Fiodor Dovstoievski

memorias del subsuelo

I

Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado. Pero no sé absolutamente nada de

mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele. 

Ni me cuido ni me he cuidado nunca, pese a la consideración que me inspiran la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente 

supersticioso… lo suficiente para sentir respeto por la medicina. (Soy un hombre instruido. Podría, pues, no ser supersticioso. Pero lo soy.)

Si no me cuido, es, evidentemente, por pura maldad. Ustedes seguramente no lo comprenderán; yo sí que lo comprendo. Claro que no puedo

explicarles a quién hago daño al obrar con tanta maldad. Sé muy bien que no se lo hago a los médicos al no permitir que me cuiden. Me perjudico

sólo a mí mismo; lo comprendo mejor que nadie. Por eso sé que si no me cuido es por maldad. Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro! Y si me

pongo peor, me alegraré más todavía.

Hace ya mucho tiempo que vivo así; veinte años poco más o menos. Ahora tengo cuarenta. He sido funcionario, pero dimití. Fui funcionario

odioso. Era grosero y me complacía serlo. Ésta era mi compensación, ya que no admitía propinas. (Esta broma no tiene ninguna gracia pero no

la suprimiré. La he escrito creyendo que resultaría ingeniosa, y no la quiero tachar, porque evidencia mi deseo de zaherir.) Cuando alguien se

acercaba a mi mesa en demanda de alguna información, yo rechinaba los dientes y sentía una voluptuosidad indecible si conseguía mortificarlo.

Lo lograba casi siempre. Eran, por regla general, personas tímidas, timoratas. ¡Pedigüeños al fin y al cabo! Pero también había a veces entre

ellos hombres presuntuosos, fanfarrones. Yo detestaba especialmente a cierto oficial. Él no quería someterse, e iba arrastrando su gran sable

de una manera odiosa. Durante un año y medio luché contra él y su sable, y finalmente salí victorioso; dejó de fanfarronear. Esto ocurría en la

época de mi juventud.

Pero ¿saben ustedes, caballeros, lo que excitaba sobre todo mi cólera, lo que la hacía particularmente vil y estúpida? Pues era que advertía,

avergonzado, en el momento mismo en que mi bilis se derramaba con más violencia, que yo no era un hombre malo en el fondo, que no era ni

siquiera un hombre amargado, sino que simplemente me gustaba asustar a los gorriones. Tengo espuma en la boca; pero tráiganme ustedes una

muñeca, ofrézcanme una taza de té bien azucarado, y verán cómo me calmo; incluso tal vez me enternezca. Verdad es que después me morderé

los puños de rabia y que durante algunos meses la vergüenza me quitará el sueño. Sí, así soy yo.

He mentido al decir que fui un funcionario perverso. He mentido por despecho. Yo trataba, simplemente, de distraerme con aquellos peticionarios

y aquel oficial, y jamás conseguí llegar a ser realmente malo. Me daba perfecta cuenta de que existían en mí gran número de elementos diversos

que se oponían a ello violentamente. Los sentía hormiguear dentro de mi ser, por decirlo así. Sabía que estaban siempre en mi interior y que

aspiraban a exteriorizarse, pero yo no los dejaba salir; no, no les permitía evadirse. Me atormentaban hasta la vergüenza, hasta la convulsión.

¡Oh, qué cansado, qué harto estaba de ellos!

Pero ¿no les parece, señores, que estoy adoptando ante ustedes una actitud de arrepentimiento por un crimen que no sé cuál es? Estoy 

seguro de que ustedes imaginan… No obstante, les advierto que me es indiferente que se lo imaginen o no. 

No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso; ni un canalla, ni un héroe…, ni siquiera un

mísero insecto. Y ahora termino mi existencia en mi rincón, donde trato lamentablemente de consolarme (aunque sin éxito) diciéndome que un

hombre inteligente no consigue nunca llegar a ser nada y que sólo el imbécil triunfa. Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene el deber de estar

esencialmente despojado de carácter; está moralmente obligado a ello. El hombre de carácter, el hombre de acción, es un ser de espíritu mediocre.

Tal es el convencimiento que he adquirido en mis cuarenta años de existencia.

Sí, tengo cuarenta años… Cuarenta años son toda una vida; son… una verdadera vejez. Vivir más de cuarenta años es una inconveniencia,

algo inmoral y vil. ¿Quién vive después de cumplir cuarenta años? ¡Respondan sinceramente, honradamente! Voy a decírselo a ustedes: los

imbéciles y los bribones. Sí, ésos son los que viven más de cuarenta años. ¡Se lo diré en la cara a todos los viejos, a todos esos respetables viejos

de rizos plateados y perfumados! Lo proclamaré ante el universo entero. Tengo derecho a hablar así porque yo viviré hasta los sesenta, hasta los

setenta, hasta los ochenta años!… ¡Esperen! ¡Déjenme recobrar el aliento!

Ustedes se imaginan seguramente que mi propósito es hacerles reír. Pues no; se equivocan en esto, como en todo lo demás. No soy en modo

alguno tan alegre como sin duda les parezco. Por otra parte, si, irritados por toda esta palabrería (porque ustedes están irritados; lo veo), me pregunta

qué soy en fin de cuentas, les responderé: soy un asesor de colegio. Ingresé en la Administración para poder comer (únicamente para eso), y el

año pasado, cuando un pariente lejano me legó seis mil rublos, dimití al punto y me enterré en mi rincón. Hacía ya mucho tiempo que estaba aquí,

pero ahora me he instalado definitivamente. La habitación que ocupo está en los confines de la ciudad y es fea, destartalada. Mi criada es una vieja

campesina, malvada por falta de inteligencia. Además, huele mal. Me dicen que el clima de Petersburgo me perjudica, que la vida aquí es muy cara,

e ínfimos los recursos de que dispongo. Lo sé; lo sé mucho mejor que todos esos sabios donadores de consejos. Pero me quedo en Petersburgo.

No me iré de Petersburgo porque… Bueno, ¿qué importa que me marche o no?

Sin embargo ¿de qué puede hablar un hombre honrado con más placer?

Respuesta: de sí mismo. ¡Por lo tanto, voy a hablarles de mí mismo!

II

Ahora voy a contarles, señores (quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un insecto. Lo declaro ante ustedes 

solemnemente: muchas veces he intentado convertirme en un insecto, pero no se me ha juzgado digno de ello.

Una conciencia demasiado clarividente es (se lo aseguro a ustedes) una enfermedad, una verdadera enfermedad. Una conciencia ordinaria 

nos bastaría y sobraría para nuestra vida común; sí, una conciencia ordinaria, es decir, una porción igual a la mitad, a la cuarta parte de la conciencia

que posee el hombre cultivado de nuestro siglo XIX y que, para desgracia suya, reside en Petersburgo, la más abstracta, la más «premeditada» de las

ciudades existentes en la Tierra (pues hay ciudades «premeditadas» y ciudades que no lo son). Se tendría, por ejemplo, más que de sobra con esa

cantidad de conciencia que poseen los hombres llamados sinceros, espontáneos y también hombres de acción.

Ustedes se imaginan (apostaría cualquier cosa) que escribo todo esto por darme importancia, por burlarme de los hombres de acción, por darme

tono a la manera del fatuo que arrastraba el sable y del que les he hablado hace un momento, pero eso sería de muy mal gusto. Pues ¿quién puede

pensar, señores, en vanagloriarse de sus enfermedades y utilizarlas como pretexto para darse tono?

Pero ¿qué digo? Todo el mundo obra así. Precisamente de sus enfermedades extraen la gloria. Y eso hago yo, probablemente aún más que nadie…

En fin, no hablemos más del asunto: mi objeción es estúpida.

Sin embargo (estoy firmemente convencido de ello), la conciencia, toda conciencia es una enfermedad. Lo mantengo. Pero dejemos esto por ahora.

Respóndanme a esto: ¿cómo es que siempre, en el preciso instante -como hecho adrede- que me sentía más capaz de apreciar todos los matices de lo

bello, de lo sublime, como se decía en nuestra patria hace poco, se me ocurría no sólo pensar, sino hacer cosas tan inconvenientes? Eran actos que todos

realizan con oportunidad, pero que yo cometía precisamente cuando me daba perfecta cuenta de que había que abstenerse de ejecutarlos. Cuanto más

clara conciencia tenía del bien y de todas las cosas «bellas y sublimes», tanto más me hundía en mi cieno y tanto más capaz me sentía de sepultarme en

él definitivamente. Pero lo más notable es que este desacuerdo no parecía un hecho fortuito, dependiente de las circunstancias, sino algo que ocurría del

modo más natural. Se diría que éste era mi estado normal, y en modo alguno una enfermedad o un vicio; tanto, que finalmente perdí todo deseo de luchar.

En resumen, que casi admito (y tal vez sin «casi») que aquél era el estado normal de mi espíritu. Pero, al principio, ¡cuánto sufrí en esta lucha! No creía

que los demás pudiesen estar en el mismo caso, y a lo largo de toda mi vida he mantenido en secreto este rasgo de mi carácter. Me avergonzaba de él

(es posible que me avergüence todavía). Tan lejos iba en esto, que experimentaba una especie de placer secreto, vil, anormal, al volver a mi casa, a mi

agujero, en una de las turbias e ingratas noches petersburguesas, y decirme que otra vez había cometido una villanía aquel día y que sería imposible

repararla. Entonces me roía interiormente. Me roía, me desgarraba a dentelladas, bebía largamente mi amargura, me saciaba de ella de tal modo, que al

fin experimentaba una especie de debilidad vergonzosa, maldita, en la que saboreaba una verdadera voluptuosidad. ¡Sí, lo repito: una verdadera

voluptuosidad! He sacado a relucir esta cuestión porque deseo saber si otros conocen semejantes voluptuosidades.

Me explicaré. La voluptuosidad procedía, en este caso, de que me daba clara cuenta de mi humillación, la cual procedía del convencimiento de haber

llegado al límite. «Tu situación es abominable -me decía a mí mismo-, pero no puede ser otra; no tienes ninguna salida; no podrás cambiar nunca, porque,

aunque tuvieras el tiempo y la fe necesarios para ello, no querrías convertirte en otro hombre. Por otra parte, aunque quisieras cambiar, no podrías. ¿En

qué otra cosa te transformarías? ¡Quizá no hay ninguna!»

Pero lo esencial- y esto pone fin a la cuestiónes que todo se realiza de acuerdo con las leyes fundamentales y normales de la conciencia refinada, y

mana de ella directamente, tanto, que es por completo imposible no sólo cambiar, sino, generalmente, reaccionar de algún modo. La conciencia refinada

nos dice, por ejemplo: «Tienes razón, eres un canalla». Pero el hecho de que yo pueda comprobar mi propia condición canallesca no me consuela lo más

mínimo de ser un canalla. ¡En fin, basta ya! ¡Cuántas palabras, Dios mío! Pero ¿qué he explicado? ¿De dónde proviene esa voluptuosidad? Sin embargo,

me interesa explicarlo todo. Iré hasta el fin. Para eso he tomado la pluma…

Empezaré por decir que tengo un amor propio tremendo, que soy tan desconfiado y susceptible como un jorobado, como un enano. Pero,

verdaderamente, ha habido momentos en mi existencia en los que, si me hubiesen dado una bofetada, me habría sentido quizá muy dichoso. Hablo en

serio; habría podido encontrar en ello cierto placer…, el placer de la desesperación, desde luego. Pues la desesperación oculta la voluptuosidad más

ardiente, sobre todo cuando la situación aparece sin salida. Sin embargo, en el caso de la bofetada, ¡qué sensación de aplastamiento se experimenta!

Pero lo principal es que siempre resulta que soy yo el culpable, sea cual fuere el lado desde el que examinen las cosas, y es más: culpable sin serlo,

por lo menos, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Soy culpable, ante todo, porque soy más inteligente que cuantos me rodean (siempre me he

considerado más inteligente que las personas que me rodeaban, e incluso – ¡fíjense ustedes!- mi sensación de superioridad me confunde hasta el punto

de que miro a la gente de reojo, por no poder mirarla cara a cara). Soy culpable, además, porque, aún cuando me hubiese sentido generoso, el

convencimiento de que esto era inútil sólo habría servido para atormentarme más. Desde luego, no habría adelantado nada. No habría podido perdonar, 

porque el agresor me habría golpeado seguramente, de acuerdo con las leyes de la naturaleza, las cuales no se preocupan por nuestro perdón. Además,

me habría sido imposible olvidar, porque el insulto, por natural que sea, siempre es un insulto. En fin, si renunciaba a ser generoso y pretendía, por el

contrario, vengarme del agresor, no podía cumplir este propósito, porque me era imposible decidirme a obrar, aún teniendo la facultad de hacerlo.

Pero ¿por qué? Sobre esto quisiera decirles a ustedes unas palabras.


 

 

 

 

 

 

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