Constance va por el mundo como a ella le gusta ir, montada en su caballito de madera

y quizá va cabalgando por el arcén de la carretera, a lo largo de los verdes campos, en busca

de su destino o de bonitas aventuras, que viene a ser lo mismo.

Está hermosa por el descuido, por la despreocupación con la que lleva el vestido negro:

se le ha caído el único tirante y la línea del escote le va a la baja, con la falda arremangada

hasta la mitad de los muslos, que relucen al sol de la tarde.

Al fondo están las montañas azules, que no pueden serle indiferentes, sobre todo porque

en ellas vive la altura, que es difícil y purísima y a menudo protege a los oxígenos más limpios.

Posiblemente, las montañas de cumbres azules son el principio y el final del camino de Constance,

que debe de saber que la felicidad es precisamente el encuentro del principio y el fin, aunque

también debe de saber que donde el inicio y el fin se encuentran, allí está la muerte.

Mientras, hasta entonces, Constance mantiene el tipo sobre la cabalgadura bajo el sol de la tarde,

tragándose el polvo espeso y dorado de la llanura, buscando sin buscar las emocionantes aventuras

o la visita del destino, que viene a ser lo mismo.

 

 

 

 


 

 

 

 

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