gaston bussière: la danse de salomé – 1923
Salomé, para bailar epatando, se ha puesto el cuerpo de los domingos,
que es de válvulas largas y de arranque natural, con tracción variable.
A columpio por mirada se la ve ondulante, armónica, feroz, con aroma a nardo
y frotando el fósforo de cada sonido entre las piernas.
Está folclórica y femenina, con la mirada insinuante y la piel dorada y cálida,
verbenera y vestida –o desvestida- para matar al bueno de Juan Bautista –que no se
enteraba.
‘Entre los almacenes y los silbidos, ¿en cuál de sus movimientos insonoros vivía
lo indestructible, lo imperecedero, la vida?’ –pregunta el poeta, a lo que Salomé viene
a responder sin palabras, marchosa y provocativa entre el olor a jazmines y el polvo denso
que puebla el aire de mariposas locas.
Uno se dice, recuerda, cae en la cuenta de que, antes y después del baile, sólo
existe ese fondo casual y anónimo, desordenado y feo, que es la realidad de una vida real
en tiempo real, un escenario gris y prescindible que ahora mismo esta muchacha está
partiendo por la mitad con su cuerpo, abriendo la maravilla.
La luz dorada la sombrea de bonito y oro, dejándole líneas de tiniebla en la penumbra
de la piel, ennegreciendo el negro de la mirada oscura y enrojeciendo el rojo de los dos labios
de la boca. Tal vez posea un rebaño de oscuros minotauros y un negro unicornio y quizá
tenga la crueldad propia de las grandes civilizaciones.
Para ganarse a la peña, Salomé se ha puesto en mujer hembra de la especie animal
humana, sexualizada y hermosísima, y uno, merodeando, recuerda, supone y piensa
en todos los siglos o milenios de evolución –formal e informal– que han hecho falta para
llegar hasta ella, bípeda, espléndida, una dulce y vivísima mujer sapiens sapiens con
las piernas bien puestas y el corazón entrecruzado de amor y odio.
Metida en el baile total, está escuchando, poseída, el solo de trompeta que la rompe
y la arrebata por dentro, en la profundidad veloz de la sangre, cerca del corazón, ahí, entre
el alma y las tetas.
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