francisco umbral

 

diario de un escritor burgués

 

 

1975

 

páginas 104-105

 

lunes

 

 

En casa de Lola. Sé que cuando llamo por teléfono está tocando el piano y, además, escuchando un disco de Bach

a todo volumen. Se envuelve en la música como en una forma gloriosa de desesperación.

La encuentro más rubia, con mejor cara, con la melena recién lavada. Fuma mucho, aunque se lo tienen prohibido.

 

«Me ha salido mejor el electro», dice.

 

Y me enseña el electro. Esta mujer y sus enfermedades. Pero el pelo le ilumina bellamente el rostro y los vaqueros

le modelan con grandeza los muslos. Los cuadros del viejo loco, las butacas rojas, la luz triste contra la sombra continua.

 

«He tirado un vaso de leche en el piano».

 

Ha tirado un vaso de leche en el piano. Y pulsa algunas teclas, que se quedan como pegadas. Se ha hinchado la madera.

 

«Una de tus catástrofes», digo. «Una de mis catástrofes».

 

Ahora se ha ido, Lola, a la izquierda del Partido Comunista. He seguido la evolución política de esta mujer, desde la vaga

rebeldía juvenil, cuando ella gastaba falda escocesa, hasta el comunismo, el anarquismo, el terrorismo. Y ahora,

las organizaciones obreras a la izquierda del Partido Comunista.

 

 

—Ten cuidado con la política.
—Ya.

 

Antes de la muerte de Franco, en tiempos de clandestinidad, ya andaba en el lío. Una vez me llevó a visitar a la mujer

de Camacho, cuando Camacho estaba en la cárcel.

Las fotos de Lola en las paredes. Fotos que coloqué yo, pero que —ay—, hizo otro. Otro la retrató desnuda en interiores

deshechos, en casas vacías. O grandes cabezas donde el estupor de sus ojos, el gesto de su boca, la perfección infantil

de su nariz, han quedado para siempre como un volumen de tiempo detenido.

 

 

Está aquí, en su apartamento, y yo creo que a veces se masturba con el agua de la ducha. Diría yo que por este lecho

han pasado amantes oscuros, amigos de una noche, chicos de la revolución, extranjeros de música y de oro.

No sé. Un hueco de hombre en que me instalo. Por el teléfono le llegan, como siempre, catástrofes, malas noticias

familiares, conversaciones de la madre, el parloteo de las hermanas, un hombre, quizá, un hombre.

 

Sale a comprar cocacolas, galletas, algo. Me quedo dando vueltas por el apartamento. Mirando discos, libros, rincones,

armarios, espejos, colonias, oliendo ropas, trapos, jabones. Vuelve con su compra. La llama al teléfono una hermana

o una amiga. Que está sangrando por la matriz.

 

«Está sangrando por la matriz».

Dice que luego irá a verla.

«Luego iré a verla».

 

Siempre, en torno de su vida, la locura, la sangre, el alcoholismo, el sexo, las enfermedades, el desorden. Pero cruza sus

larguísimas piernas en la pequeña butaca roja, fuma apaciblemente con una mano que, como le dijo alguien,

 

«se dobla por tres sitios»

 

Tiene unas ironías repentinas e inteligentes que ella es la primera en reír, como todos los tímidos. El tímido ríe siempre

sus propias gracias. Lola tiene una reposada calidad de leche y amor en su piel, en su cuerpo, en sus muslos de un

blanco fundamental y monumental.

 

 

Desnuda tiene momentos de arcángel y de efebo. Sus senos han madurado con el tiempo, han ganado un espesor leve,

una gracia de línea que no tenían. Todo su cuerpo es una monumentalidad difícilmente armonizada. Se inició en la timidez,

la sangre y el miedo. Hoy, en el amor, tiene una dulce precisión que no sé dónde ha aprendido, que no sé dónde ha

ejercitado. Ella dice que con nadie, que en ningún sitio.

 

 

Esas manos sensibilizadas por el piano, esa boca profunda, ese amor que ella da, hecho de saliva y oro. Tiene, en el amor,

la respuesta pronta, violenta y paroxística de los enfermos, de las enfermas. Láminas de Marc Chagall, Baudelaire en francés,

el disco parado, el piano con las teclas manchadas de leche.

 

Con los años ha conseguido la naturalidad, deslizar su timidez como una cortesía, pasar del grito a la sonrisa y del desnudo

al vestido con una sencillez de hermana o de esposa. Llaman otra vez al teléfono.

 

«Que sigue sangrando».

 

Tiene que ir a remediar esta nueva calamidad. Cuando no es así, cuando se queda en casa, lo que perdura en este rincón

del gran rascacielos madrileño, es, de nuevo, una hoguera de música barroca, y ella, medio desnuda medio vestida,

tocando el piano, luchando con su música contra la música, enfrentando dos aguas o dos fuegos. Una colonia sencilla es

el rastro de su amor.

 

 

 

 

 

 

 

 

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