No hablo ni escribo para convencer, sino para fascinar. La literatura no es pedagogía sino magia.

De ahí que también me guste cansarme escribiendo, tener la sensación física de haber escrito, de «estar escrito», como decía el maestro.

Creo que la literatura debe ser —es— completamente inútil, y sólo eso la justifica, como lectura y como escritura.

Pero el arte tampoco es cuestión de belleza.

Yo pretendo otra cosa: pillar al tiempo por sorpresa, cada día. Dar la intimidad del universo y el universalismo de un pájaro dormido
a la vista peligrosa de un gato.

 

 

 

un ser de lejanías

francisco umbral

 

editorial planeta
1ª edición . abril 2001
barcelona

 

 

 

página 57

 

 

 

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CENA en casa de Cela, Puerta de Hierro. Raúl del Pozo, el juez Gómez de Liaño y bellas damas. A Marina le he traído un botellón de champán francés que incluso le dará para bañarse. Camilo trabaja todos los días en su novela, Madera de boj, unas diez horas diarias, mañana y tarde, en un estudio que tiene varias ventanas al jardín:

 

—Pero no miro por la ventana. Yo soy muy aplicado. Me siento a escribir y escribo.

 

En un trozo de papel viejo, en una cuartilla cualquiera, con un lápiz cualquiera, Camilo empieza a escribir y ya no para. Marina pone todo eso a máquina, luego, y Camilo empieza a corregir en limpio. Me parece muy bien su decisión de empezar de golpe y por donde sea, pues yo creo en la vida propia de la escritura —y más de la novela—, de modo que todo es ponerse, ya lo decía también Hemingway, porque la novela nace por acumulación y unas cosas van trayendo otras.

 

El que se lo piensa mucho antes de empezar y necesita muchos ritos, ése tiene algo de diletante, de violinista maniático que nunca empezará en serio. Pepe Hierro escribe en el bar de abajo con un bolígrafo y sin dejar de hablar con el cantinero.

Pero me emociona, sobre todo, este hombre de 82 años, tan aplicado todavía, como él dice, luchando contra su libro, escribiendo con la obsesión del lenguaje, que es una cosa hipnótica que nos lleva a los escritores por donde quiere.

Es la doble fascinación del idioma y el estilo, y no otra cosa, lo que le mantiene a uno con la pluma en la mano más allá de los 80, de los 90, de los 100. Sin esa fascinación por las palabras no se es escritor. Por eso no creo en el novelista que escribe como un «mozo de cuerda», según Ramón, sólo para contar cosas, y para quien el idioma parece un estorbo más que el sentido mismo de la obra.

 

«Sólo perdura lo que se dice en metáfora», sentenció Marcel Proust. A la edad de Camilo y con el premio Nobel como mochila, sólo la vocación, el hipnotismo de las palabras, puede explicar un trabajo gratuito, bello, tardío y vocacional.

 

Aunque Cela es un hombre que vive hacia fuera, yo creo que su verdadera lucha contra la muerte (que no parece rondar su casa para nada) está en la escritura. Toda su vida vuelve a pasar por él y todo el castellano se pone en pie y le lleva o se deja llevar. Voltaire se inventaba empresas «para ejercitarse», como Don Quijote, decía él. El novelista se inventa novelas, a estas alturas, para ejercitarse. Don Quijote se salva cuando se echa a los caminos a ser apaleado. Cela se salva porque se echa todos los días a los caminos de la novela.

 

Pienso que yo mismo estoy empezando a incurrir en ese quijotismo literario del escribir para estar vivo, aunque en realidad me parece que nunca ha escrito uno para otra cosa, desde la primera prosa adolescente.

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