonces, meditativa, que no había hombre o mujer que por casualidad no se hubiese mirado al espejo y no se sorprendiera consigo mismo. Durante una fracción de segundo la persona se veía como un objeto para ser mirado, lo que podrían llamar narcisismo pero que, ya influida por Ulises, ella llamaría: gusto de ser. Encontrar en la figura exterior los ecos de la figura interna: ah, entonces es verdad que yo no imaginé: existo.

Y por el mismo hecho de haberse visto en el espejo, sintió cómo su condición era pequeña porque un cuerpo es menor que el pensamiento —al punto de que sería inútil tener más libertad: su condición pequeña no la dejaría hacer uso de la libertad. Mientras que la condición del Universo era tan grande que no se llamaba condición. La condición humana de Ulises era mayor que la de ella que, sin embargo, era rica en lo cotidiano. Pero su desacuerdo con el mundo llegaba a ser cómico de tan grande: no había conseguido ir acompasada con las cosas de su alrededor. Ya había intentado ponerse a la par con el mundo y se había vuelto tan sólo divertido: una de las piernas siempre demasiado corta. (La paradoja es que debería aceptar de buen grado esa condición de manca, porque también eso formaba parte de su condición.) (Sólo cuando quería caminar de acuerdo con el mundo es cuando se despedazaba y se espantaba.) Y de repente sonrió para sí con una sonrisa amarga, pero que no era mala porque también era de su condición (Lori se cansaba mucho porque no dejaba de ser).

Le pareció que Ulises, si ella tuviera el coraje de contarle lo que sentía, y jamás lo haría, si le contase él respondería más o menos así y con calma: la condición no se cura pero el miedo a la condición es curable. Él diría eso o cualquier otra cosa —la irritó porque cada vez que se le ocurría un pensamiento más agudo o más sensato que éste, ella suponía que Ulises era quien lo hubiera tenido,ella, que reconocía con gratitud la superioridad general de los hombres que tenían olor de hombres y no de perfume, y reconocía con irritación que en realidad esos pensamientos que llamaba agudos o sensatos ya eran el resultado de su convivencia más estrecha con Ulises. Y hasta el hecho de que fueran ahora más espaciados sus «sufrimientos», cosa que le debía a Ulises —¿«sufrimientos»? ¿ser era un dolor? ¿Y sólo cuando ser ya no fuese un dolor Ulises la consideraría preparada para dormir con él?

No, no voy a la cita, pensó entonces para desprenderse de él. Pero esta vez no quiso que él estuviera esperándola en el bar: para ofenderlo quiso decirle que no iba, a él que estaba acostumbrado a verla faltar sin avisar siquiera. Esa vez le diría que no iba, lo que era una ofensa más efectiva.

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 –

 

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¿Habían pasado momentos o tres mil años? Momentos por el reloj que divide el tiempo, tres mil años por lo que Lori sintió cuando con pesada angustia, toda vestida y pintada, se acercó a la ventana. Era una vieja de cuatro milenios.

No —no estaba rojo—. Era la unión sensual del día con su hora más crepuscular. Era casi de noche y estaba todavía claro. Si por lo menos fuese rojo a la vista como lo era en ella intrínsecamente. Pero era un calor de luz sin color, y fijo. No, la mujer no conseguía transpirar. Estaba seca y límpida. Y allá afuera sólo volaban pájaros de plumas embalsamadas. Si la mujer cerraba los ojos para no ver el calor, pues era un calor visible, sólo entonces venía la alucinación lenta simbolizándolo: veía elefantes enormes aproximarse, elefantes dulces y pesados, de cáscara seca, aunque mojados en el interior de la carne por una ternura caliente insoportable; tenían dificultad en cargarse a sí mismos, lo que los hacía lentos y pesados.

Aún era temprano para encender las lámparas, lo que al menos precipitaría una noche. La noche que no venía, no venía, no venía, que era imposible. Y su amor que ahora era imposible —que era seco como la fiebre de quien no transpira—, era amor sin opio ni morfina. Y «yo te amo» era una astilla que no se podía sacar con una pinza. Astilla incrustada en la parte más gruesa de la planta del pie.

Ah, y la falta de sed. Calor con sed sería soportable. Pero, ah, la falta de sed. No había sino faltas y ausencias. Y ni la voluntad siquiera. Sólo astillas sin puntas salientes por donde ser pinzadas y extirpadas. Sólo los dientes estaban húmedos. Dentro de una boca voraz y reseca los dientes húmedos pero duros —y sobre todo la boca voraz para nada—. Y la nada era caliente en aquel fin de tarde eternizada por el planeta Marte.

Sus ojos abiertos y diamantes. En los tejados los gorriones secos. «Yo os amo, personas», era frase imposible. La humanidad era para ella como una muerte eterna que no tenía sin embargo el alivio final de morir. Nada, nada moría en la tarde seca, nada se pudría. Y a las seis de la tarde parecía mediodía. Parecía mediodía con un ruido atento de máquina de bomba de agua, bomba que trabajaba desde hacía tanto tiempo sin agua y que se había convertido en hierro oxidado: hacía dos días que faltaba agua en diversas zonas de la ciudad. Nada jamás había estado tan despierto como su cuerpo sin transpiración y sus ojos diamantes, y de vibración detenida. ¿Y el Dios? No. Ni siquiera la angustia. El pecho vacío, sin contracción. No había grito.

Mientras tanto, era verano. ¿Verano largo como el patio vacío durante las vacaciones del colegio? ¿Dolor? Ninguno. Ninguna señal de lágrima y ningún sudor. Nada de sal. Sólo una dulzura pesada: como la de la cáscara lenta de los elefantes de cuero reseco. Escualidez límpida y caliente. ¿Pensar en su hombre? No, era la astilla en el corazón de los pies. ¿Lamentar no haberse casado y tener hijos? Quince hijos colgados, sin columpiarse por la ausencia de viento. Ah, si las manos comenzaran a humedecerse. Aunque hubiese agua, por odio no se bañaría. Era por odio que no había agua. Nada manaba. La dificultad era una cosa detenida. Es un diamante. La cigarra en su garganta seca no cesaba de murmurar. ¿Y si el Dios se licuara finalmente en lluvia? No. Ni quiero. Como seco y tranquilo odio, quiero eso mismo, este silencio hecho de calor que la tosca cigarra hace sensible. ¿Sensible? No se siente nada. Sino esta dura falta de opio que calme. Quiero que esto que es intolerable continúe porque quiero la eternidad. Quiero esta espera continua como el canto enrojecido de la cigarra, pues todo eso es la muerte detenida, es la Eternidad de trillones de años de las estrellas y de la Tierra, y el celo sin deseo, los perros sin ladrar. Es en esa hora cuando el bien y el mal no existen. Es el perdón súbito, nosotros que nos alimentábamos con gusto secreto del castigo. Ahora es la indiferencia del perdón. Pues ya no hay juicio. Es la ausencia de juez y condenado. Y no llueve, no llueve. No existe menstruación. Los ovarios son dos perlas secas. Voy a deciros la verdad: como odio seco, lo que quiero es esto mismo, y que no llueva.

Y justamente entonces oye alguna cosa. Una cosa también seca que la deja aún más seca de atención. Es un rodar de trueno seco, sin saliva, que rueda, pero ¿adonde? En el cielo desnudo y absolutamente azul ninguna nube de amor que llore. Debe estar muy lejos el trueno. Al mismo tiempo el aire tiene un olor dulzón de elefantes grandes, y del jazmín dulzón de la casa de al lado. La India invadiendo Rio de Janeiro con sus mujeres endulzadas. Un olor de claveles de cementerio. ¿Irá todo a cambiar de repente? Para quien no tenía ni noche, ni lluvia, ni podredumbre de madera en el agua —para quien no tenía sino perlas—, ¿será que va a llegar la noche? ¿Va a haber finalmente madera pudriéndose, clavel vivo de lluvia en el cementerio, lluvia que viene de Malasia?

La urgencia es todavía inmóvil pero ya tiene un temblor dentro. Lori no advierte que el temblor es suyo, como no había advertido que aquello que le quemaba no era el fin de la tarde calurosa, y sí su calor humano. Sólo advierte que ahora alguna cosa va a cambiar, que lloverá o caerá la noche. Pero no soporta la espera de un cambio, y antes de que caiga la lluvia, el diamante de los ojos se licúa en dos lágrimas.

Y finalmente el cielo se ablanda.

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Lori marcó el número de teléfono:

—No podré ir, Ulises, no estoy bien.

Hubo una pausa. Él finalmente preguntó:

—¿Físicamente no te encuentras bien?

Ella respondió que no era nada físico. Entonces él dijo:

—Lori —dijo Ulises, y de pronto pareció grave aunque hablase tranquilo— Lori: una de las cosas que aprendí es que se debe vivir a pesar de. A pesar de, se debe comer. A pesar de, se debe amar. A pesar de, se debe morir. Incluso muchas veces es el propio a pesar de el que nos empuja hacia delante. Fue un a pesar de el que me provocó una angustia que insatisfecha fue la creadora de mi propia vida. Fue a pesar de que me paré en la calle y me quedé mirándote mientras esperabas un taxi. Y desde luego deseándote, ese tu cuerpo que ni siquiera es bonito, pero es el cuerpo que quiero. Pero te quiero entera, con el alma también. Por eso, no importa que no vengas, esperaré el tiempo que sea necesario.

—¿Por qué nunca te has casado? —preguntó ella inoportunamente.

—Es que —y su voz era la de quien sonreía—, no he sentido la necesidad y por suerte he tenido las mujeres que he querido.

Ella se despidió, bajó la cabeza con pudor y alegría. Pues a pesar de, había sentido alegría. Él esperaría por ella, ahora lo sabía. Hasta que ella aprendiese.

Todo estaba tranquilo ahora. Y al acordarse de su propia imagen bíblica, al haberse mirado antes al espejo, la encontró de algún modo tan bonita, que tenía que dar ese aspecto a alguien. Y ese alguien sólo podía ser Ulises que sabía ver la belleza escondida y tan recóndita que un ser vulgar no podría. Pero él, con una mirada, podía. Él era un hombre, ella una mujer, y milagro más extraordinario que ése sólo se comparaba a la estrella fugaz que atraviesa casi imaginariamente el cielo negro y deja como rastro el ardiente espanto de un Universo vivo. Era un hombre y era una mujer.

Ella que tantas veces había llegado a odiar a Ulises, aunque siguiese actuando para que la deseara.

¡Ah! se gritó muda de repente, pero ¡que el Dios me ayude a conseguir lo imposible, sólo lo imposible me importa!

Ni siquiera entendió lo que quería decir con eso, pero como si hubiese sido atendida por el más grande clamor humano y de algún modo, sólo por desearlo, hubiese tocado en lo imposible, dijo en voz baja, audible, humilde: gracias.

A través de sus grandes defectos —que un día tal vez pudiera mencionar sin vanagloriarse— es como había llegado ahora a poder amar. Hasta aquella glorificación: ella amaba a la Nada. La conciencia de su permanente caída humana la llevaba al amor de la Nada. Y aquellas caídas —como las de Cristo que varias veces cayó por el peso de la cruz—, y aquellas caídas eran las que comenzaban a hacer su vida. Tal vez fuesen sus «a pesar de» los que, como había dicho Ulises, llenos de angustia y desentendimiento de sí misma, la estuviesen llevando a construir poco a poco una vida. Con piedras de mala calidad ella levantaba tal vez el horror, y aceptaba el misterio de con horror amar al Dios desconocido. No sabía qué hacer de sí misma, ya nacida, sino esto: Tú, el Dios, al que amo como quien cae en la nada.

Después fue fácil llamar por teléfono a Ulises y decirle que había cambiado de idea y que podía ir a esperarla en el bar. Era cruel lo que hacía consigo misma: aprovechar que estaba en carne viva para conocerse mejor, pues la herida estaba abierta. Pero dolía demasiado moverse en ese sentido. Entonces prefirió apaciguarse y se propuso que, en el taxi, pensaría en la nariz recta de Ulises, en su cara marcada por el aprendizaje lento de la vida, en sus labios que ella jamás había besado.

Sólo que no quería ir con las manos vacías. Y como si le llevara una flor, escribió en un papel algunas palabras que Je gustaran: «Existe un ser que vive dentro de mí como si fuese su casa, y es. Se trata de un caballo negro y lustroso que a pesar de ser enteramente salvaje —pues nunca vivió antes en nadie ni jamás le pusieron riendas ni montura— a pesar de ser enteramente salvaje tiene por eso mismo una dulzura natural de quien no tiene miedo: come a veces en mi mano. Su hocico está húmedo y fresco. Beso su hocico. Cuando yo muera, el caballo negro se quedará sin casa y va a sufrir mucho. A menos que él elija otra casa y que esa otra casa no tenga miedo de aquello que es al mismo tiempo salvaje y suave. Aviso que no tiene nombre: basta llamarlo y se adivina su nombre. O no se adivina, pero, una vez llamado con dulzura y autoridad, acude. Si olfatea y siente que un cuerpo-casa está libre, trota silenciosamente y acude. Aviso también que no se debe temer su relincho: uno se engaña y piensa que es uno mismo el que está relinchando de placer o de cólera, uno se asusta con el exceso de dulzura de lo que es por primera vez».

Sonrió. A Ulises le iba a gustar, iba a pensar que el caballo era ella misma. ¿Era?

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– 

Como si una manada de gacelas transparentes se trasladaran en el aire del mundo al crepúsculo, eso fue lo que Lori consiguió varias semanas después. La victoria translúcida fue tan leve y promisoria como el placer presexual.

Se había hecho más habilidosa: como si poco a poco se estuviera habituando a la Tierra, a la Luna, al Sol y extrañamente a Marte sobre todo. Estaba en una plataforma terrestre desde donde en fracciones de segundo parecía ver la superrealidad de lo que es verdaderamente real. Más real —le dijo Ulises cuando ella a su modo le contó el casi no acontecimiento—, más real que la realidad.

Al día siguiente intentó nueva y pacientemente el crepúsculo. Estaba a la espera. Con los sentidos aguzados por el mundo que la rodeaba como si entrase en las tierras desconocidas de Venus. Nada sucedió.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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