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Uno sabe que ante un rostro de tal envergadura conviene centrarse y establecer una ruta,
un diagrama. No es fácil evitar el poder atractivo de la mirada, que es muy intenso y, además,
nuestra respuesta de la mirada a su mirada es automática, de manera que hay que deshacer
continuamente el automatismo para no quedarse coagulado, congelado en los ojos.
Cara a cara con Zoi, uno empezaría por esa gota de sudor que se ha estancado, formando
un minúsculo charco, en el filtro nasal, retenida justamente por el arco de Cupido, que es esa
escotadura horizontal del labio superior y que, en la formación del rostro, es el punto de cierre
de toda la cara.
Zoi tiene toda la piel mojada o húmeda de sudor y los labios de un rosa castigado o martirizado.
No se le marcan los pómulos ni tiene los surcos de la sonrisa.
Las cejas son finas y tupidas, oscuras de color y ligeramente arqueadas, como dos alas de
envergadura que planean con el viento. La frente es alta y ancha, más que una plaza íntima –como
dijo el poeta-, la de Zoi es una plaza mayor abierta a la intemperie.
Sin esperar, estoy esperando a que la gota del arco de Cupido crezca un poco más y se desborde,
mojando los fruncidos del labio inferior de Zoi.
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