eloy tizón

 

 

herido leve

 

 

 

30 años de memoria lectora

1ª edición 2019

editorial páginas de espuma
colección voces / ensayo 275
madrid

 

 

escribir cuervos

 

 

 

Los mejores cuentos de Poe son canciones paranoicas.

«El escarabajo de oro» fue escrito en 1843, el mismo
año que «El corazón delator» y «El gato negro», por citar
solo dos de sus piezas mayores dentro de una larga genea-
logía de títulos mórbidos, truculentos y tan alegres como
ponerse a picar cebolla a la vuelta de un funeral.

«El escarabajo de oro», no tan sombrío, apareció publi-
cado por primera vez en el número de junio de The Dollar
Newspaper, tras ganar un concurso de relatos convocado
por la propia revista, por el que Poe recibió una remunera-
ción de cien dólares.

Ambientado en la isla de Sullivan, en Carolina del Sur,
donde Poe había servido como artillero de segunda en
su etapa de cadete de West Point, «El escarabajo de oro»
constituye una buena muestra del Poe lógico y cartesiano,
alejado de sus delirios necrófilos, y centrado en su faceta
detectivesca de investigador de misterios y esclarecedor
de acertijos.

Para narrar esta fábula clásica, apta para todos los
públicos, Poe recurre como otras veces a la figura de un
narrador opaco, del que nada conocemos, excepto su fun-
ción de acompañante y testigo dedicado a levantar acta en
primera persona de las elucubraciones de una inteligencia
superior al borde de la genialidad o la demencia.

 

Poe juega a introducir método en la locura (o locura
en el método, tanto da). Sabemos que el autor fue un ma-
niático de la criptografía y el desciframiento de mensajes
ocultos. Para un romántico como Poe, el mundo entero es
un pergamino que hay que descodificar, un Texto (o un
Tejido), compuesto en un lenguaje encriptado, reacio a la
interpretación.

Todo en este universo: los días de sol, la nieve, el ala
de un cuervo, la tos de su prima y esposa Virginia Clemm
(el día de su boda él tiene veintisiete años; ella, trece), son
páginas en clave, cartas que el destino nos envía para po-
nernos a prueba, acompañadas de insectos y calaveras.

El cuento es ese lugar, entonces, en el que se deposita
un secreto misterioso, o una larva, o un tesoro, que los ojos
del lector repiten, línea por línea. La lectura es el proceso
de reconstrucción de un crimen.
Escrito con técnica de ajedrecista, el resultado es fiel a
su propia teoría de la composición, en que todo el cuento
debe estar orientado hacia la apoteosis del efecto final y
la unidad de sentido, concebido y ejecutado al revés, de
atrás hacia delante. El cuento, en Poe, se narra a contra-
corriente, en un orden temporal inverso, de modo que ya
está terminado antes de haber sido escrito.

Quizá sea justo ese fetichismo por el desenlace per-
fecto, el artefacto bien rematado y el broche de oro, lo que
me hace dudar un poco de su aureola de precursor del
relato moderno, un territorio que Poe vislumbra pero no
llega a conquistar, hazaña reservada para otras mentes
de una generación posterior como Henry James o Antón
Chéjov.

Entiendo por relato moderno aquel en que el texto no
solo cuenta, sino que también se cuenta. No solo muestra,
sino que también se muestra. No solo dice, sino que tam-
bién se dice, en un intenso arco de producción de sentido
y desvelo, a través del cual el creador tira de la alfombra y
el texto tiene el coraje de poner en entredicho sus propios
mecanismos de representación.

La distancia que media entre la literatura pre-moderna
y la literatura moderna es la misma que media entre
el escarabajo de Poe y el escarabajo de Kafka. Siendo el
mismo insecto, no pueden ser más dispares. El primero es
un objeto tornasolado y brillante, chapado en oro, lujoso.
Samsa, en cambio, es un monstruo oxidado que cojea en
los pasillos.

Mitigar ese brillo y renunciar a ese lujo ha sido una de
las preocupaciones de la literatura más inquieta y menos
complaciente. Esto no implica juicio de valor alguno, sino
la constatación de una quiebra.

Poe hizo cuanto pudo, y lo que pudo es mucho. Sembró
el suelo de estrellas fértiles, pero no esperó a verlas crecer.
Su herencia se diluye en un sinfín de imitadores que no
alcanzan su horror de enterrado vivo en el panteón de la
literatura. Tantos años más tarde, y aún sigue poniendo
un grito en nuestra mesilla de noche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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