el Banco Exprime series

 

 

 

A los novios cochinos del dinero —en dólares sucios de euro—, es que les gusta reincidir.

Un ciudadano cualquiera, en los huesos, se pasa por una de las sucursales del Banco Exprime

a ver cómo va esa cuenta muy corriente que ya vació hace seis meses para comprar las últimas patatas.

Le explica sus necesidades económicas al innecesario del Banco Exprime que no lo mira ni lo escucha,

solamente lo ignora desde detrás de las rejas, al otro lado del mostrador.

 

El novio marrano del dinero se quita las telarañas de la cara, del pelo y de las orejas y las pliega

con cuidado, tal vez para volvérselas a poner cuando el ciudadano se vaya. El puro aburrimiento del dinero,

que el innecesario ha soportado durante años, le ha macerado la piel, que tiene un color entre blanco tiza

y blanco muerto, sin salchichas ni lacitos.

 

Cuando le apetece, sin soltar las teclas ni la pantalla del ordenador, le dice al ciudadano la verdad,

que casi siempre duele:

 

—‘Ya sabe que el líquido dinero no existe en Exprime: puede elegir entre fondos pervertidos de

capital ausente y pólizas tóxicas descapitalizadas con el cinco por ciento de interés en agujeros’.

—‘Ya’ -dice el ciudadano por no callar.

—‘Y no coja más folletos de publicidad, que son de papel caro’ -le informa el innecesario-

—‘Es que son para la cabra, que no come otra cosa’ –se defiende el cliente.

—‘Por eso’ –tercia el del Exprime, que huele a talco y a nenuco.

—‘Ni les cambian los pañales’ –se dice el ciudadano al oído —‘¿y no podría invertir en sufrimiento?’

–le pregunta —ya agrediendo— al parguela del Exprime, que se las sabe todas en asuntos de inversión.

—‘No se pase de listo conmigo’ –le dice escuetamente el innecesario mientras se recoloca la joroba

laboral, que le aplasta la oreja izquierda.

 

Dolor arriba, dolor abajo, el ciudadano, con aire de cansancio, ya se asfixia de respirar siempre

con un pulmón ajeno. Sale a la calle con la cola peluda de la nada entre las piernas, y se da prisa para

meterse enseguida en la casita del autismo, bien depositado en grumos y callado como un espejo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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