isabel bono:

 

pan comido:

 

dos escenas platerescas mínimamente conectadas

 

 

madrid

ed. bartleby 2011

 

 

Querías llenar los muros de toda la ciudad.

Ser escritor no es eso, te dijo alguien (ahora).

Cuando ella apareció viste el cielo abierto

tu corazón abierto, los brazos abiertos

todas las veces que (mínimamente)

creíste conectar con algún dios.

No viste el serrín que arrastraban mis botas.

Entre mis papeles nunca encontraste palabras como:

Al dolor no le busco sustituto que sepa a miel

ni a dulce sacudida de balcón sobre una alfombra.

El futuro es una abeja empotrada en el viento.

No.

El futuro es una casa vacía, moradores sin rostro

acudirán a su puerta con obsequios idénticos

habitantes de humo y sueños malogrados.

El futuro a la deriva todas las veces roto

por un beso de alquitrán entregado a la muerte

cada vez con la misma fuerza, nadie es capaz de detenerlo.

El futuro afilado y brillante, paciente y frío

abismo de asfalto duro y seco que no se deja sobornar.

El futuro tiene voz de bosque

está lleno de mensajes que obedecen al silencio

no discute con el azar su precisión, su demora, débil armonía.

El futuro entorpece la búsqueda

el recorrido marcado se desvanece al amanecer

como en un salto al vacío.

-El futuro no es posible sin profetas

les comió la lengua el gato

ni su silencio será suficiente

cuando llegue la edad de la renuncia.

 

 

 

Renuncio: 6,6% vol. multiplicado por tres es demasiado

para mis 49 kilos y mis 4,5 litros de sangre, dije.

Te parezco bonita (insistí)

porque bebo cerveza directamente de la botella

mientras con la otra mano sostengo un libro.

Porque hago que fumo

apoyada en la ventana de espaldas a ti.

Porque me muevo como un gato

cuando me miras, cuando no me miras.

Aire y luz y espacio, pedía Henry Miller.

Yo me conformo con un café con leche.

‒Buenos días, amor. Mira lo que he visto.

Volver a casa en dos tramos.

No te pares, dijo, porque moverse sostiene.

Un semáforo mal coordinado

acaba conmigo en la Glorieta de Carlos V.

Tú intentabas distraerme con frases poco elaboradas.

Tenemos poca experiencia en milagros,

tenías que haberme dicho.

Pero no te lo explico más. Pregúntale a las piedras por mí.

Pregúntale al grito de Tarzán, a las sirenas de los cargadores.

Porque volver era encender todas las luces de la casa

y no verte.

 

 

 

Todo empezó el 12 de diciembre

por haberme saltado dos paradas.

Llegué a casa con un dedo pegado al timbre y otro

entre las páginas de un libro de Susan Sontag.

Quizá te sentó mal que perdiera las llaves.

Dejar de quererme por eso

me pareció tan desproporcionado que me eché a reír.

Quizá fue mi risa de niña asustada.

El libro sigue sobre la mesa

haciéndose las mismas preguntas que yo (ahora).

Esa noche te llamé dos veces.

Las dos para decir que estaba bien. Me creíste.

Caíamos sin saberlo en un balde de leche cortada.

Caer no era melancolía de horas ni alud

(de septiembre) en las tripas. Caer: nada al otro lado.

 

 

 

Billy Bragg canta a Woody Guthrie.

Cerveza fría de lata en pleno invierno.

En diez minutos tendré que echarme una manta

o quemar los muebles. Después dirás que no te quise.

 

 

 

Si ésta fuera mi casa dejaría de escribir sobre ti.

Tú no dejarías de fumar

pero cada lunes lo intentarías con la misma sinceridad

que (ahora) el licor hace que pienses que sí

que era posible, que no nos dimos cuenta

antes y después de besarme.

‒El café sin azúcar, amor.

Qué lejos el mar, dirás sin ganas.

Qué desmesurado el peso de los domingos sin estufa.

Qué fácil todo aun sin haber bebido.

Parecía irremediable volar (clase turista) hacia Estocolmo.

 

 

 

Se supone que miento. Camuflaje (engranaje) las tardes

que no recuerdo haberte visto fumando en la cocina.

Tú no entiendes que haya momentos

en los que no me importe que sea lluvia

u orines calientes lo que corra por mi cara.

El frío acudía puntual al laberinto de mi oído

cada vez que cerraba los ojos.

No soñaba volver:

soñaba no usar jerseys de cachemir en agosto.

Sandalias para el verano

tirantes y collares de semillas para el verano, amor

huesos de chirimoya taladrados

(mi corazón) sobre un plato.

El anillo que me pusiste la primera noche nunca apareció.

Las hormigas son urracas, dije.

 

 

 

Escribe sobre el verano, amor.

Moscas en mi cabeza, amor, no pájaros.

Moscas y abejas. Sin miedo, amor.

Dibújame, amor (repito), sin miedo (repito)

de un solo trazo. Tinta china mis labios (antes y después).

Escribe tus iniciales en mi espalda con un pincel

como en aquella película de Greenaway

que nunca llegué (ahora) a entender.

Quiero ser tu escena plateresca favorita

aunque tampoco entienda lo que significa.

Quiero ser china. Quiero ser tinta.

Ya lo dijo Ingres:

El dibujo es la probidad del arte.

Para cuando me quise acordar de la frase ya te habías marchado

con mi dinero (con las hormigas) y con mi anillo.

Qué me importa ahora que no estás

que los insectos sean los besos del sol.

Scriabin estaba tan convencido de ello que decía

que su Sonata nº10 era una sonata de insectos.

Scriabin tampoco pensó en el futuro:

no sabía que moriría con 43 años

por una picadura de mosca carbonosa.

 

 

 

 

 

 

 

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