Escúchalo aquí recitado por Tomás Galindo

 

 

 

claudio rodríguez:

 

herida en cuatro tiempos

 

 

 

I

Aventura de una destrucción

 

 

Cómo conozco el algodón y el hilo de esta almohada

herida por mis sueños,

sollozada y desierta,

donde crecí durante quince años.

Sí, en esta almohada desde la que mis ojos

vieron el cielo

y la pureza de la amanecida

y el resplandor nocturno

cuando el sudor, ladrón muy huérfano, y el fruto transparente

de mi inocencia, y la germinación del cuerpo

eran ya casi bienaventuranza.

La cama temblorosa

donde la pesadilla se hizo carne,

donde fue fértil la respiración,

audaz como la lluvia,

con su tejido luminoso y sin ceniza alguna.

Y mi cama fue nido

y ahora es alimaña;

ya su madera sin barniz, oscura,

sin amparo.

No volveré a dormir en este daño, en esta

ruina,

arropado entre escombros, sin embozo,

sin amor ni familia:

entre la escoria viva.

Y al mismo tiempo quiero calentarme

en ella, ver

cómo amanece, cómo

la luz me da en mi cara, aquí, en mi cama.

La vuestra, padre mío, madre mía,

hermanos míos,

donde mi salvación fue vuestra muerte.

 

 

 

II

El sueño de una pesadilla

 

 

El tiempo está entre tus manos:

tócalo, tócalo. Ahora anochece y hay

pus en el olor del cuerpo, hay alta marea

en el mar del dormir, y el surco abierto

entre las sábanas.

La cruz de las pestañas

a punto de caer, los labios hasta el cielo del techo,

hasta la melodía de la espiga,

hasta esta lámpara de un azul ya pálido,

en este cuarto que se me va alzando

con la ventana sin piedad,

maldita y olorosa, traspasada de estrellas.

Y en mis ojos la estrella, aquí, doliéndome,

ciñéndome, habitándome astuta

en la noche de la respiración, en el otoño claro

de la amapola del párpado,

en las agujas del pinar del sueño.

Las calles, los almendros,

algunos de hoja malva,

otros de floración tardía, frente

a la soledad del puente

donde se hila la luz: entre los ojos

tempranos para odiar. Y pasa el agua

nunca tardía para amar del Duero,

emocionada y lenta,

quemando infancia.

¿Qué hago con mi sudor, con estos años

sin dinero y sin riego,

sin perfidia siquiera ahora en mi cama?

¿Y volveré a soñar

esta pesadilla? Tú estate quieto, quieto.

Pon la cabeza alta y pon las manos

en la nuca. Y sobre todo ve

que amanece, aún aquí,

en el rincón del uso de tus sueños,

junto al delito de la oscuridad,

junto al almendro. Qué bien sé su sombra.

 

 

 

III

  Herida

 

 

¿Y está la herida ya sin su hondo pétalo,

sin tibieza,

sino fecunda con su mismo polen,

cosida a mano, casi como un suspiro,

con el veneno de su melodía,

con el recogimiento de su fruto,

consolando, arropando

mi vida?

Ella me abraza. Y basta.

Pero no pasa nada.

No es lo de siempre: no es mi amor en venta,

la desnudez de mi deseo, ni

el dolor inocente, sin ventajas,

ni el sacrificio de lo que se cotiza,

ni el despoblado de la luz, ni apenas

el tallo hueco,

nudoso, como el de la avena, de

la injusticia. No,

no es el color canela

de la flaqueza de los maliciosos,

ni el desencanto de los desdichados,

ni el esqueleto en flor,

rumoroso, del odio. Ni siquiera la vieja

boca del rito

de la violencia.

Aún no hay sudor, sino desenvoltura;

aún no hay amor, sino las pobres cuentas

del engaño vacío.

Sin rendijas ni vendas

vienes tú, herida mía, con tanta noche entera,

muy caminada,

sin poderte abrazar. Y tú me abrazas.

Cómo me está dañando la mirada

al entrar tan a oscuras en el día.

Cómo el olor del cielo,

la luz hoy cruda, amarga,

de la ciudad, me sanan

la herida que supura con su aliento

y con su podredumbre,

asombrada y esbelta,

y sin sus labios ya,

hablando a solas con sus cicatrices

muy seguras, sin eco,

hacia el destino, tan madrugador,

hasta llegar a la gangrena.

Pero

la renovada aparición del viento,

mudo en su claridad,

orea la retama de esta herida que nunca

se cierra a oscuras.

Herida mía, abrázame. Y descansa.

 

 

 

IV

 

Un rezo

 

 

¿Cómo el dolor, tan limpio y tan templado,

el dolor inocente, que es el mayor misterio,

se me está yendo?

Ha sido poco a poco,

con la sutura de la soledad

y el espacio sin trampa, sin rutina

de tu muerte y la mía.

Pero suena tu alma, y está el nido

aquí, en el ataúd,

con luz muy suave.

Te has ido. No te vayas. Tú me has dado la mano.

No te irás. Tú, perdona, vida mía,

hermana mía,

que esté sonando el aire

a ti, que no haya techos

ni haya ventanas con amor al viento,

que el soborno del cielo traicionero

no entre en tu juventud, en tu tan blanca,

vil muerte.

Y que tu asesinato

espere mi venganza, y que nos salve.

Porque tú eres la almendra

dentro del ataúd. Siempre madura.

 

 

 

 

 

 

 

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