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clarice lispector

revelación de un mundo

a descoberta do mundo

 

 

 

Traducción: Amalia Sato

Adriana Hidalgo editora

2005

Buenos Aires

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baños de mar

 

 

Mi padre creía que todos los años había que hacer una cura de baños

de mar. Y nunca fui tan feliz como en aquellas temporadas de baños en

Olinda, Recife.

Mi padre también creía que el baño de mar saludable era el que se

hacía antes de que saliera el sol. ¿Cómo explicar eso que yo consideraba

regalo inaudito, salir de casa a la madrugada y tomar el tranvía vacío que

nos llevaría a Olinda cuando todavía estaba oscuro?

A la noche me iba a dormir, pero mi corazón se mantenía despierto,

expectante. Y de puro alborozo, me despertaba a las cuatro y pico de la

madrugada y despertaba al resto de la familia. Nos vestíamos de prisa y

salíamos en ayunas, porque mi padre creía que así debía ser: en ayunas.

Salíamos a la calle toda oscura, y recibíamos la brisa de la

madrugada. Y esperábamos el tranvía. Hasta que de allá lejos oíamos su

barullo que se aproximaba. Y me sentaba en la punta del asiento: y

comenzaba mi felicidad. Atravesar la ciudad oscura me provocaba algo que

jamás tuve nuevamente. En el propio tranvía el tiempo empezaba a clarear

y una luz trémula de sol escondido nos bañaba y bañaba al mundo.

Y miraba todo: las pocas personas en la calle, el paso por el campo

con los animales de pie: “¡Miren un chancho de verdad!” grité una vez, y la

frase de deslumbramiento quedó como una de las bromas de mi familia,

que de vez en cuando me decían riendo: “¡Miren un chancho de verdad!”.

Pasábamos por caballos bellos que esperaban de pie el amanecer.

Yo no sé de la infancia ajena. Pero ese viaje diario me convertía en

una criatura que era completa alegría. Y me sirvió como promesa de

felicidad para el futuro. Mi capacidad de ser feliz se revelaba. Yo me

aferraba, dentro de mi infancia muy infeliz, a esa isla encantada que era el

viaje diario.

En el propio tranvía empezaba a amanecer. Mi corazón latía fuerte al

aproximarnos a Olinda. Finalmente saltábamos afuera y nos íbamos

caminando a las casillas pisando terreno de arena mezclada con plantas.

Nos cambiábamos de ropa en las casillas. Y nunca un cuerpo se expandió

como el mío cuando salía de la casilla y sabía lo que me esperaba.

El mar de Olinda era muy peligroso. Se daban algunos pasos sobre un

fondo plano y de repente se caía en una profundidad de dos metros,

calculo.

Otras personas también creían en eso de tomar baño de mar cuando

el sol nacía. Había un guardavidas que, por una nadería de dinero,

conducía a las señoras al baño: abría los brazos, y las señoras, en cada

uno de sus brazos, se agarraban a él para luchar contra las olas

fuertísimas del mar.

El olor del mar me invadía y me embriagaba. Las algas flotaban. Oh,

bien sé que no estoy transmitiendo lo que significaban como vida pura esos

baños en ayunas, con el sol levantándose pálido todavía en el horizonte.

Bien sé que estoy tan emocionada que no logro escribir. El mar de Olinda

era muy iodado y salado. Y yo hacía lo que haría siempre en el futuro:

formando un cuenco con las manos, las sumergía en las aguas, y llevaba

un poco de mar hasta mi boca: diariamente bebía el mar, a tal punto me

quería unir a él.

No nos quedábamos mucho. El sol salía, y mi padre tenía que

empezar a trabajar temprano. Nos cambiábamos de ropa, y la ropa nos

quedaba impregnada de sal. Mis cabellos salados se me pegaban a la

cabeza.

Entonces esperábamos, al viento, la llegada del tranvía para Recife.

En el tranvía la brisa iba secando mis cabellos duros

de sal. Yo a veces me

lamía el brazo para sentir su espesor de sal y iodo.

Llegábamos a casa y recién entonces tomábamos café. Y cuando yo

me acordaba de que al día siguiente el mar se repetiría para mí, me ponía

seria de tanta ventura y aventura.

Mi padre creía que no se debía tomar enseguida un baño de agua

dulce: el mar debía quedar en nuestra piel durante algunas horas. Era

contra mi voluntad que yo tomaba una ducha que me dejaba límpida y sin

el mar.

¿A quién le tengo que pedir que en mi vida se repita la felicidad?

¿Cómo sentir con la frescura de la inocencia que el sol rojo se eleva?

¿Nunca más?

Nunca más.

Nunca.

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banhos de mar

 

 

 

Meu pai acreditava que todos os anos se devia fazer uma cura de banhos de mar. E nunca fui tão feliz quanto naquelas temporadas de banhos em Olinda, Recife.

Meu pai também acreditava que o banho de mar salutar era o tomado antes do sol nascer. Como explicar o que eu sentia de presente inaudito em sair de casa de madrugada e pegar o bonde vazio que nos levaria para Olinda ainda na escuridão?

De noite eu ia dormir, mas o coração se mantinha acordado, em expectativa. E de puro alvoroço, eu acordava às quatro e pouco da madrugada e despertava o resto da família. Vestíamos depressa e saíamos em jejum. Porque meu pai acreditava que assim devia ser: em jejum.

Saímos para uma rua toda escura, recebendo a brisa da pré-madrugada. E esperávamos o bonde. Até que lá de longe ouvíamos o seu barulho se aproximando. Eu me sentava bem na ponta do banco: e minha felicidade começava.

Atravessar a cidade escura me dava algo que jamais tive de novo. No bonde mesmo o tempo começava a clarear e uma luz trêmula de sol escondido nos banhava e banhava o mundo.

Eu olhava tudo: as poucas pessoas na rua, a passagem pelo campo com os bichos-de-pé: “Olhe um porco de verdade!” gritei uma vez, e a frase de deslumbramento ficou sendo uma das brincadeiras da minha família, que de vez em quando me dizia rindo: “Olhe um porco de verdade.”

Passávamos por cavalos belos que esperavam de pé pelo amanhecer.

Eu não sei da infância alheia. Mas essa viagem diária me tornava uma criança completa de alegria. E me serviu como promessa de felicidade para o futuro. Minha capacidade de ser feliz se revelava. Eu me agarrava, dentro de uma infância muito infeliz, a essa ilha encantada que era a viagem diária.

No bonde mesmo, começava a amanhecer. Meu coração batia forte ao nos aproximarmos de Olinda. Finalmente saltávamos e íamos andando para as cabinas pisando em terreno já de areia misturada com plantas. Mudávamos de roupa nas cabinas. E nunca um corpo desabrochou como o meu quando eu saía da cabina e sabia o que me esperava.

O mar de Olinda era muito perigoso. Davam-se alguns passos em um fundo raso e de repente caía-se num fundo de dois metros, calculo.

Outras pessoas também acreditavam em tomar banho de mar quando o sol nascia. Havia um salva-vidas que, por uma ninharia de dinheiro, levava as senhoras para o banho: abria os dois braços, e as senhoras, em cada um dos braços, agarravam o banhista para lutar contra as ondas fortíssimas do mar.

O cheiro do mar me invadia e me embriagava. As algas boiavam. Oh, bem sei que não estou transmitindo o que significavam como vida pura esses banhos em jejum, com o sol se levantando pálido ainda no horizonte. Bem sei que estou tão emocionada que não consigo escrever. O mar de Olinda era muito iodado e salgado. E eu fazia o que no futuro sempre iria fazer: com as mãos em concha, eu as mergulhava nas águas, e trazia um pouco de mar até minha boca: eu bebia diariamente o mar, de tal modo queria me unir a ele.

Não demorávamos muito. O sol já se levantara todo, e meu pai tinha que trabalhar cedo.

Mudávamos de roupa, e a roupa ficava impregnada de sal. Meus cabelos salgados me colavam na cabeça.

Então esperávamos, ao vento, a vinda do bonde para Recife. No bonde a brisa ía secando meus cabelos duros de sal. Eu às vezes lambia meu braço para sentir sua grossura de sal e iodo.

Chegávamos em casa e só então tomávamos café. E quando eu me lembrava de que no dia seguinte o mar se repetiria para mim, eu ficava séria de tanta ventura e aventura.

Meu pai acreditava que não se devia tomar logo banho de água doce: o mar devia ficar na nossa pele por algumas horas. Era contra a minha vontade que eu tomava um chuveiro que me deixava límpida e sem o mar.

A quem devo pedir que na minha vida se repita a felicidade?

Como sentir com a frescura da inocência o sol vermelho se levantar?

Nunca mais?

Nunca mais.

Nunca.

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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