herbert james draper: in the studio
La muchacha está ahí, metida dentro de sí misma, tal vez feliz, o por lo menos contenta,
o satisfecha, o no del todo insatisfecha, o insatisfecha pero aparentemente tranquila,
o intranquila pero contenida, o más bien incontenida pero simulando contención y a punto
de estallar, cansada de las flores y de ella misma y del estudio, harta de jarrones y cuencos
y platos, a punto de reventar, estrujando el ramito que lleva en la mano, tronchando los
tallos, lanzando unos jarrones contra otros, machacando los recipientes de loza con los
jarroncillos metálicos y después abollando los jarrones contra el suelo, contra las esquinas,
rasgando los malditos lienzos, quebrando los bastidores hasta conseguir listones de madera
con los que puede seguir golpeando los recipientes metálicos que ya empiezan a agujerearse
y, vencido el metal, se da cuenta —como si hubiese sido súbitamente iluminada— de que
puede continuar con la destrucción de los cristales de las ventanas, con la lámpara de mesa
que odia desde que era una niña, y enseguida aparece la sangre de sus pies cortados, y el
color de la sangre nueva intensifica su mirada como si por fin tuviera una justificación absoluta,
evidente, inapelable, para declarar la guerra total, la guerra de las galaxias, la guerra de los
mundos, y ahora siente, sabe que nadie podrá ya detenerla, y sube a la primera planta de la
mansión a vestirse de guerrera, se calza las botas de montaña y se enfunda los guantes de
cuero encima de las manos ensangrentadas y duda entre el atizador de la chimenea y un palo
de golf para seguir destrozando los objetos que tanto conoce y que tanto odia, y piensa que
el atizador es más pesado pero menos frágil y más contundente, y de pronto ve el cuarto de
baño y la expresión de la cara se le abre, se le ilumina, se le enciende, y sonríe desde una
profundidad interior que no conocía, sonríe como nunca había sonreído mientras empuña
con fuerza el atizador y entra en el cuarto de baño, el comienzo del fin, la libertad absoluta.
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