konstantin somov:
bathing in the sun
1930
El pintor de las bañistas al sol nos muestra los colores y las formas de un mundo femenino
y feliz, donde esa languidez del ocio del verano invade la escena, entrecerrando los ojos
de la bañista más cercana, que nos mira con esfuerzo porque apenas puede sobreponerse
al sopor de la siesta, al sabroso placer de sentirse dulcemente aniquilada por el sueño.
En la entresombra de los árboles y voluntariamente inmovilizada por el descanso y por la pereza,
nos mira con una esbozada sonrisa que proviene directamente de la satisfacción, mientras siente
el vaivén de su consciencia como un lentísimo columpio que cada vez permanece más tiempo
en las alturas, y que sólo baja –produciéndole un agradable vacío en el estómago- para volver
inmediatamente a subir, sin detenerse.
El sol de la mañana le ha sonrosado las mejillas y, antes de dejarse llevar definitivamente por
el sueño, nos mira con una especie de agradecimiento universal, como si acabara de pasar por
un dulce y lentísimo orgasmo: he aquí una pequeña demostración de que somos animales de sangre
caliente, porque, además, ella está desordenada de pelo, removida de turbante, abierta de ropa
y desnuda de seno, como si efectivamente acabase de llegar del amor, del deseo que la busca
y que, tal vez, le proporciona excitantes imágenes de cuerpos y besos y caricias.
En el amor, y menos en el amor sexual, no hay nada que sea solamente físico: todo está atravesado
por los mismos vaivenes de un columpio, casi siempre en las alturas, que sólo desciende, con un
sobresalto en el estómago, para volver a elevarse, sin parar.
En el amor, y menos en el amor sexual, no podemos quedarnos solamente en el cuerpo, aunque
sólo busquemos el hermosísimo cuerpo: siempre encontramos algo más que, sin ser ya del cuerpo,
aumenta nuestra sensación, nuestra posesión del cuerpo.
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