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la solución
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Se llamaba Almira y había engordado demasiado. Alicia era su mejor amiga. Al menos era lo
que le decía a todos con ansiedad, queriendo compensar con la propia vehemencia la falta de amistad
que la otra le dedicaba. Alicia era pensativa y sonreía sin oírla, mientras continuaba escribiendo a
máquina.
A medida que la amistad de Alicia no existía, la amistad de Almira crecía más. Alicia era de rostro
oval y aterciopelado. La nariz de Almira brillaba siempre. Había en el rostro de Almira una avidez que
nunca se le había ocurrido disimular: la misma que tenía por la comida, su contacto más directo con el
mundo.
Por qué Alicia toleraba a Almira, nadie lo entendía. Ambas eran mecanógrafas y compañeras, lo que
no era una explicación. Ambas merendaban juntas, lo que no era una explicación. Salían de la oficina a la
misma hora y esperaban el ómnibus en la misma fila. Almira siempre vigilaba a Alicia. Ésta, distante y
soñadora, dejándose adorar. Alicia era pequeña y delicada. Almira tenía el rostro muy ancho, amarillento
y brillante: con ella el carmín no duraba en los labios, era de las que se lo comen sin querer.
—Me gustó tanto el programa de Radio Ministerio de Educación —decía Almira intentando de algún
modo agradar. Pero Alicia recibía todo como si le fuera debido, incluso la ópera del Ministerio de
Educación.
Solamente la naturaleza de Almira era delicada. Con todo aquel cuerpazo, podía perder una noche
de sueño por haber dicho una palabra no bien dicha. Y un pedazo de chocolate podía de repente quedársele
amargo en la boca ante el pensamiento de que había sido injusta. Lo que nunca le faltaba era chocolate en
la bolsa, y sustos por lo que pudiera haber hecho. No por bondad. Tal vez eran nervios flojos en un cuerpo
flojo.
La mañana del día en que sucedió, Almira salió para el trabajo corriendo, masticando todavía un pedazo
de pan. Cuando llegó a la oficina, miró hacia el escritorio de Alicia y no la vio. Una hora después, ésta
aparecía con los ojos enrojecidos. No quiso explicar ni respondió a las preguntas nerviosas de Almira.
Almira casi lloraba sobre la máquina. Finalmente, a la hora del almuerzo imploró a Alicia que aceptase
almorzar con ella: ella pagaría.
Fue exactamente durante el almuerzo cuando el hecho se produjo. Almira continuaba queriendo saber
por qué Alicia había llegado atrasada y con los ojos enrojecidos. Abatida, Alicia apenas respondía. Almira
comía con avidez e insistía con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Gordinflona! —dijo Alicia de repente, blanca de rabia—. ¿No me puedes dejar en paz?
Almira se atragantó con la comida, quiso hablar, comenzó a tartamudear. De los labios tiernos de
Alicia habían salido palabras que no conseguían bajar con la comida por la garganta de Almira G. de
Almeida.
—Eres una pesada y una entrometida —estalló nuevamente Alicia—. ¿Quieres saber lo que pasó, no
es cierto? Pues te lo voy a contar, pesada: es que Pepito se fue para Porto Alegre ¡y no va a volver más!
¿Ahora estás contenta, gordinflona?
En verdad Almira parecía haber engordado más en los últimos momentos, con la comida todavía
detenida en la boca.
Fue entonces cuando Almira comenzó a despertar. Y como si fuera una flaca, tomó el tenedor y lo
clavó en el cuello de Alicia. El restaurante, según se dijo en el diario, se levantó como una sola persona.
Pero la gorda, aun después de hecho el gesto, continuó sentada mirando el piso, sin siquiera ver la sangre
de la otra.
Alicia fue a la Asistencia Pública, de donde salió con vendas y los ojos todavía desorbitados de
espanto. Almira fue apresada en el momento.
Algunas personas observadoras dijeron que en aquella amistad había gato encerrado. Otras, amigas
de la familia, contaron que la abuela de Almira, doña Altamiranda, había sido una mujer muy rara. Nadie
se acordó de que los elefantes, de acuerdo con los estudiosos del asunto, son criaturas extremadamente
sensibles, incluso en las gruesas patas.
En la cárcel Almira se comportó con docilidad y alegría, una alegría tal vez melancólica, pero alegría
al fin. Hacía bromas a las compañeras. Finalmente tenía compañeras. Quedó encargada de la ropa sucia,
y se llevaba muy bien con las guardianas, que de vez en cuando le conseguían una barra de chocolate.
Exactamente como para un elefante en el circo.
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Clarice Lispector
©2008, Siruela
Colección: Libros del tiempo, 275
Relatos
Prólogo de Miguel Cossío Woodward
Traducciones del portugués de
Cristina Peri Rossi, Juan García Gayó,
Marcelo Cohen y Mario Morales
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Como siempre hay algo inquietante en el relato. Yo creo que no se inventa las cosas al tun tun.
Es curioso que Almira encontrara la felicidad en un lugar en el que no se puede huir de las personas. En el que hay que convivir obligatoriamente. Y que confundiera eso con una suerte de aceptación.
Pero es -supongo- lo que dice Clarice al final: la premiaban
como se premia a los elefantes. Entiendo que, clavándole el tenedor
a Alicia, renuncia a seguir siendo humana y se acepta en régimen
de esclava o de animal. No sé.
Gracias
Narciso